LAS FILIGRANAS DE PERDER

octubre 03, 2007

El Mercado de Invierno - William Gibson


Para quienes están interesados en profundizar en este texto, y para los amantes del cyberpunk, hemos publicado en este mismo Blog un "deshuese" de este cuento. Adicionalmente, nuestro miembro fundador Alex Acevedo hizo el ejercicio de escribir una segunda parte de este cuento, llamada Liz Binaria, el Webmaster Inestable y la Inmortalidad en General, que está publicada en el Blog del Taller "En la Inmunda".



EL MERCADO DE INVIERNO
William Gibson

Llueve mucho, aquí arriba; hay días de invierno en que realmente la luz no llega en absoluto, sólo un gris brillante, indeterminado. Pero en cambio hay días en que parece que corriesen de pronto una cortina para encandilar con tres minutos de montaña suspendida, iluminada por el sol, la marca de fábrica al comienzo de la propia película de Dios. Así era el día en que llamaron sus agentes, desde lo profundo del corazón de su pirámide espejada de Beverly Boulevard, para decirme que ella se había fusionado con la red, que se había pasado al otro lado definitivamente, que Reyes del sueño iba a ganar tres de platino. Yo había editado la mayor parte de Reyes, había hecho los mapas cerebrales y había repasado todo con el módulo de barrido rápido, de modo que estaba en la cola para cobrar mi parte de derechos de autor.

No, dije, no. Y luego sí, sí, y les colgué el teléfono. Agarré la chaqueta y bajé las escaleras de tres en tres, directo al bar más cercano y a un desmayo de ocho horas que terminó en un saliente de hormigón a dos metros por encima de la medianoche. Agua de False Creek. Luces de ciudad, aquel mismo cuenco de cielo gris, más pequeño ahora, iluminado por tubos de neón y de vapor de mercurio. Y nevaba, copos grandes, aunque no muchos, que al tocar el agua negra desaparecían sin dejar rastro. Miré hacia abajo y vi los dedos de mis pies que sobresalían del borde de hormigón, el agua entre ellos. Llevaba zapatos japoneses, nuevos y caros, boas de piel de Ginza con remate de caucho en las puntas. Me quedé allí de pie un buen rato antes de dar aquel primer paso atrás.

Porque ella estaba muerta, y yo la había dejado partir. Porque ahora ella era inmortal, y yo la había ayudado a encontrar ese estado. Y porque sabía que esa mañana me llamaría por teléfono.



Mi padre era ingeniero de sonido, ingeniero de grabaciones en estudio. Hacía mucho tiempo que estaba en el negocio, incluso desde antes de la tecnología digital. Los procesos en los que intervenía eran en parte mecánicos, con esa cualidad aparatosa, casi victoriana que se encuentra en la tecnología del siglo veinte. Él era ante todo operario de torno. La gente le llevaba grabaciones de audio y él pirogrababa los sonidos en surcos sobre una placa circular de laca. Luego, la placa era galvanizada y empleada en la construcción de una prensa que imprimiría discos, esas cosas negras que se ven en las tiendas de antigüedades. Y lo recuerdo una vez, pocos meses antes de morir, contándome que ciertas frecuencias –transitorias, creo que las llamó– podían fácilmente quemar la cabeza, la cabeza cortante, de un torno de grabación. Esas cabezas eran increíblemente caras, así que uno impedía que se quemasen con algo que se llamaba acelerómetro. Y en eso estaba pensando, allí de pie, con los dedos de los pies por encima del agua: la cabeza, ardiendo.

Porque eso fue lo que le hicieron.

Y eso era lo que ella quería.

Lise no tuvo acelerómetro.



Desconecté mi teléfono cuando iba hacia la cama. Lo hice con la punta de un trípode alemán de estudio cuya reparación iba a costar el sueldo de una semana.

Desperté un extraño tiempo después y tomé un taxi de regreso a Granville Island y a la casa de Rubin.

Rubin, en un sentido que nadie entiende del todo, es un maestro, un profesor, lo que los japoneses llaman un sensei. De lo que es maestro, en verdad, es de la basura, de trastos, de desechos, del mar de objetos abandonados sobre el que flota nuestro siglo. Gomi no sensei. Maestro de la basura.

