LAS FILIGRANAS DE PERDER
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julio 13, 2008

Sensación de Alivio - Colaboración desde Colombia


SENSACIÓN DE ALIVIO
Pablo Estrada

Cuando era chico y me meaba en la cama habitualmente tenía sueños húmedos, no de esos sexuales con poluciones involuntarias, sino auténticos sueños con agua que me regaba como lluvia o en la que me sumergía. Dentro del sueño, cuando esto ocurría, tenía una sensación de alivio que rápidamente se replegaba con la súbita invasión de la conciencia en el territorio onírico que encendía la alarma al indicarme a qué se debía mi alivio: me acaba de orinar.

Tiempo después esto se ha trasladado a la realidad.

Debido a la sanción policiva de 24 horas de arresto en escrupuloso apego a la norma que prohíbe hacer pis en la vía pública, como flagrante coerción de la sana costumbre de atender al llamado de la naturaleza y pese a la escasez de baños públicos, cada vez que por ése u otro motivo debo aguantarme las ganas de mear, al hallar donde verter mis aguas menores, tengo la más agradable sensación de alivio que pueda experimentarse.

Imagino que algo así sentirán los yonquis con el chute después del síndrome de abstinencia. O tal vez no.

Es como cuando llevas un largo y obligado celibato, evitando a la vez toda actividad onanista, y encuentras una mano amiga de alguna generosa señorita que cobra poco o nada…

Luego de la ruptura con mi novia, tras una interrumpida e inconstante relación de más de un lustro, que en todo caso fue traumática para mí, hubo un momento en que respiré un reconfortante aire de libertad: ahora podía fijarme en cualquier chica sin la limitación de mantener una estúpida fidelidad virtual a nadie.

Era como abrir la puerta que conduce a un pasillo al final del cual hay un mingitorio que se antoja más sublime que el de Marcel Duchamp después de haber contenido una meada por horas.

Sin embrago, al paso del tiempo, sin que ninguna relación nueva floreciera y el sexo comenzara a escasear, me sentí como si hubiera quedado atrapado en aquel pasillo con un puto urinario al final.

Igual, uno se acostumbra a lo que sea, al parecer. Nada más hay que pensar en qué es la celda de una cárcel sino un lugar más estrecho que un pasillo con reja en vez de puerta y un retrete al final, cuando hay retrete… ¡Ah, claro, y una litera donde te sodomiza un negro encerrado por estupro!...

A mi pasillo ready-made –con orinal al final– de no tener una relación de pareja me he ido acostumbrando. En todo caso, sigo siendo susceptible a la sensación de alivio y ya que en los últimos tiempos mi soledad se ha acrecentado gracias a la constante pérdida de amistades, no deja de ser el lado amable desde el cual ver todo el asunto saber que muchas de las veces que se ha clausurado mi relación peligrosamente amistosa con alguien siento, igual que cuando decidí cortar mi melena, como si me hubiera quitado un peso de encima.

Y, la verdad, es grato andar por ahí sin cargas que no te pertenecen, no ser el botones de nadie, y con una provisión de monedas con las cuales pagar un servicio de baño en caso de que tengas ganas de mear.

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septiembre 04, 2007

David & Goliat - Colaboración desde Colombia


DAVID & GOLIAT
Pablo Estrada

—Mire, lo que pasa es que no podría arreglar este asunto “de hombre a hombre” con un sujeto que usa los pantalones abajo del culo como Cantinflas y que tiene rayitos rubescentes en la parte trasera de una pingüe cresta de pelo—, dije.

—Pues, me extraña eso proviniendo de un tipo con el pelo largo (el que le queda) y que usa aretes.

—Este hijo de put… —balbucí y le conecté un buen par de golpes secos en rápido juego de manos e inmediatamente me puse en guardia.

El primero fue un garrotazo cómodo en uno de sus blandos mofletes. Fue como apalear un cadáver, como dejar caer un riñón al piso. Lo malo fue que cuando le pegué en su abotagado carrillo de Kiko, salpicó saliva en mi mano. ¡Qué asco! El otro puñetazo fue en la mandíbula, más recio para mí, el impacto aporreó duro mis nudillos, y yo que creía que con eso iba a abatirle, pero ni siquiera le hice recular un paso. Se quedó allí, tan campante.

Hice una finta y le descargué una desordenada andanada de trompadas que en su mayoría no atiné a encajar.

—¡Cáigase, gordo hijueputa! —, rugí a todo pulmón y le empujé como un enano que trata de mover una enorme roca.

El impávido coloso siguió allí como una puta columna de piedra que ni el paso del tiempo afecta. Yo ya quería que toda aquella triste función acabara, que apagaran las luces y todo el mundo fuera a casa: no me gusta pelear. Odio golpear y más aún que me golpeen. Me encanta el boxeo y las peleas limpias que se resuelven con un par de hits bien dados como hacía Colt Seavers en Profesión peligro o The fall guy, pero eso jamás sucede en la vida real. Y aquello casi era la vida real.

El gordo hijueputa me dio un golpe con la mano abierta en el costado izquierdo de la cabeza. Y me derribó. Un zumbido incisivo como los feed-backs de las guitarras eléctricas de Sonic Youth, Pixies o Nirvana se instaló en mi oído sin que pudiera disfrutarlo a gusto. ¡Mierda: estaba completamente perdido! ¿Qué seguiría? ¿Me patearía la cara, el gordo hijueputa, con esas zapatillas deportivas que yo jamás usaría?... Sólo me gustan las clásicas, Adidas Country por ejemplo… ¿Defecaría sobre mí sin necesidad de bajarse esos pantalones de cagar parado que se pone?... No lo sabía.

El gordo hijueputa, sin embargo, no se movía. Parecía exhausto como un toro de lidia al final de la corrida con las banderillas clavadas en el lomo. Fue entonces que me di cuenta que de uno de sus morros escurría un hilillo de sangre y saliva: le había, yo, reventado la jeta. Si lo notaba, seguro iba a aplastarme como a la cucaracha que en ese momento era. Me puse de pie tan rápido como pude sin ayuda ni arengas de las posibles porristas, las chicas a quienes yo trataba puerilmente de impresionar, acusando, ofendiendo y desafiando al gordo hijueputa que en ese instante seguía de pie frente a mí como un animal estúpido.

—Yo creo que esto no va para ninguna parte —me atreví a decir. Todos a mi alrededor me miraron como si fueran el jurado de una corte y yo el acusado que se declara culpable.

—Lo mejor es que se vaya y nos deje resolver esto a nosotros —dijo una de las chicas.

—Pero yo sólo trataba de ayudar —alegué en mi defensa.

—¡Pues vaya forma de ayudar! —comentó otra chica. La que a mí me gusta.

—Si lo único que hice fue denunciar a este… (¿qué expresión usar: granuja, bribón, truhán o tunante?, todas terriblemente anacrónicas y que seguro me convertirían en el hazmerreír) oportunista, que se aprovecha de la ausencia de mi amigo y pone la situación a su favor…

—¡Ay! Eso no se lo cree ni usted mismo —dijo la chica que acababa de cortar con mi amigo, que además de novio era administrador del lugar donde ahora estábamos y del que se había ido después de que la pusiera a decidir (como mujer y como propietaria) entre él y sus amigos y ella vacilara…

—¡Claro que sí! —afirme como si hiciera pataleta.

