LAS FILIGRANAS DE PERDER
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julio 13, 2008

Alter Ego Delincuente


ÁLTER EGO DELINCUENTE
Julio Fernández Peláez

No es broma. Trato de poner el contrato de la luz de mi propia casa a mi nombre, para tal asunto llamo a un 902, un número no gratuito de una conocida vendedora de luz a domicilio.

Todo va bien en los trámites con la operadora real después de unos 25 minutos de tránsito entre diferentes tipos de voces mecánicas. De pronto, la mujer que está a otro lado de la línea me da una terrible noticia: No podemos poner el contrato a su nombre porque tiene usted una deuda pendiente. ¿Una deuda, yo?, eso es imposible, es la primera vez que les contrato. No, una deuda, sin especificar, que sobrepasa los límites aceptables. Acuda a una agencia en temas de morosidad y resuelva la deuda que tiene contraída, después vuelva a llamarnos. Cuelgo abatido el auricular. No puede ser, por más que fuerzo mi memoria no recuerdo ninguna pella. Hace años que no me ponen una multa de tráfico y cuando esta recae en mi vehículo sin que yo lo sepa descuentan bajo procedimiento de embargo el importe de mi sufrida libreta de ahorros. La hipoteca no puede ser pues la vivienda en cuestión la heredé de mis padres.

Repaso todas mis posibles incidencias vitales, por fin hallo una raspadura a mi expediente. Sí, tiene que ser el asunto con aquella compañía telefónica a la que di mis datos bancarios y ellos trataron de estafarme endilgándome un servicio de telefonía móvil en un área montañosa y en la que se colaba la homóloga francesa. Para colmo me robaron el móvil sin apenas usarlo. Fueron 24,80 euros que no pagué, por supuesto, pues consideraba que no había llegado a usar el servicio contratado, y no por mi culpa.

¡Ahora en una lista de morosos! ¿Pero cómo había llegado la empresa hidroeléctrica a saberlo? Por cierto, si la empresa manejaba ese dato es que todas las empresas estaban al tanto. De hecho, cualquiera que quisiera tener informes sobre mi persona podría obtener la siguiente respuesta: No le contrate, es un moroso. No le atienda, es un moroso. ¡No le preste!, es un moroso. Maldigo a la compañía telefónica por haberme hecho esto por tan sólo 24,80 euros, pero enseguida recapacito: Si unos a los otros se pasan información privada de terceras personas, quizá no sea por prevenirse contra grandes estafadores como yo, pues está claro que cada caso es un caso, y puede pasar que uno deba incluso lo que otros no han pagado. Parece más bien, que se trata de un acto de lealtad entre afines, incluso entre los mismos, telefónicas, bancos, hidroeléctricas, una hidra que esconde sus cabezas bajo el cuello de su camisa.

Llamo de nuevo a la compañía y amablemente les digo que quiero poner el contrato de la luz de mi propia casa que pago con mi propio dinero, a mi nombre propio.

Les doy un nombre con DNI que he tomado de Internet tecleando al azar Juan y documento. A continuación les doy las señas de mi vecina, que amablemente me dejó este verano las llaves de su buzón para que le recogiera la correspondencia. Todo cuela y a los pocos días recibo la documentación, la devuelvo falsamente firmada y un problema menos.

Ahora la luz está a nombre de una persona desconocida, la cual no sabe que yo pago los recibos por él. No es que en un futuro vaya a dejar a este inocente en una lista de morosos. De hecho soy consciente de la total falta de honorabilidad que pesa sobre mí.

He de andarme con cuidado, pues si ocurriera que la luz que me venden es de tan baja calidad que un buen día se corta y otro día también, quizá me vea en la tentación de no pagar, aunque tenga que localizar al dueño del número de identidad de mi contrato para pedirle disculpas y rogarle encarecidamente que sea solidario conmigo y no me delate, esperando que entienda la ética de mis actos, pese a ser ya, como soy, un delincuente.

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julio 09, 2007

Concursos - Colaboración desde Molinos de Papel, España


CONCURSOS
Julio Fernández Peláez

Para acceder a cualquier asunto que pudiera imaginarse, hacía falta superar la prueba del concurso. No era extraño que para poder trabajar como dependiente en un simple comercio, el gerente del mismo sacara al público las bases, y sin pudor alguno realizara una prueba selectiva para la cual invitaba como calificadores a otros dependientes ya experimentados, conocidos y ciertamente competentes.