Lo encontré, esta vez, sentado en cuclillas entre dos máquinas de percusión de aspecto cruel que no había visto nunca: herrumbrosas patas de araña dobladas hacia el corazón de constelaciones de latas de acero recogidas en los basureros de Richmond. Nunca llama “estudio” al sitio donde trabaja, nunca se refiere a sí mismo como “artista”. “Perder el tiempo”, dice para describir lo que hace, que aparentemente ve como una extensión de tardes infantiles perfectamente aburridas en patios traseros. Deambula por ese espacio atascado, lleno de basura, una especie de minihangar adosado a la parte del Mercado que da sobre el agua, seguido por la más inteligente y ágil de sus creaciones, como un Satanás vagamente afable empeñado en la elaboración de procesos cada vez más extraños en su continuo infierno de gomi. He visto a Rubin programar sus construcciones para identificar y atacar verbalmente a los peatones vestidos con prendas del diseñador más famoso de una estación dada; otras construcciones se ocupan de misiones más oscuras, y unas pocas parecen construidas con el único propósito de reconstruirse con el mayor ruido posible. Rubin es como un niño; también vale mucho dinero en galerías de Tokio y París.

Así que le conté lo de Lise. Me dejó hablar, sacármelo de adentro, y luego asintió con la cabeza. –Ya sé –dijo–. Un imbécil de la CBC ha llamado ocho veces. –Bebió algo de una taza abollada.– ¿Quieres un Wild Turkey sour?

–¿Por qué te llamaron?

–Porque mi nombre aparece en la contracarátula de Reyes del sueño. En la dedicatoria.

–Todavía no lo he visto.

–¿Ya trató de llamarte?

–No.

–Lo hará.

–Rubin, está muerta. Ya la cremaron.

–Ya lo sé –dijo–. Y te va a llamar.


Gomi

¿Dónde termina el gomi y empieza el mundo? Los japoneses, hace un siglo, ya habían agotado el espacio para gomi alrededor de Tokio, así que propusieron un plan para crear espacio con gomi. Hacia el año 1969 se habían construido una islita en la bahía de Tokio, hecha de gomi, y la bautizaron Isla del Sueño. Pero la ciudad seguía vertiendo nueve mil toneladas diarias, así que construyeron Nueva Isla del Sueño, y hoy coordinan todo el proceso, y nuevas niponas emergen del Pacífico. Rubin ve todo esto en los noticieros y no dice nada.

No tiene nada que decir sobre el gomi. Es su medio, el aire que respira, algo en lo que ha nadado toda la vida. Recorre Greater Van en una especie de camión decrépito construido recortando un antiguo Mercedes utilizado para llevar carga en el aeropuerto, y con el techo oculto bajo una ondulante bolsa de caucho llena de gas natural. Busca cosas que encajen en el extraño diseño garabateado dentro de su frente por lo que sea que le sirve de Musa. Trae más gomi a casa. Algunas piezas son todavía operativas. Algunas, como Lise, son humanas.

Conocí a Lise en una de las fiestas de Rubin. Rubin organizaba muchas fiestas. Nunca parecía disfrutarlas, pero eran fiestas excelentes. Perdí la cuenta, aquel otoño, de la cantidad de veces que desperté en una plancha de gomaespuma oyendo el rugido de la anticuada máquina de exprés, un deslustrado monstruo rematado con una enorme águila cromada, un ruido escandaloso que reverberaba en las paredes de metal corrugado del lugar, pero que era muy reconfortante: había café. La vida continuaría.

La primera vez que la vi: en la Zona de Cocina. No se podía llamar exactamente cocina a aquello, sólo tres refrigeradoras y una placa de calor y un horno de convección roto que había venido entre el gomi. La primera vez que la vi: tenía la refrigeradora sólo-cerveza abierta, la luz salía a raudales y alcancé a ver los pómulos y la determinación de aquella boca, pero también alcancé a ver el brillo negro del policarbono en la muñeca, y la lustrosa llaga que el exoesqueleto le había dejado allí. Estaba demasiado borracho para procesar, para saber qué era, pero sí supe que no era momento para fiestas. Así que hice lo que la gente solía hacerle a Lise, y pasé a otra película. Fui a buscar vino al mostrador junto al horno de convección. En algún momento miré hacia atrás.

Pero ella me encontró de nuevo. Fue a buscarme dos horas más tarde, zigzagueando entre los cuerpos y la basura con esa terrible gracia programada en el exoesqueleto. Supe entonces lo que era, al verla acercarse, demasiado avergonzado ahora para esquivarla, para correr, para balbucear alguna excusa y salir. Clavado allí, rodeando con el brazo la cintura de una chica que no conocía, mientras Lise avanzaba –era avanzada, con esa gracia burlona– directo hacia mí ahora, con los ojos ardiendo de wizz, y la chica se había soltado para marcharse en un silencioso pánico social, se había ido, y Lise estaba allí, frente a mí, apoyada sobre la delgadísima prótesis de policarbono. La miré a los ojos y era como si oyeras los gemidos de la sinapsis, un alarido imposiblemente agudo mientras el wizz le abría todos los circuitos del cerebro.