—¿Por qué mejor no se va? —preguntó otro sujeto allí presente, manzana de una discordia diferente.

El corrillo que se había formado se disolvió. El gordo hijueputa se limpió la boca como si nada. La chica que me gusta me miró mal antes de dar media vuelta y alejarse.

—¿Qué les pasa a todos? ¿Ustedes han visto La estrategia del caracol, la película de Sergio Cabrera? Pues esto también es por la dignidad, la del amigo… ¿Acaso es que la dignidad no vale? ¿Acaso es que esa palabra no existe?

Todos se rieron. Y no era una risa falsa, era auténtica y espontánea. Se burlaban de mí, de lo que decía. Todos: las cuatro chicas, los dos sujetos y el viejo prestamista. ¡Todos!

Pues un día encontrarán este lugar destrozado y un letrero que ponga: “Ahí tienen su hijueputa sala de ensayos pintada”, y sólo podrán entenderlo los que hayan visto algo de cine colombiano, pensé.

Agarré mi maleta del suelo y me largué dando un portazo. Oprimí el botón para pedir el ascensor. No subió. Bajé el primero de los cuatro pisos por las estrechas escaleras de aquel viejo edificio del centro de Bogotá. En el camino me tropecé con un gordo enorme. Me preguntó algo, no le oí bien, el pitido en mi oído iba en aumento. Repitió su pregunta más alto. Quería saber dónde quedaba el lugar del que yo acababa de salir. Buscaba a su hermano David. Alguien había llamado a su celular para decirle que se estaba peleando. Demasiadas explicaciones para mi gusto.

—Es arriba… pero por lo que sé ya no está peleando.

El gordo enorme siguió su rumbo de prisa. Ni siquiera me dio las gracias por la información: estas nuevas generaciones se han olvidado las viejas malas costumbres como saludar, agradecer o pedir el favor… ¡Hijos de puta!

Bajé el resto de las escaleras pensando que si yo hubiese escrito la Biblia, David y Goliat serían un par de hijueputas que se olvidan de sus diferencias para unirse en contra de un pobre diablo filisteo como yo al que detestarían por impertinente y entrometido.

Antes de llegar al primer piso rogué para que el ascensor siquiera descompuesto y no bajaran en él los dos gordos a partirme el alma y para que el zumbido en mi oído desapareciera pronto.

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julio 09, 2007

Roca que Encuentra La Roca - Colaboración desde Colombia


ROCA QUE ENCUENTRA LA ROCA
Larry Mejía y Pablo Estrada

Que cada palabra mía fuese ahora como piedra de cien filos:
la llave inmisericorde que abra y destroce todo corazón.
O como dentellada de lobo que tiene prisa por llegar
a las vísceras palpitantes de su presa.
Pues mi propia pobre entraña está llagada y desnuda
viendo llegar a las escalinatas la delegación de mi pueblo:
mis hermanos, mi más inmediata semejanza.
Helos ahí, entre taciturnos y atónitos:
doblegados bajo la lluvia de su propia sangre
y con el guijarro de un “¿por qué?" en la garganta.

Jorge Zalamea

Ese tedio de miércoles, mitad de semana y de alguna forma limbo de un tiempo que parece detenerse (o estado de los justos antes de la redención), empuja a buscar en el fondo de una botella al menos un resacoso renacer. Así que esa noche decidimos buscarlo encaminándonos Carrera Séptima hacia el norte. La ciudad estaba húmeda de su lluvia y su fatiga. Los rostros se evadían entre sí. Sin embargo, resolvimos asistir al pequeño circo que tenía momentánea sede en un lugar del que a discreción de uno de los dos, el otro solía ser asiduo huésped.

—Vamos al homenaje del gran poeta —dijo éste.

—Pero, hermano, ¿para qué zapatos si no hay casa? —pronunció aquél.

—Pues para la dignidad.

—Y ¿para qué la dignidad?

—Pues para… para… ¡para la dignidad!, que "para qué" pregunta este hijueputa…

La impronta del cine nacional está bien marcada en nuestra memoria, sobre todo en nuestros diálogos.

Llegamos, pues, a lo que más parecía un desfile de esnobistas y otras hienas que un sincero homenaje. Allí estábamos, en ese hórrido y prestigioso antro del que tanto crédulo es devoto, incluido uno de nosotros dos, para gusto de uno y fastidio de otro, pero no importaba: no tenemos que estar de acuerdo, no somos familia, ni pareja, ni socios, somos apenas un par de pobres diablos —uno munífico, otro cicatero; uno insensato, otro elocuente… ¡qué importa cuál!, ¡qué importa cuánto!— llenos de odio, resentimiento y frustración, una soberbia infundada, una pizca de talento, cierto criterio, algo de cultura y nada de modales, restos de rebeldía adolescente, un inexplicable sentido común y el ímpetu suficiente para hacer lo que otros hijueputas en las mismas condiciones jamás se atreverían…

El lugar estaba lleno e igual que la calle, sudoroso y viciado, transpirando ese pringoso aire de intelectualismo barato que se consume con avidez en cuchitriles bohemios de la ciudad. Ese no sé qué sí sé dónde nos obligó a permanecer expectantes en aquella especie de serpentario donde las boas se enrollaban con elegancia mientras los crótalos se deslizaban con un dejo de arrogancia entre los asistentes, moviendo la cola y haciendo sonar sus cascabeles. Aunque el público no era tan numeroso como en otras ocasiones, de todos modos, no hubo puesto para nosotros. Muchos de los presentes no parecían para nada interesados en el evento que se llevaba a cabo; más de uno estaba allí para beber y parlotear, impresionar chicas impresionables en busca del polvote de la noche, o dárselas de ilustrado por su paupérrima erudición de bolsillo. Pedimos un par de cervezas y nos instalamos allí como quien no quiere la cosa. Y es que para ser honestos, no queremos la cosa y, si vamos más allá, la cosa nos es que nos quiera de a mucho a nosotros.

La luz de un proyector se encendió para dar paso a un recalcitrante y chapucero documental sobre el poeta colombiano ganador del premio José Lezama Lima otorgado días atrás por Casa de Las Américas. Se veía al escritor preparar con innecesaria solemnidad su café y saltar como picaflor de libro en libro, de mueble en mueble, fingiendo naturalidad, representando la supuesta cotidianidad del hombre de letras muy mal interpretada, hablando en tono mundano de la santidad de la poesía, hasta que en un momento determinado y poseído por el paroxismo propio de los ‘iluminados’, frente a su ventana, sostenía con una mano un retrato del joven Rimbaud y con la otra acariciaba la imagen con tal devoción que generó una empalagosa mezcla de pasión y engrudo, mediada por la ignorancia y la falta de criterio, que arrancaba desaforadas exclamaciones y tenues suspirillos entre propios y extraños.

Desatinos y disparates flotaban por el lugar fundiéndose con humo, pintalabios, sonrisas sibilantes de los ofidios allí presentes y música de protesta que cada tanto regenera la utopía socialista de los borrachos que asisten a este tipo de espectáculos. El asunto era tan patético que el propio vate pidió fuera suspendida la tortuosa proyección.