Fueron muchos los aspectos cotidianos, culturales, territoriales y laborales en los que se impuso esta descabellada idea de establecer obstáculos arbitrarios a medida del público y del convocante (que a menudo sólo llevaban a la endogámica estrechez de los canales).

Pero donde con más pasión se extendió la concursitis fue en el ámbito de la literatura contemporánea. Cualquier editorial que se preciara, se dotaba de medios para inverosímiles concursos, en los que los jurados solían ser los ganadores anteriores, y en su ausencia ganadores de otros concursos (que a veces nada tenían que ver con las letras; por ejemplo, ganadores en carreras de sacos, ganadores de lotería o ganadores innatos). Los nuevos afortunados pasaban, tras superar la prueba, a formar parte de una lista de diplomados por tal o cual año y en tal o cual concurso. Esto les permitía dar infames conferencias aquí y allá a las que sólo acudían los organizadores y algunos voluntarios aspirantes a funcionarios locales.

A raíz de esta fiebre concursada, ninguna editorial se atrevía a editar si no era a través de un examen entre cientos y cientos de literatos concursantes. "Absténganse escritores sin premio”, solían advertir estas empresas.

Pero no sólo las editoras participaban en esta desenfrenada acumulación de inútiles títulos. Incluso los bancos, los ayuntamientos, las iglesias, las televisiones, las páginas web, las asociaciones más extravagantes (recuerdo una asociación de jubilados exalcohólicos que convocó el premio al mejor escritor jubilado en lengua vernácula, con el tema de la dependencia a los concursos, para recibir de esta forma una ayuda del Estado). Todas estas organizaciones, como digo, tenían sus propios concursitos de literatura y su particular orla de premiados, ya fuera en la modalidad de poesía elemental, cuento realista o novela vanguardista, tradicional o metanovela, ya fuera sólo para mujeres o sólo para adolescentes o sólo para nacionales.

Todo lo cual no quería decir que se leyera mucho (sino más bien lo contrario). La mayoría de los títulos de escritor/a premiado/a pasaban a encuadrarse dentro de dorados marcos que embellecían las habitaciones de ufanos galardonados. Y sin embargo, de todos ellos, sólo algunos títulos llegaban a ser generosamente comprados (se ha de admitir que la mayoría de los premios servían sólo que para desgravar y evadir impuestos, pues era un modo fácil de engrosar facturas con volúmenes inexistentes).

Si bien es verdad que lo poco que en general se leía correspondía a los concursos más afamados y mejor dotados del país. Los ganadores de estos Premios con mayúscula, como el Planetaris, el Sol de las letras y la cadena de salchichas Hut, solían ser pésimos escritores que necesitaban de una legión de escritores subalternos que les aportaran los ingredientes necesarios para una mascada trama policíaca-romántica-histórica con pinceladas filosofales que el gran público pudiera digerir de manera irreflexiva (para pensar ya está la televisión, solían excusarse los premiados).

En realidad, los contados libros que se leían, eran los ganadores de los susodichos premios, gracias al día de la madre, las despedidas de solteras, los aniversarios de los enamorados y por supuesto el día del libro, fecha en la que era tradición atrangantarse con letras.

Para mar de desdichas, los poquísimos lectores no convencionales que quedaban, habían renunciado a leer literatura y se habían pasado a los jeroglíficos, en una intimista búsqueda de cifrados poemas de amor.

Y por si fuera escasa toda esta farsa, no había día que no se publicasen las memorias de un ministro, de un ex alto cargo o un afamado cantante de eurovisión. Por lo que buscar un libro entre tanto libro resultaba una labor titánica y con frecuencia infructuosa.

Todo esto fue así, como lo cuento, hasta que una tarde un pastor de cabras decidió editarse por su cuenta y riesgo los poemas que ya llevaba escribiendo durante más de diez años. Vendió cincuenta de sus animales e invirtió las ganancias en publicar su propio poemario.

Al tratarse de un hecho insólito, el pastor tuvo mucho éxito, salió en los noticieros y se vio obligado a reeditarse una y otra vez.

Vendió millones de libros. El boom literario fue macanudo, y se cree que este hecho marcó la inflexión, el derrumbe de la industria basada en los concursos. Aunque él mismo reconociera en más de una ocasión que sus poemas eran malos, bastante malos.

Los críticos, desde luego, no opinaban lo mismo.

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