–Llévame a casa –dijo, y las palabras me golpearon como un látigo. Creo que sacudí la cabeza–. Llévame a casa. –Había allí niveles de dolor, y sutileza, y una crueldad asombrosa. Y supe entonces que nunca me habían odiado, nunca, tan profunda o totalmente como esa niñita perdida me odiaba ahora, me odiaba por la forma en que yo había mirado, y luego apartado la mirada, junto a la refrigeradora sólo-cerveza de Rubin.

Entonces –si ésa es la palabra– hice una de esas cosas que uno hace y nunca sabe por qué, aunque algo dentro de uno sabe que nunca podría haber hecho otra cosa.

La llevé a casa.



Tengo dos habitaciones en un viejo edificio de apartamentos en la esquina de la Cuarta y MacDonald, décimo piso. Los ascensores suelen funcionar, y si te sientas en la baranda del balcón y te inclinas hacia atrás, apoyándote en la esquina del edificio de al lado, ves una pequeña ranura vertical de mar y montaña.

Ella no había dicho una palabra en todo el camino desde la casa de Rubin, y la borrachera se me estaba pasando y yo me sentía muy incómodo mientras abría la puerta y la hacía entrar.

Lo primero que vio fue el módulo portátil de borrado rápido que yo había traído del Piloto la noche anterior. El exoesqueleto la llevó por la polvorienta alfombra con ese mismo paso, el paso de una modelo por una pasarela. Lejos del alboroto de la fiesta, oía los ruidos metálicos que ese movimiento producía. Se detuvo allí, mirando el módulo de borrado rápido. Veía las costillas cuando ella se quedaba quieta así, se las adivinaba en la espalda a través del arañado cuero negro de la chaqueta. Una de esas enfermedades. De las antiguas que nunca han identificado del todo o de las nuevas –todas ellas demasiado evidentemente ambientales– a las que ni siquiera han dado nombre. No podía moverse sin ese esqueleto extra, y lo tenía conectado directamente al cerebro, con un interfaz mioeléctrico. Los tirantes de policarbono de aspecto frágil le movían los brazos y las piernas, pero un sistema más sutil, de incrustaciones galvánicas, le controlaba las manos delgadas. Pensé en patas de rana retorciéndose en un laboratorio de biología de escuela secundaria, y en seguida me odié por pensarlo.

–Esto es un módulo de borrado rápido –dijo, con una voz que yo nunca había oído, distante, y pensé que tal vez el efecto del wizz se estaba desvaneciendo–. ¿Qué hace aquí?

–Edito –dije, cerrando la puerta a mis espaldas.

–No me digas –y se echó a reír–. ¿De verdad? ¿Dónde?

–En la Isla. Un sitio llamado el Piloto Autonómico.

Entonces se dio la vuelta, la mano sobre la cadera echada hacia adelante, se balanceó –esa cosa la balanceó– y el wizz y el odio y una terrible parodia de lujuria saltaron hacia mi como una puñalada desde aquellos descoloridos ojos grises. –¿Quieres hacerlo, editor?

Y volví a sentir el latigazo, pero no iba a tolerarlo de nuevo. Así que la miré fríamente desde algún punto del núcleo aletargado por la cerveza de mi cuerpo andante, parlante, sano y totalmente normal, y las palabras me salieron de adentro como un escupitajo: –¿Sentirías algo si lo hiciera?

Un latido. Tal vez parpadeó, pero su cara no lo registró. –No –dijo–, pero a veces me gusta mirar.



Rubin está de pie frente a la ventana, dos días después de la muerte de ella en Los Ángeles, mirando la nieve que cae en False Creek. –¿Así que nunca te acostaste con ella?

Uno de sus tente-en-pies, una lagartija Escher con ruedas, recorre la mesa delante de mí con el cuerpo encogido.

–No –digo, y es verdad. Entonces me río–. Pero nos conectamos a fondo. La primera noche.

–Estabas loco –dice, con cierta aprobación en la voz–. Te podría haber matado. Se te podría haber parado el corazón, la respiración… –Se vuelve hacia la ventana.– ¿No te ha llamado todavía?