Cuando uno de nosotros reconoció entre los ilustres cogotes de la mesa principal el de su escritor sucio favorito hasta esa noche, que —según el otro— titula sus libros como si se tratase de un tabloide sensacionalista, quiso acercarse a saludarle y charlar un rato con él, pero titubeó antes de hacerlo finalmente. Junto a él estaban el gran poeta, el hijo de otro autor recaudador de premios literarios, creador de la saga del personaje más anodino y postizo de la narrativa nacional —para uno— o el más entrañable y convincente —para el otro— y una recua de seguidores que constituían el séquito del homenajeado. Su escritor sucio favorito saludó con tal desparpajo que ni siquiera le estrechó la mano. Eso sí, le invitó a sentarse entre los grandes y le presentó una chica libidinosa (eso lo constatamos con el paso de la noche) que le ofreció Boca que busca la boca, una antología de poesía erótica colombiana del siglo XX, prologada y seleccionada por el célebre poeta allí presente. Uno de nosotros con su tradicional apatía y su costumbre de no desperdiciar el dinero, le dijo que no le interesaba tal libro, pues no le gustaba ni el renombrado poeta, ni la llamada poesía erótica; por su sinceridad se granjeó la simpatía de ella.

Después de hablar un rato sin tener de qué hablar con la chica, uno de nosotros se aburrió y regresó con el otro. Codeándonos —literalmente— con los ‘selectos’ asistentes conseguimos un lugar de privilegio desde donde, sin mayor esfuerzo, podíamos observar el paisaje adyacente y ver a los recién llegados al vicioso círculo literario, haciendo ese vulgar numerito de flirteo intelectualoide, ensartando frases afectadas que intentan hacer mella en el escritor de moda, en tanto apuran a sus bocas el horrible ron… solo… pues en el sitio no hay cuba libre… allí son anti-imperialistas y no se vende Coca-Cola.

Era como estar en medio de un parque zoológico rodeado de la más diversa fauna: chacales y lobos, toda clase de víboras y lagartos, buitres, cerdos, perros, gusanos, viudas negras y mantis religiosas, tigresas, gatas, zorras, cacatúas, bagres, vacas, sapos y patos, un mosquito, un albino, ratas, camellos, asnos, gallinas, tórtolos y chorlitos, macacos, borregos, pulpos, alacranes, sangujuelas, comadrejas, cucarachas, abejorros, sabandijas, camaleones y delfines. Y nosotros siendo sólo un par de salmones fuera del agua. Parecía hora de irse. Uno fue a pedir la cuenta y otro fue a despedirse de su escritor sucio favorito. Se acercó a la mesa principal donde corrían parejo licor, algarabía, alarde, adulación y chabacanería, y se quedó allí bebiendo whisky. Y por pura inercia, ¿o por simple gravedad?, ¿o fuerza de atracción?, ¿u oposición?, no sabemos, el otro también terminó sentado a la mesa del poeta y sus epígonos, como convidado de piedra a aquel banquete de viandas humeantes de servilismo, hipocresía, parafraseo y ron. Pensándolo bien, desconocemos la razón de nuestra prolongada permanencia entre tan insidiosa audiencia, plagada de zalamerías y desproporcionados elogios para con el homenajeado, elevado a la categoría de gurú nacional de la poesía.

Y mientras los aspirantes a autores del ‘diario de un seductor’ sin tener ni idea del ‘concepto de la angustia’, exhibiendo sus modestas credenciales, cortejaban a las aspirantes a musas, galateas o Yoko Ono de poetas más ciegos que Milton, Borges u Homero, pigmaliones convertidos en ciclópeos polifemos o algún enceguecido Lennon de la literatura, celebraban su hazaña donjuanesca de quedarse con el alentador número del móvil que anotaron en la última página de la nueva antología de León De Greiff, descubríamos que las acompañantes de los escritores eran mejor compañía para nosotros —los convidados de piedra pero no de roca— que para ellos.

Entre ellas, tres gracias, a quienes uno de nosotros se dirigió. Una resultaba tan atractiva y misteriosa como un precipicio pero uno no quería abismarse ni resolver enigmas de una bella esfinge en un momento como ése. Otra le recordaba una de las chicas rusas de una película americana de terror. Estaba metida en el asunto de la poesía; por eso resultó fácil que dedicara toda su atención al hijo y promotor del segundo autor colombiano más importante de México. El primero es el del Nóbel, no Fernando Vallejo, hay que aclararlo. Y la última, una preciosa mujer bastante “amable” (como dice el otro: del verbo “amar”). Cuando estaba hablando con ella fue bruscamente interrumpido por un sujeto que esa noche leyó versos del poeta premiado de un libro prestado de la biblioteca pública que otros más tomaron como bitácora de ese inmóvil viaje, así como otra noche leyó con pose de poeta maldito lastimero en presencia de nosotros y quien le dijo al escritor sucio favorito:

—¿Recuerda cuando usted leyó El automóvil sepia y nadie lo escuchó? Pues yo estaba allí escuchándolo.

De lo que el escritor sucio favorito de uno de nosotros hasta esa noche con su efectista indiferencia no hizo comentario alguno. El otro de nosotros se acercó al sujeto y le dijo:

—¿Recuerda cuando usted leyó a Baudelaire aquí y nadie lo escuchó? Pues nosotros estábamos ahí y tampoco lo escuchamos.

El mismo de nosotros que había dicho eso, por efecto de los tragos y de lo molesto que se encontraba con aquella farsa, se atrevió a dirigirle la palabra al gran señor de toda letra.

—Buenas noches, ¿es usted el maestro?

—No, no lo soy.

—¡Ah, qué bien! Entonces ya que somos un par de alumnos, veamos qué podemos aprender de todo esto…

Y se fue dejando al ‘maestro’ con la palabra espuria en la boca y el peso de la vergüenza en la cabeza, inclinándosela por momentos, o quizá solo fuera la borrachera y la carga de los largos años de porfía para obtener un premio como el que le habían otorgado, construyendo su buena reputación de poeta comprometido e innovador y su mala fama de pendenciero, engreído, bebedor y mujeriego. No debió agradarle el comentario y probablemente para ahuyentar todo remordimiento se levantó y estuvo bailando y rumiando como vaca sagrada en las mejillas de las jóvenes recién paridas a esos ambientes literarios que no entienden pero a los que se acercan buscando en extraños autores cuyos nombres les sean más impronunciables la redención a su precaria inteligencia y su ostensible belleza.

Para uno de nosotros era curioso ver a su escritor sucio favorito departiendo con el hijo del autor del que tanto había despotricado y bailando esa música tropical a la que tan mal se había referido antaño y que a la requisición del otro por haber prometido la publicación del libro de uno, respondiera:

—Pablo está mejor así, déjalo seguir siendo felizmente inédito.

O

—Me estás confundiendo. Yo soy boxeador profesional, te debes estar refiriendo a otro.

Y:

—No creo que haya dos tipos tan feos que se llamen igual —fuera lo que le espetara el otro.

Uno también cuestionaba por qué a don Juan Manuel —no el Infante, sobrino de Alfonso El Sabio, autor de El conde Lucanor, sino el poeta premiado— se le considera un escritor socialmente comprometido, si lo único que ha hecho es crear un país de sueños y un mundo de espejos, jugando con el significado de las palabras e insertando uno que otro retrato de una dolorosa realidad nacional que vaya uno a saber qué tanto ha sufrido… ¿No será eso realismo mágico en poesía? ¿Será que hacen falta cien años de soledad para denunciar la masacre de las bananeras? Uno se preguntaba cómo es que alguien que vive en uno de los mejores barrios de la capital, arriba de ‘las escalinatas’ y tiene acceso a ‘templos’ y ‘palacios’, periódicos y parnasos, pudo dirigir una carta rumbo a Gales a una dulce señora contándole que lo habitan las calles de este país, por las cuales pasear es hacer un largo viaje por la llaga, un país donde hay hombres torturados y crecen la rabia y las orquídeas por parejo… ¿Será que este dulce señor en que se ha convertido el rebelde poeta de otrora, quien ahora afirma que escribir no es asunto de jóvenes, realmente sabe de calles y heridas o lo que es vivir entre lunas de ayer, muertos y despojos? ¿Será que él, como uno, tropieza con un cadáver cuando va a tomar un bus rumbo no a Gales sino a un lugar donde va en busca de empleo? ¿Será que a él como uno a uno le ha golpeado en la cara el puño de la humillación y en el estómago la patada del hambre?

Asqueados ya de semejante espectáculo tan bochornoso, de ese ruin baile de máscaras de coquetas cuarentonas que exhiben con timidez fingida sus marchitos encantos, de bohemios de pacotilla creyéndose más dandies que Wilde sin llegarle a las polainas, de acartonados mancebos que queriendo parecerse a Capote apenas alcanzan un indecente homosexualismo y una álgida adicción a cuanta cosa rara esté de moda y de escritores maduros que se defienden hábilmente con una retórica que semejante a sus pantalones a duras penas se ajusta adonde terminan sus nalgas, determinamos salir de allí diciendo: “De esta agua no beberé”, pues ya habíamos bebido bastante de otros más espiritosos líquidos y en esos fortuitos lances oscuros de las esquinas inconscientes del licor, habíamos tenido pequeñas batallas labiales con alguna áspid alicorada que gracias a dios (Baco) nunca faltan.

Y así, como el que quiere besar busca la boca y el que quiere pelear busca la roca, con el ferviente deseo latente de demostrar nuestra presencia e inconformidad, decidimos hacer algo para rescatar el espíritu de la fiesta.

Recordando al adolescente Chaplin, quien solía hurtar los cigarros del mercado, más que por cleptomanía para que le endilgaran crímenes mayores, como sucede en tan nobles casos pero sin creerse Charlie, sino igual que alguno de esos astutos autores que haciendo vil uso de sus conocimientos plagian escritores desconocidos para hacer nombre entre tanto incauto, uno de nosotros pensó que sería una buena ejecución de la ley del Talión escamotear el libro del ‘maestro’ y así ojo por ojo, palabra por palabra, quedar a mano. Con la complicidad terrorista del otro, dimos por terminada nuestra asistencia luego de sustraer un ejemplar del libro del gran poeta, el que había circulado de mano en mano, de boca en boca.

Una vez fuera del antro aquel y por un intempestivo relámpago de conciencia, caímos en cuenta de lo desagradable que sería ver en casa algún libro de este ídolo de barro cuyo embustero eslogan es que “una mentira bien contada tiene rango estético”, manchando con su presencia la de genuinos escritores. Recapacitamos que eso sería como poner una desagradable cabeza de buey como trofeo de caza y optamos por mejor arrancar sus páginas y arrojarlas al aire, en vez de llevarnos el estorboso ejemplar. No era otoño —en Colombia no hay estaciones como en Gales— pero aquella noche cayeron hojas marchitas sobre una parte de la ciudad.

Sabemos que todo esto fue como arrojar una piedra contra una montaña rocosa, escupir mientras llueve o enfrentar un tanque de guerra con un palo, pero era algo que teníamos que hacer o de lo contrario nos hubiésemos arrepentido siempre por no llevarlo a cabo y sencillamente lo hicimos.

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abril 12, 2007

Un Alma Oscura Encuentra la Luz - Colaboración desde Bogotá


UN ALMA OSCURA ENCUENTRA LA LUZ
Pablo Estrada

—Yo no soy como la mayoría de los que están acá y quizá por eso no tenga mucho que contar —fue lo primero que dijo Joel.

Enseguida aclaró, con una particular inclinación suya a justificar todos los actos de las personas, que él no ha tenido que vivir lo que los demás y por eso no es como ellos. Proviene de una familia de clase media; solo una vez en su vida ha consumido alguna sustancia y fue una torta de marihuana que él ignoraba de qué estaba hecha y que sencillamente no le gustó; su pasión es la música y precisamente por ello está en el programa, en el patio, en Idipron. Se interesa por la lectura, por la cultura, por el arte. Cuida su aspecto, incluyendo su larga cabellera. Una de las mayores dificultades que enfrenta es la del transporte público, que le obliga a anticiparse mínimo dos horas antes de llegar a cualquier parte: vive en Soacha con sus padres y hermanos, de quienes no ha recibido, según cuenta, ningún maltrato o rechazo y sí afecto y comprensión. La otra es la constante presión que recibe en el trabajo por parte de compañeros e incluso jefes debido a su comportamiento.

Tan pronto se le ve, comienzan las sospechas. Algo en él es diferente.

Cuando comenzó a trabajar y los otros se dieron cuenta que no era como ellos: no fuma, no dice groserías, está limpio y es educado en cuanto a modales y formación: ha cursado 3 semestres de música en la universidad, de inmediato le rechazaron, luego pretendieron transformarle, les resultaba inaceptable por ser tan ‘diferente’. Y la pugna es constante, lo que hace que el ambiente laboral a veces se torne incómodo, además que para alguien como él que no estaba acostumbrado a una dura labor, resulta un trabajo demasiado pesado. Sin embargo, lo hace llevadero en la medida en que sirve a su propósito, que está bien claro: mostrar la luz a través de la música que hace. Joel toca la guitarra y pertenece a una agrupación de metal pesado de orientación cristiana que paradójicamente se llama Dark Soul —alma oscura—, con la que tuvo una de las más gratas experiencias vividas en sus diecinueve años: un ‘toque’ en Zipaquirá. Se presentó con su banda en un teatro del municipio al norte de la Sabana de Bogotá, llevando su mensaje positivo. Invitan a la gente a que vea la luz, una luz que ilumina el camino, una luz que no ciega como la que vio Dante al final de su Comedia y que descubran a Cristo, un Cristo que ama y acepta a cada uno como es y sólo le pide que cambie un poco y si no lo hace, le deja a su libre albedrío, no como quienes quisieran un Joel que no es y no aceptan al que encuentran: ciegos de los que no quieren ver…

Este joven además de librar la dificultad que le implica ser distinto a la mayoría que ahora le rodea, como alguien de su edad y con sus convicciones, debe enfrentar duras batallas con la tentación, con la duda, con la soledad. Y hacerlo precisamente solo, sin contar con nadie, sin contárselo a nadie y lejos de su familia que ha sido siempre su apoyo. Pero sabe que cada uno de sus compañeros, igual que él, tiene otra vida más allá del programa que no siempre sale a flote cuando está en la unidad educativa o el sitio de trabajo o que solamente se manifiesta de forma subrepticia…

¿Y por qué un chico que podría tener las posibilidades acepta voluntariamente transitar el difícil camino que deben recorrer los que no?