Nos conectamos a fondo.

Nunca lo había hecho. Si me hubieras preguntado por qué, te había dicho que yo era un editor y que eso no era profesional.

La verdad sería más bien algo así.

En el oficio, en el oficio legítimo –nunca he hecho porno– llamamos al producto en bruto “sueños secos”. Los sueños secos son descargas neuronales de niveles de conciencia a los que la mayoría de las personas sólo tienen acceso durante el sueño. Pero los artistas, el tipo de artistas con los que trabajo en el Piloto Autonómico, son capaces de romper la tensión superficial, sumergirse hasta lo hondo, bajar y salir, salir al océano de Jung y traer… pues, eso, sueños. No nos compliquemos. Supongo que algunos artistas siempre lo han hecho, en el medio que sea, pero la neuroelectrónica nos permite tener acceso a la experiencia, y la red lo recoge todo en los cables, de modo que podemos empacarlo, venderlo, ver cómo se mueve en el mercado. Bueno, cuanto más cambian las cosas… Es algo que a mi padre le gustaba decir.

Por lo común recojo el producto bruto después de pasar por un estudio, filtrado a través de varios millones de dólares en pantallas acústicas, y ni siquiera tengo que ver al artista. Lo que le damos al consumidor ha sido estructurado, equilibrado, convertido en arte. Todavía hay gente suficientemente ingenua como para creer que de verdad gozarían conectándose directamente con alguien a quien aman. Creo que la mayoría de los adolescentes lo prueban alguna vez. Desde luego, es muy fácil de hacer; Radio Shack te vende la caja, los trodos y los cables. Pero yo nunca lo había hecho. Y ahora que lo pienso, no sé si podré explicar por qué. Ni siquiera sé si quiero intentarlo.

Sí sé por qué lo hice con Lise, por qué me senté a su lado en mi diván mejicano y le conecté el cable óptico en el enchufe de la columna, el liso risco dorsal del exoesqueleto. Lo tenía muy arriba, en la base de la nuca, escondido bajo el pelo oscuro.

Porque ella aseguraba que era una artista, y porque yo sabía que estábamos trabados, por alguna razón, en combate total, y yo no iba a perder. Tal vez para ti no tenga sentido, pero es que nunca la conociste, o la conoces por Reyes del sueño, que no es lo mismo. Nunca sentiste el hambre que ella tenía, que no era más que una necesidad seca, horriblemente firme. La gente que sabe exactamente lo que quiere siempre me ha asustado, y hacía mucho tiempo que Lise sabía lo que quería, y no quería nada más. Y tuve miedo, entonces, de admitir que tenía miedo, y ya había visto suficientes sueños de desconocidos, en la sala de mezclas de Piloto Autonómico, para saber que los monstruos interiores de la mayoría de la gente no son más que tonterías, cosas absurdas a la tranquila luz de la propia conciencia. Y yo seguía borracho.

Me puse los trodos y moví el conmutador del módulo de borrado rápido. Había desconectado las funciones de estudio para convertir temporalmente ochenta mil dólares en piezas electrónicas japonesas en el equivalente de una de esas cajitas de Radio Shack. –Allá vamos –dije, y toqué el interruptor.

Las palabras. Las palabras no pueden. O quizá sólo un poco, si supiera cómo empezar a describirlo, lo que salió de ella, lo que ella hizo…

Hay un segmento en Reyes del sueño; es como si fueras en moto a medianoche, sin luces, aunque por alguna razón no las necesitas, corriendo a toda velocidad por un tramo de carretera en lo alto de un acantilado, tan rápido que vas suspendido en un cono de silencio y el trueno de la moto se pierde a tus espaldas. Todo se pierde a tus espaldas… No es más que un abrir y cerrar de ojos en Reyes, pero resulta ser una de las mil cosas que recuerdas, que visitas, se incorporan a tu vocabulario particular de sensaciones. Asombroso. Libertad y muerte, allí, el filo de la navaja, para siempre.

Lo que recibí fue la versión para adultos, una ráfaga en bruto, una cascada infernal, sin cortes, que caía estallando en un vacío que hedía a pobreza y a falta de amor y a oscuridad.

Y ésa era la ambición de Lise, esa ráfaga, vista desde adentro.

Quizá haya durado cuatro segundos.

Y, claro, había ganado ella.

Me quité los trodos y miré fijamente la pared; tenía los ojos húmedos, y los carteles enmarcados daban vueltas.