Joel decidió apartarse concientemente de una sociedad que conciente pero no es consciente. Él quiere ganarse las cosas, luchar por ellas, ser independiente, no convencer a sus padres para que le den lo que él bien puede obtener con su propio esfuerzo. Es curioso que en medio de puñados de manos que se tienden esperando recibir algo, haya una que se aparta para empuñar una herramienta como otros agarran con fervor un arma para defender o arrebatar bienes ajenos y use como escudo una férrea convicción que los demás juzgan como débil sólo porque no es obtusa. Él siente que muchos de los fanáticos del black metal y otras corrientes musicales e ideológicas similares —los metaleros— son personas inteligentes pero que están enfocados hacia la oscuridad y eso los hace destructivos. En su caso él se enfoca hacia la iluminación, que entiende por sabiduría, por bondad pero sobre todo por comprensión y reconciliación. Por eso no tiene problema con escuchar jazz o música clásica ni tocar algo suave o popular. Y considera que muchos de los problemas de los jóvenes en el programa se deben precisamente a que en sus hogares o donde viven no han recibido esa comprensión y necesitan esa reconciliación, con ellos mismos, con los otros, con los que son diferentes o con quienes les han hecho sentir diferentes. Entre tanto Joel sobrelleva la situación que vive desde hace tres meses que entró en el programa y dice que es mejor sufrir un rechazo temporal que una caída de la cual no pueda levantarse jamás, por eso no cede a la tentación, no se deja dominar por la curiosidad (frente a las drogas por ejemplo), no se amilana por el trato que le dan, ni abandona sus creencias y le indigna que unos pocos ‘pudran’ a los demás, es decir sean una mala influencia, les desvíen de sus buenos propósitos. También ha aprendido a superar los prejuicios que tenía frente a personas como aquellas con las que ahora convive…

En lo que dice no hay asomo de irritación, no hay la fatiga del sacrificio forzado. Hay devoción, hay serenidad, acaso un poco de resignación frente a lo que por más esfuerzo no cambiará. Como el suspiro que exhalaría un exhausto Jesús, harto de predicar a gentes que esperan tan solo su punto final para que comience a hacer los milagros por los que vinieron desde tan lejos y que han soportado su homilía, por la multiplicación de los peces y los panes de la que oyeron hablar.

Al terminar, guarda silencio un momento, esboza una afable sonrisa y se retira con gentileza.

—Gracias —, me dice antes de irse. —A veces es bueno tener alguien con quien hablar.

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febrero 26, 2007

Amnemónico - Colaboración desde Bogotá


AMNEMÓNICO
Pablo Estrada


Dicen, yo no sé, que los consumidores habituales de cannabis tienen mala memoria. Aunque no fumo hierba, mi capacidad para recordar no es una de mis cualidades, si es que acaso tengo alguna. Hay que advertir que la memoria es algo complicado. Siempre existen muchos recuerdos que por una razón traumática o algo semejante, quizá mera aversión a lo que se relacione con ellos, se reprimen. Es mucho, especialmente los detalles, lo que se nos escapa a la hora de recordar. Somos poco observadores y eso que lo que más se los queda son las imágenes visuales. Podría decirse que, en general y al contrario de lo que afirma Saramago para justificar su más reciente libro, sufrimos de amnesia sensitiva, no recordamos hedores, sabores, texturas, gemidos. De vez en cuando detectamos un perfume, una acritud, una suavidad, una risa que nos llama la atención pero no conseguimos relacionarla con algo concreto. Olvidamos rostros y melodías. Es por eso que no recuerdo cómo y dónde nos vimos aquel lunes. Lo demás se conserva en mi memoria, a pesar de todo, como las manchas en las sábanas de los moteles.

Terminamos esa noche en un legendario cuchitril con un casi sórdido ornato, una especie de vintage gore, que muchos decoradores de interiores estarían dispuestos a plagiar. Un cuadro de una pareja que es como extraída de algún relato de Bukowski y puesta en un parque de barrio bogotano me sobrecogía cada vez que la veía. Es como ese deteriorado tramp steamer donde mata su soledad, en un desvencijado camarote de la embarcación, Maqroll el Gaviero: el personaje más ficticio de la literatura colombiana. Ese lugar y su viejo regente, llamado curiosamente Homero –uno que parece jamás regresó de su odisea– me hacían pensar en un nazi que se quedó a vivir en un búnker después del final de la segunda guerra mundial. Un damnificado que permanece entre los escombros para siempre. Un capitán que se hunde con su barco. Es como una oda al estropicio. Una obra hecha de estragos del tiempo y jirones de la historia. Una escultura elaborada intencionalmente para que se oxide. Fuimos allá gracias a que es uno de los pocos sitios donde se abren las puertas a esa puta que casi nadie quiere, que muchos toman y dejan, explotan, maltratan y niegan, de la que todos hablan y casi ninguno realmente conoce y, ¡ay!, sólo unos cuantos tontos aman: la poesía. Y como nos creemos, a ratos, poetas pues...

El día lo recuerdo y también la fecha: septiembre once. Se celebraban los cinco años del hermoso espectáculo televisivo conocido popularmente como 9-11, que fue mejor que la miniserie sobre la guerra del golfo o la transmisión en directo de la captura y en diferido de la ejecución de Sadam Hussein. También se conmemoraba la funesta fecha de la toma del poder y el inicio de la sangrienta y cruel —como todas— dictadura militar de Pinochet. Y la no menos lamentable muerte de Peter Tosh, en oscuras circunstancias a la larga muy claras excepto para las autoridades —probables perpetradoras subrepticias del crimen. Pero dejando de lado política e historia para no ensuciar más el texto y volviendo a la puta poesía: se leyó un poema ‘comprometido’ de Federico García Lorca —no le digo Lorca porque soy muy conservador en cuestiones patronímicas y no me gusta llamar a alguien por su segundo apellido, el materno, por más gay o feminista que sea— que no me gustó en lo absoluto. Tenía visos de anti-imperialismo hecho desde Nueva York, el verdadero vientre de la bestia, al estilo Martí: me cago en USA después de haber disfrutado de los privilegios de la ‘libertad americana’ hasta donde el bolsillo lo permite…

Luego un tipo que estaba en la mesa, donde nos reunimos varios, leyó lo suyo. Igualmente malo, para mi gusto. Después vino el monólogo de mi amigo: una buena muestra de su talento como actor y como locuaz hombre de letras sin academia, sobre todo porque se suponía parte de una conversación. Entonces apareció en escena un cantautor de antaño, con voz de ángel, una preciosa y costosa guitarra y puñados de historias al lado de los más reconocidos, antes o después de su momento de gloria, en la aurora o en el ocaso, jamás en esa plenitud entre el mediodía y las tres de la tarde. También yo leí y arranqué risas a ese grupo de escépticos, cínicos e ilusos romanticotes perdedores. Y yo era uno de ellos, con la diferencia de que no tenía nada que contar, o sea nada que perder o que hubiera perdido (excepto un padre muerto y una novia ingrata); en cambio ellos, incluido mi amigo, habían estado cerca o sobre la cresta de la ola pero su tabla de surf había tambaleado y habían caído y tragado agua y mordido la arena y ahora trataban de esforzarse para conseguir recordar con precisión un nombre, un lugar, una canción perdidos en el tiempo. Sabiendo que la memoria es la más traicionera de las hembras.

De pronto, Homero —que no tiene nada de Homer Simpson y me refiero al personaje de la novela El día de la langosta de Natahanael West— gritó, en medio de charla y rememoraciones fallidas:

—¡AHÍ!—Y señalaba un punto exacto, como si hubiese visto asomarse una indiscreta rata o el Sr. Spock y el Capitán Kirk de Star Trek repentinamente se materializaran en un antro del centro de una de las ciudades más peligrosas y raras del planeta Tierra, 2600 metros más cerca de su bitácora habitual de viaje.

El viejo logró inquietarme. Pensé que se había chalado definitivamente. Habló entonces y explicó que ‘ahí’ mismo era donde se había sentado Raúl Gómez Jattin —no le digo Jattin porque soy muy conservador en cuestiones patronímicas y no me gusta llamar a alguien por su segundo apellido, el materno, por más gay o feminista que sea. Entonces el cantautor del que no recuerdo el nombre mencionó esa especie de leyenda urbana sobre Gómez Jattin (insigne poeta maldito que tanto psiquiatras como críticos literarios no dudarían en calificar de enfermo mental o más prosaicamente loco, igual que a Van Gogh o a Dalí, y quien escribió algunos de los poemas obscenos y malsanos más bellos de nuestra literatura y se suicidó en medio de la angustia, la desesperación, el hambre y la miseria arrojándose a un bus), Kid Pambelé (Antonio Cervantes, antiguo boxeador campeón mundial en la categoría welter, caído y vuelto a caer en la desgracia, la pobreza y el vicio, el olvido no: reconocidos baluartes de la costa atlántica, coterráneos suyos, como Carlos Vives o Efraim Medina le consideran un héroe de carne y hueso) y Joe Arroyo (el cantante de música tropical de nuestro país más reconocido en el mundo entero, no sólo el tercero —es ampliamente difundido y aplaudido en África— sino en los países desarrollados), los tres ídolos costeños reunidos en El Cartucho, el epicentro nacional de expendio y consumo de estupefacientes: la Dite de este infierno, nada divino pero muy cómico, eso sí. La gran ‘olla’, hoy supuestamente desmontada gracias al continuo esfuerzo de las últimas administraciones locales. Con lo cual dejaron a la ciudad desprovista de una importante atracción turística: cada europeo, gringo o japonés ávido de drogas quería, estando en el país de las maravillas, atravesar el espejo y comprar alegría en polvo o liada en forma de pitillo. Ya los otros habían oído aquel relato de realismo mágico convertido en realismo sucio y con personajes venidos directamente de las inmediaciones de Macondo a la fría capital, pero ahora el cantautor agregaba que conocía personalmente a un testigo presencial del acontecimiento: lo indispensable para ponerle ese sabor de verosimilitud a la leyenda.

Se contaron más pero las he olvidado o ni presté atención mientras las contaban, en medio de poemas y canciones, anécdotas y ficciones, pues especulaba acerca de cuántos turbios antros, mohosos cuchitriles, sórdidos tugurios, mezquinos arrabales, desolados parques, deprimentes plazas, ocultos callejones, oscuros pasajes, exiguos bares, inmundas cantinas, sombrías tabernas, horripilantes tascas, míseros cafetines, ridículos chiringuitos, kioscos desvencijados, grotescos garitos, casas de citas deprimentes, maltrechos burdeles, vulgares lupanares, fétidas fondas, lóbregas pocilgas, pensiones de mala muerte, roñosos albergues, sótanos espeluznantes, lúgubres buhardillas, deslucidos desvanes, cuartuchos mugrientos, pringosas mazmorras, tétricas trincheras, patéticas barracas, pútridos agujeros, pozos infectos, fosas comunes y corrientes, cuevas barranquilleras y grutas simbólicas habrían albergado alguna vez a la fauna literaria desde Villon hasta Bukowski, pasando por Rabelais, Baudelaire y Rimbaud, Genet y Cocteau, Burroughs y Kerouac, Hamsun, Fante, Jim Thompson, Hart Crane, Cavafis, Li Po, Dylan Thomas, Jack London, toda la bohemia de Henri Murger a Céline y Miller, nuestros Barba-Jacob y Gonzalo Arango… y qué majestuosas monstruosidades no habrían visto la luz y la oscuridad al tiempo allí y no en ningún McDonald’s, ni Hard Rock Café o Juan Valdez, ni Hotel Ritz-Carlton. Cuando dejé de divagar me di bruscamente cuenta que estaba inmerso sin quererlo en lo que profanos e iniciados, propios y extraños, llamarían tertulia. Y no me sentía muy cómodo que digamos, afortunadamente sabía que seguramente iba a olvidar todo aquello: estábamos bebiendo y el licor es buen antídoto contra la memoria.

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febrero 09, 2007

De Principio a Fin - Colaboración de un Náufrago


DE PRINCIPIO A FIN
Pablo Estrada

I

CÓMO TERMINA UN BUEN COMIENZO

No estoy seguro si estaba a punto de quedarme dormido dentro de un microbús durante un embotellamiento o si iba caminando sin rumbo por las calles de esta ciudad cuando llegué a una especie de estúpida conclusión:

Casi todo lo que empieza bien termina mal…
salvo en ocasiones en que lo que empieza mal termina peor.
Lo bueno es que cada vez duele menos…
pero eso no es cierto, sin embargo uno tiene que creérselo…
si quiere seguir adelante o al menos vivo.

Es en esos casos que uno considera el suicidio como una gran opción o se le hace que darse por vencido después de haber estado luchando o siquiera resistiéndose es casi heroico. El caso es que me tocó vivir en carne propia aquella patética irreflexión.