No podía mirarla. Oí que desconectaba el cable óptico. Oí cómo crujía el exoesqueleto al levantarla del diván. Oí cómo hacía tictac, con cierta coquetería, mientras la llevaba a la cocina a buscar un vaso de agua.

Y me puse a llorar.



Rubin inserta una delgada sonda en el vientre de un lento tente-en-pie y examina los circuitos a través de unas gafas lupa con diminutas luces montadas en las sienes.

–¿Y entonces? Quedaste enganchado. –Se encoge de hombros, levanta la vista. Ha oscurecido, y los haces gemelos me hieren la cara, en su granero de metal hay una humedad helada y del otro lado de las aguas ulula una solitaria sirena.– ¿Y entonces?

Ahora me encojo yo de hombros. –Lo hice, eso es todo… No parecía que pudiese hacer otra cosa.

Los haces vuelven a hundirse en el corazón de silicio de su juguete estropeado. –Entonces estás bien. Fue una verdadera elección. Lo que quiero decir es que ella estaba hecha para ser lo que es. Tú tenías tanto que ver con ese sitio donde ella está ahora como el módulo de borrado rápido. Si no te hubiera encontrado a ti, habría encontrado a otra persona…



Hice un trato con Barry, el jefe de edición, y conseguí veinte minutos a las cinco de una fría mañana de septiembre. Lise entró y me disparó con lo mismo, pero esta vez estaba preparado, con los altavoces y los mapas cerebrales, y no tuve que sentirlo. Me llevó dos semanas, juntando los minutos en la sala de edición, reducir lo que ella había hecho a algo que pudiera hacerle probar a Max Bell, propietario del Piloto.

Bell no estaba contento, nada contento, cuando le expliqué lo que había hecho. Los editores inconformistas pueden ser un problema, y la mayoría de los editores terminan por decidir que han encontrado a alguien que será el próximo monstruo, y entonces empiezan a derrochar tiempo y dinero. Asintió cuando terminé el discurso, y entonces se rascó la nariz con la tapa de su rotulador rojo.

–Ajá. Ya entendí. Lo más excitante desde que a los peces le salieron patas, ¿no es así?

Pero se conectó para probar la demostración que yo había montado, y cuando la grabación salió con un clic de la ranura de su consola Braun, se quedó mirando a la pared, sin expresión.

–¿Max?

–¿Eh?

–¿Qué te parece?

–¿Qué me parece? Yo… ¿Cómo has dicho que se llama? –Parpadeó.– ¿Lisa? ¿Quién dices que la tiene contratada?

–Lise. Nadie, Max. Todavía no la ha contratado nadie.

–Santo Dios. –Seguía inexpresivo.



–¿Sabes cómo la encontré? –pregunta Robin, esquivando destartaladas cajas de cartón para buscar el interruptor de la luz. Las cajas están llenas de gomi meticulosamente clasificado: pilas de litio, condensadores de Tántalo, conectores RF, circuitos experimentales, transformadores ferroresonantes, carretes de cable de barra colectora… Hay una caja llena de cabezas cortadas de muñecas Barbie, otra con manoplas blindadas de seguridad industrial que parecen guantes de traje espacial. La luz inunda la sala, y una especie de mantis de Kandinski hecha con lata recortada y pintada balancea su cabeza, del tamaño de una pelota de golf, hacia la bombilla iluminada. –Andaba por Granville, buscando gomi en un callejón, y la encontré allí sentada. Vi el esqueleto, y ella no tenía buen aspecto, así que le pregunté si se sentía mal. Nada. Sólo cerró los ojos. No es asunto mío, me digo. Pero vuelvo a pasar cuatro horas más tarde y ella no se ha movido. “Mira, cariño, le digo, tal vez tengas el hardware apolillado. Yo puedo ayudarte, ¿de acuerdo?” Nada. “¿Cuánto tiempo llevas ahí?” Nada. Así que me largo. –Se acerca al banco de trabajo y acaricia las delgadas patas metálicas de la mantis con un pálido dedo índice. Detrás del banco, colgados de un tablero de herramientas hinchado de humedad, hay alicates, destornilladores, pinzas de atar y envolver, un oxidado rifle Daisy BB, separadores, plegadores, sondas lógicas, pistolas de soldar, un osciloscopio de bolsillo, aparentemente todas y cada una de las herramientas de la historia humana, sin la menor intención de orden, aunque nunca he visto vacilar la mano de Rubin.

–Después volví –dice–. Dejé pasar una hora. La encontré desmayada, sin conocimiento, así que me la traje aquí e inspeccioné el exoesqueleto. Las pilas estaban secas. Se había arrastrado hasta allí cuando se le acabó la corriente y se sentó a morir de hambre, supongo.

–¿Cuándo fue eso?

–Como una semana antes de que tú te la llevaras.

–¿Y si se hubiera muerto? ¿Si no la hubieses encontrado?

–Alguien la encontraría. Ella no podía pedir nada, ¿entiendes? Sólo tomar. No soportaba un favor.



Max encontró agentes, y un trío de socios pasmosamente hábiles llegó al YVR al día siguiente. Lise no quería ir hasta el Piloto a reunirse con ellos, insistió en que los recibiésemos en casa de Rubin, donde seguía durmiendo.

–Bienvenidos a Couverville –dijo Rubin cuando cruzaron la puerta. Su rostro alargado estaba manchado de grasa, la bragueta de sus maltratados pantalones de fajina más o menos sujeta con un gancho de alambre retorcido. Los muchachos sonrieron automáticamente, pero hubo algo ligeramente más auténtico en la sonrisa de la chica.

–Señor Stark –dijo–, estuve en Londres la semana pasada. Vi su montaje en la Tate.

La fábrica de baterías de Marcello –dijo Rubin–. Dicen que es escatológica, los ingleses… –Se encogió de hombros. –Ingleses. Quiero decir, ¿quién sabe?

–Tienen razón. Además es muy graciosa.

Los muchachos, allí de pie con sus trajes, resplandecían como faros. La demostración había llegado a Los Ángeles. Sabían.

–Y tu eres Lise –dijo la chica, avanzando a duras penas por el camino abierto entre el amontonado gomi de Rubin–. Pronto vas a ser una persona muy famosa, Lise. Tenemos muchas cosas de qué hablar…

Y Lise se quedó allí, sostenida por el policarbono, y la expresión de su rostro era la que yo había visto aquella primera noche, en mi edificio, cuando me preguntó si quería acostarme con ella. Pero si la agente se dio cuenta, no lo demostró. Era una profesional.

Me dije que también yo era un profesional.

Me dije que me relajara.



El Mercado está rodeado de fogatas que arden con luz mortecina en latas de acero. Sigue nevando, y los chicos se apiñan junto a las llamas como cuervos artríticos, saltando en uno y otro pie mientras el viento les azota los abrigos oscuros. Más arriba, en las pseudoartísticas, destartaladas chabolas de Fairview se ha congelado en la cuerda la ropa de alguien; los cuadros rosados de sábanas destacan sobre el fondo de mugre y el caos de platos de antena y paneles solares. El molino de viento batidora-de-huevos de algún ecólogo da vueltas y vueltas, vueltas y vueltas a los índices hidrométricos en una burla giratoria.

Rubin camina pesadamente, calzado con zapatos de caucho. L.L. Bean salpicados de pintura, la cabeza abultada hundida en una chaqueta militar demasiado grande. A veces uno de los encorvados adolescentes lo señala mientras pasamos, el tipo ése que construye cosas disparatadas, los robots y esa mierda.

–¿Sabes cuál es tu problema? –dice cuando estamos bajo el puente, ya rumbo a la Cuarta–. Tú eres de los que siempre leen el manual. Cualquier cosa que la gente construye, cualquier clase de tecnología, va a tener una finalidad específica. Es para hacer algo que alguien ya entiende. Pero si es nueva tecnología, abrirá áreas en las que nadie había pensado antes. Tú lees el manual, hermano, y entonces no juegas, no de la misma manera. Y te asombras cuando alguien usa el chisme para hacer algo que a ti nunca se te había ocurrido. Como Lise.

–Ella no fue la primera. –El tránsito retumba encima de nosotros.

–No, pero seguro que sí es la primera persona que tú conoces que se ha traducido a un programa de hardware. ¿No perdiste el sueño cuando el fulano ese lo hizo, hace tres o cuatro años, el chico francés, el escritor?

–En realidad no pensé mucho en eso. Un artilugio. PR…

–Sigue escribiendo. Lo raro del caso es que va a seguir escribiendo, a menos que alguien le haga volar el ordenador central…

Hago una mueca, sacudo la cabeza. –Pero no es él, ¿verdad? Es sólo un programa.

–Buena pregunta. Es difícil saberlo. En cambio, con Lise lo hemos averiguado. No es escritora.