*

Todo comenzó bien. Recibí un correo de alguien a quien lanzo mis mensajes. Me preguntaba si tenía empleo y me comentaba de una posibilidad para la que yo parecía idóneo. ¿Chulo de putas? ¿Recolector de basura? ¿Policía de biblioteca? No. Era para escribir en una revista. Vaya, vaya. Qué oferta, ¿eh? Y era precisamente en un lugar donde había trabajado el año anterior y en el que me había hecho cortar el pelo para poder seguir y a la postre había sido despedido y demás mierdas típicas del sistema laboral. Lo hacía supuestamente como profesor, ahora iba a ser redactor. Algo más acorde. Eso si pasaba las pruebas. Me presenté a ellas y las pasé. Tampoco es que fuera difícil, aunque como siempre estaba muy inseguro de mí mismo, o más exactamente estaba seguro que no lo lograría. Sobre todo porque poco tiempo atrás había llevado la hoja de vida para reintegrarme como profesor sustituyendo al que se había ido, por recomendación de un ex colega que había hecho tal procedimiento, es decir: ya que nos habían despedido en el lugar donde trabajábamos, que a su vez suscribía un contrato que le fue cancelado por incumplimiento con el instituto en cuestión, se presentó por su cuenta, directamente con el instituto y fue contratado y despedido justo cuando ingresé. Que conste que no le corrí la butaca: él era profesor de sistemas. El caso es que me aceptaron sin mayores dificultades, como nuevo redactor de la revista que estaba en proceso de cambio: renovación tanto de imagen como de contenido. Así que de repente había firmado un contrato de prestación de servicios por 3 meses con la posibilidad de renovarlo y mantenerme un buen tiempo y mejorar el salario que era de un millón de pesos (no me pagaban más por no ser profesional, dijeron; habría que hacer algo al respecto) y el horario y la labor era de periodista, o sea que se entraba a las 10 a.m. (qué buena hora, eh) y se salía a las 7 p.m. pero podían llegar las 11 p.m. o incluso al cierre de la edición seguir de largo, lo cual no me molesta demasiado. No me lo podía creer y me reservaba mis dudas: todo resultaba sospechosamente bueno, casi perfecto, ideal. Cuando me dirigía a mi primer día de trabajo, informado que el diseñador y una chica que iba a trabajar con nosotros ya estaban también listos para conformar junto con el otro redactor el nuevo equipo de trabajo, me dije a mí mismo: el otro redactor que sí es periodista parece un tipo aburrido y demasiado serio (y como hacía poco había dicho que ahora sólo me iba a relacionar voluntariamente con quienes fueran como yo y me aceptaran y quisieran como soy, no estaba dispuesto a relacionarme con él más de lo estrictamente necesario), el diseñador debe ser un ñoño de enormes gafas y con esa pinta actual de estúpido descuidado y la chica debe ser una insoportable y desagradable fea que no atrae ni desgracias. Y el jefe ha de ser un cabrón como todos los putos jefes de todos los putos trabajos de todo el puto mundo durante toda la puta historia de la puta humanidad.

Y cuando llego, oh sorpresa. El jefe es un sujeto preparado de verdad, todavía joven, estricto pero aparentemente correcto, no se muestra tacaño y tiene criterio. El periodista que será mi compañero se parece a mucho a mí. Ha estado metido en el mundo de la literatura y de la música, inicialmente con el rock, ahora con el jazz, y por supuesto todo lo que ha sacado de ahí es una enorme nada y montones de recuerdos e historias que contar. Tocó en una banda de metal —Nosferatu— y en una de blues —Isidore Ducasse—, tiene un par de programas en la radio, le gusta beber, es virgo, en fin… El diseñador es el característico bacán de cabello largo y piercings al que en general todo le importa un culo, pero sabe cómo vivir la vida. Está terminando bellas artes y su trabajo tiene que ver con intervenciones urbanas con fotografía y video... Le gusta la música electrónica, las drogas sintéticas y el rock a veces. Se la pasa comiendo avena, le encanta la Coca-Cola y casi no bebe. Y la chica, ¡demonios!, la bendita chica es preciosa, habla francés y usa perfume francés, está terminando relaciones internacionales, tiene unas manos bellísimas, es amable, descomplicada y muy inteligente... El único defecto que tiene es un novio que ella misma considera ñoño (también habría que hacer algo al respecto)… Parecía que por primera vez la vida me estaba retribuyendo algo de lo que me debía...

Pronto tuve mi carné que decía 'prensa' y mi grabadora portátil y un PC en la oficina para mí como dotación en mi propio escritorio. Eso era hermoso... como la compañía de la chica aquella y las historias de mi colega de situaciones en las que habíamos coincidido hace mucho sin conocernos. Mi trabajo consistía, entre otras cosas, en salir a buscar historias de vida de quienes están en el programa del instituto y escribir crónicas y reportajes con énfasis en la temática social que allí hay, que es delincuencia o crimen, drogas y cultura popular como el hip hop por ejemplo, además de eso, establecer relaciones con medios y participar de la creación de un centro de información y del proceso de impresión de la revista… Sonaba bastante bien. Pero antes debíamos empezar con la organización de un evento de lanzamiento del número de la revista que ya estaba. Llegué a involucrarme tanto que por primera vez tenía eso que la gente llama sentido de pertenencia y que no es algo que se imponga, sino que surge por sí mismo como la sinceridad o la lealtad. En fin, que todo iba muy bien...

II

LO SOSPECHÉ DESDE UN PRINCIPIO
(RELATO DE UN NAUFRAGO)

Donde manda capitán no manda marinero
pero cuando el capitán sale a comer
los marineros se toman el barco
y cuando hay naufragio
las ratas son las primeras
que abandonan el barco
y el capitán el que se hunde con él
pero eso no me importa
porque no conozco el mar
y ni siquiera sé nadar.

Desde la primera hasta la última reunión en la que estuvimos los mismos la metamorfosis fue muy kafkaiana. En la primera llegué a temer convertirme en un burócrata. Entonces todo era prometedor y existía el riesgo de permanecer e ir transformándome en uno de esos bichos. Esa vez hubo un tonto incidente con una pizza pedida a domicilio que no fue traída tal cual se ordenó y por tanto fue devuelta. Un gesto que no me gustó, a mis compañeros del grupo tampoco. Hubo más reuniones y más incidentes, ese sólo fue el primero. Y la cosa fue en detrimento. Un día la chica me dio a mí primero la terrible noticia de su partida. Tenía una mejor oferta de trabajo y se marchaba. Eso era una tragedia para mí, pues estar cerca de ella, de quien creía haberme enamorado, era la mejor razón para levantarme cada mañana e ir a trabajar y soportar lo que fuera con tal tenerla ahí, a mi lado, albergando una insensata ilusión que alimentaba como a un pájaro herido que me hubiese encontrado y que de todas maneras muere. Luego ella lo comunicó a los demás y la reacción del director no se hizo esperar: desconoció y descalificó toda la labor que había hecho y a pesar de ello seguiría haciendo. En una reunión le dijo:

—Entonces nos abandonas antes que el barco…

Mi colega le interrumpió y terminó la frase diciendo:

—…naufrague.

El jefe le reconvino diciéndole:

—Usted y sus comentarios salidos de tono… —O algo así y completó la oración como lo tenía planeado: —…antes que el barco llegue a buen puerto.