Lo tenía todo allí adentro, Reyes, encerrado en la cabeza de la misma manera que tenía el cuerpo encerrado en aquel exoesqueleto.

Los agentes le consiguieron un contrato con un sello y trajeron un equipo de producción desde Tokio. Ella les dijo que quería que yo lo editase. Yo dije que no; Max me arrastró a su despacho y me amenazó con despedirme en el acto. Si yo no intervenía, no había razón para hacer el trabajo de estudio en el Piloto. Vancouver no era precisamente el centro del mundo, y los agentes la querían llevar a Los Ángeles. Para él significaba mucho dinero, y todo eso podía poner a Piloto Autonómico en el mapa. No podía explicarle por qué me había negado. Era algo demasiado disparatado, demasiado personal: ella me estaba lanzando una última dentellada. O al menos eso fue lo que me pareció entonces. Pero Max hablaba en serio. Realmente no me dejó escoger. Ambos sabíamos que no me iba a caer otro empleo del cielo. Salí de nuevo con él y dijimos a los agentes que lo habíamos resuelto: yo trabajaría.

Los agentes nos enseñaron un montón de dientes.

Lise sacó un inhalador lleno de wizz y aspiró con todas sus fuerzas. Me pareció ver que la agente enarcaba una ceja perfecta, pero hasta allí llegaba su censura. Una vez firmados los papeles, Lizo hizo más o menos lo que quiso.

Y Lise siempre sabía lo que quería.

Hicimos Reyes en tres semanas, la grabación básica. Encontraba muchas razones para evitar la casa de Rubin, incluso me creía algunas. Ella seguía quedándose allí, aunque los agentes no estaban muy complacidos con lo que consideraron una absoluta falta de seguridad. Rubin me dijo después que había tenido que llamar a su agente para que hablase con ellos y les hiciese un escándalo, pero después de eso parece que dejaron de preocuparse. Yo no sabía que Rubin Stark era más famoso, en aquella época, que cualquier otra persona conocida, ciertamente más famoso de lo que yo pensaba que Lise pudiera alguna vez llegar a ser. Sabía que estábamos trabajando en algo fuerte, aunque uno nunca sabe cuanto puede llegar a crecer una cosa.

Pero el tiempo que pasé en el Piloto fue una experiencia. Lise era asombrosa.

Era como si hubiera nacido para la forma artística, aunque la tecnología que hacía posible esa forma ni siquiera existía cuando ella nació. Ves algo así y te preguntas cómo es posible que tantos miles, tal vez millones de artistas fenomenales hayan muerto mudos, a lo largo de los siglos, personas que jamás pudieron ser poetas, o pintores, o saxofonistas, pero que tenían esa cosa adentro, esas formas de ondas síquicas esperando los circuitos adecuados…

Aprendí algunas cosas sobre ella, cosas accesorias, en el tiempo que pasamos en el estudio. Que había nacido en Windsor. Que su padre era norteamericano y había servido en Perú y había vuelto a casa loco y medio ciego. Que lo que le faltaba en el cuerpo era congénito. Que tenía esas llagas porque se negaba a quitarse el exoesqueleto, siempre, porque empezaría a ahogarse y a morirse ante la idea de esa invalidez tan total. Que era adicta al wizz y que diariamente consumía lo suficiente para colocar a un equipo de fútbol.

Los agentes trajeron médicos que le acolcharon el policarbono con gomaespuma y cubrieron las llagas con vendajes microporosos. La fortalecieron con vitaminas y trataron de influir en su dieta, pero nadie intentó nunca quitarle el inhalador.

Trajeron también peluqueros y maquilladores, y especialistas en vestuario y asesores de imagen y pequeños hámsteres PR articulados, y ella soportó todo con algo que casi podía haber sido una sonrisa.

Y a lo largo de esas tres semanas, no hablamos. Sólo conversación de estudio, asuntos artista-editor, un código muy restringido. Sus imágenes eran tan fuertes, tan extremas, que en realidad nunca tuvo que explicarme un efecto dado. Yo tomaba lo que ella emitía y con eso trabajaba, y se lo devolvía otra vez mediante una conexión. Ella decía que sí o que no, y por lo general era sí. Los agentes notaban eso y aprobaban, y le daban a Max Bell golpecitos en la espalda y lo llevaban a cenar, y mi sueldo subió.

Y yo era un profesional, de principio a fin. Útil y minucioso y cortés. Estaba decidido a no volver a quebrarme, y nunca pensaba en la noche en que lloré, y además estaba haciendo el mejor trabajo que había hecho jamás, y lo sabía, y eso, en sí mismo, es una maravilla.