Con la partida de la chica, me quedaba la compañía de mi socio con quien me entendía bien y bebía bastante. Eso era alentador. Pero también él se marchó. ¡Diablos! Me estaba quedando solo. Y con el otro que restaba había que andarse con cuidado. Había conseguido un contrato por un año como premio a su incondicional compromiso: llegó a trabajar sin remuneración al comienzo. La chica desapareció poco a poco hasta hacerlo definitivamente, dejándome un gran vacío. Y aunque ya me lo temía y me dije como El Chapulín Colorado ante lo evidente: Lo sospeché desde un principio, me negaba a aceptarlo y aún no lo hago del todo. También concluía lo mismo con respecto a mi cese de actividades. En fin. Hubo una reunión más en la que me anunciaron que no se haría más la revista y apenas expirara mi contrato temporal en febrero, volvería al mullido abismo del desempleo. ¡Mierda! Y para colmo de falta de motivación, me demoraron el pago y no me dieron la semana de vacaciones que a los demás sí. Así que allí estaba, los primeros días de enero, caminando –me tocó ir a pie al trabajo porque se me agotaron los recursos y las posibilidades de más préstamos– no hacia ninguna parte como solía hacerlo, sino hacia mi triste final. ¡Vaya, vaya! ¡Y hacía un calor de los mil demonios! Me reconfortaba solo pensando en que si la revista no iba más, después de todo, el barco SÍ había naufragado.

III

AL FINAL NADA ES COMO SIEMPRE

Siempre alguien tiene que ceder
alguien hace el trabajo sucio
alguien paga los platos rotos
es el conejillo de indias
o el chivo expiatorio
se queda mientras los demás se van
sale pero no come papas
siempre alguien tiene que perder
ser el último de la fila
al que nunca le toca
con el que nadie baila…
Y pensar que siempre creí ser nadie
y ahora me doy cuenta que soy alguien
‘ese’ alguien.

Después de todo —una relación de años, una chica por la que hice mi mejor intento, un amigo por quien sentí respeto y en quien confié para nada, uno de tantos grupos de poesía, un empleo que pensé iba a sacarme por fin de la miseria— lo único que tengo entre manos es una gran nada. Eso lo usé para alguno de mis poemas, pero así es. En últimas estoy como antes: en la nada y con nada y las pocas ilusiones que alimenté hoy mueren de hambre. Más de una vez he leído en textos que hablan sobre el proceso creativo en la escritura que si se va a realizar una obra a partir de una emoción o impresión que se ha tenido se debe procurar establecer entre una y otra una prudente distancia que ayuda a su elaboración satisfactoria. ¡Y una mierda! No voy a esperar mil años a envejecer para poder narrar lo que me está sucediendo en este preciso momento y si lo que se produce está ‘viciado’ por la proximidad y el ímpetu de las sensaciones, me importa un soberano ano. Pues que no sea considerado una obra o parte de un proceso creativo, tamizado por la intención estética, y ya. Para mí hoy comienza el conteo regresivo hasta llegar al día 0 que es cuando termine mi contrato y deba irme y regresar a mi nada de siempre, llevando conmigo la misma inexperiencia de las veces anteriores, la misma desilusión que se repite, la misma desgracia inexorable y el mismo infortunio eterno. Por ahora aprovecho el tiempo que me queda en la oficina con un PC e Internet al alcance de las manos para escuchar música y ver videos. Y me preparo para disimular mis sentimientos esa última vez que tenga que salir con el rabo entre las piernas y perderme en esa espesa neblina que no permite vislumbrar camino alguno y que bien supieron denominar los punks ingleses como No Futuro. Sin embargo todavía no puedo cantar victoria y darme por vencido de una vez por todas: en mi vida nunca nada ha sido completo, ni la derrota siquiera y hasta mis fracasos se frustran. Existe una remota posibilidad de seguir con empleo y yo me aferro a ella como un naufrago que no sabe nadar a una tabla que flota: sin mucha convicción.

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agosto 25, 2006

Quise - Colaboración de un seguidor incansable


QUISE
Pablo Estrada

he sido mendigo y un payaso
un poeta una estrella, en junio me haré
una bola y moriré
Allen Ginsberg

Quise ser un vaquero solitario con un cigarrillo apagado en la boca y un enorme sombrero de cowboy blanco como Lucky Luke, acompañado de Lucy Liu en vez de el indio Tonto; poco importaba si cabalgaba por los cañones y las praderas españolas o italianas de un spaghetti western, sólo quería entrar en un lugar con puertas batientes de madera donde no vendieran hamburguesas, pero sirvieran la cerveza en jarro y hubiese un negro (como el de Casablanca) al piano y rubias americanas y morenas chicanas bailando can-can alegremente y de vez en cuando se oyeran disparos fuera y corriera la aterradora expectativa de que algún forajido entrara en busca de duelo.

Quise ser un resistente boxeador peso pluma o mejor paja (¡existe!) o mini-mosca, convertido en la más reciente promesa blanca del ring: la revelación andina; un pugilista ligero como la ropa de las actrices porno, hábil como un manager o un hombre de negocios, con el aguante de un mueble viejo y un uppercut demoledor que resquebrajara la mandíbula de cristal de mis más espigados retadores y derribara alguno antes que me arrinconara contra las cuerdas y me tumbara sobre la lona, que sacara fuerzas de donde no hay como Rocky Balboa y terminara sus días como Jake La Motta: un viejo Toro Salvaje, reparando en su vida frente al espejo de un camerino.

Quise ser un motociclista renegado, una rara mezcla de Bobby Sixkiller o Seis muertos y Peter Fonda siendo el harlista hippie de Easy rider, un seductor circunspecto que dejara una amante quinceañera en cada estación de gasolina o bar de carretera en el que se detuviera; o el protagonista de una road movie, al volante de un Mustang 74 rojo convertible, con una chica fogosa, lista y atrevida –como la que tengo, perdón, la que tenía: una sexy mulata, o una despampanante (¿qué diablos es despampanar?) rubia con labios de silicona y pechos del mismo material o incluso la bella y exótica hija de un rudo militar americano y una exuberante guerrillera vietnamita.

Quise ser el cantante de una banda de Glam Rock de los 80, con largos y abundantes cabellos teñidos de rubio, rouge y rimel en la cara y pendientes de primera dama en las orejas, pantalones ajustados de cuero y botas de piel de serpiente, con compañeros igualmente melenudos y ruidosos, con talante y sin talento, adictos –como yo– al sexo, las drogas y el rock n’ roll; que estuviese en el negocio del espectáculo sólo por diversión, fama y fortuna, que fingiera su propia muerte y le regalara a la prensa un falso cadáver bien parecido (a él) comprado a buen precio en la morgue y que se retirara a disfrutar en la clandestinidad de sus regalías y su éxito de antaño.

Quise ser un escritor que hubiese querido ser un vaquero solitario, un resistente boxeador, un motociclista renegado, el protagonista de una road movie, el cantante de una banda de Glam Rock de los 80, un ramone, en eterno adolescente, la reencarnación de Jim Morrison, un gemelo que perdió a su hermano en la infancia, lo que le causó un severo trauma haciéndole crecer negándose a aceptar la pérdida, a tal punto que en un trastorno disociativo crea una personalidad doble y actúa como su hermano muerto y él mismo simultáneamente, termina desarrollando una sicopatología criminal y asesina a todo el que se atreve a decir que no hay dos sino uno.

Quise ser, pero no soy… ni seré… Y lo digo con los ojos aguados, los puños apretados, la vista fija en una botella de scotch sin destapar que me obsequió mi madre y Throught the rain de Cinderella sonando en el estéreo.

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