Y entonces, una mañana, a eso de las seis, tras una larga, larga sesión –cuando ella sacó por primera vez aquella secuencia del cotiledón fantasmagórico, la que los niños llaman el Baile de los Fantasmas– me habló. Uno de los dos agentes había estado allí mostrando dientes, pero ya se había marchado, y el Piloto estaba en completo silencio, apenas el zumbido de un extractor cerca del despacho de Max.

–Casey –dijo, con la voz ronca por el wizz–, siento haberte entrado tan fuerte.

Por un instante pensé que me hablaba de la grabación que acabábamos de hacer. Alcé los ojos y la vi allí, y me sorprendió que estuviéramos solos, pues no lo estábamos desde que habíamos hecho la demostración.

No se me ocurría nada que decir. Ni siquiera sabía qué sentía.

Sostenida por el exoesqueleto, su aspecto era peor que el que tenía la primera noche, en casa de Rubin. El wizz se la estaba comiendo debajo del potingue que el equipo de maquilladores repasaba una y otra vez, y a veces era como ver la superficie de la cara de un muerto bajo la cara de una no muy hermosa adolescente. No tenía idea de cuál era su edad verdadera. Ni vieja ni joven.

–El efecto rampa –dije, mientras enrollaba un cable.

–¿Qué es eso?

–El modo que tiene la naturaleza de decirte que pares ya. Una especie de ley matemática, que dice que un estimulante sólo te puede hacer volar muy bien un x número de veces, incluso si aumentas la dosis. Pero nunca llegas a volar tan bien como lo hiciste las primeras veces. O no deberías poder, en todo caso. Ése es el problema con las drogas simétricas: son demasiado listas. Eso que te estás metiendo tiene una cola engañosa en una de sus moléculas, te impide convertir la adrenalina descompuesta en adrenocromo. Si no lo hiciera, a estas alturas estarías esquizofrénica. ¿Tienes algún problema, Lise? ¿Cómo apnea? ¿Se te corta la respiración a veces, al dormirte?

Pero ni siquiera estaba seguro de sentir la rabia que me oía en la voz.

Me miró con aquellos pálidos ojos grises. La gente de vestuario le había cambiado la chaqueta de tienda barata por un blusón negro mate que le escondía mejor las costillas de policarbono. Ella se lo mantenía subido hasta el cuello, siempre, aunque hacía demasiado calor en el estudio. Los peluqueros habían intentado algo nuevo el día anterior, y no había funcionado: su pelo, oscuro y rebelde, era una explosión asimétrica sobre aquel rostro triangular, macilento. Me miró fijamente y sentí aquello de nuevo: la firmeza.

–Yo no duermo, Casey.

Sólo después, mucho después, recordé que me había pedido disculpas. Nunca más lo volvió a hacer, y fue la única vez que le oí decir algo que pareciera fuera de su tono.



La dieta de Rubin consiste en bocadillos de máquina expendedora, comida rápida paquistaní, y café exprés. Nunca lo he visto comer otra cosa. Comemos samosas en un angosto local de la Cuarta que tiene una sola mesa de plástico calzada entre el mostrador y la puerta que da al retrete. Rubin se come su docena de samosas, seis de carne y seis vegetales, en total concentración, una tras otra, y no se molesta en limpiarse el mentón. Es un devoto del local. Aborrece al dependiente griego; el sentimiento es mutuo, una verdadera relación. Si el dependiente se fuera, puede que Rubin no volviese. El griego mira furioso las migas en el mentón y la chaqueta de Rubin. Entre samosa y samosa, Rubin le responde disparando dagas, los ojos entornados detrás de las manchadas lentes de las gafas con montura de acero.

Las samosas son la cena. El desayuno será ensalada de huevos con pan blanco, empacada en uno de esos triángulos de plástico lechoso, además de seis tacitas de exprés venenosamente fuerte.

–No lo viste venir, Casey. –Me mira desde las profundidades de las gafas, cubiertas de huellas digitales.– Porque no eres bueno para el pensamiento lateral. Tú lees el libro de instrucciones. ¿Qué otra cosa pensaste que buscaba? ¿Sexo? ¿Más wizz? ¿Una gira mundial? Ella estaba más allá de todo eso. Y eso era lo que la hacía tan fuerte. Estaba más allá. Por eso Reyes del sueño es tan grande, por eso los chicos lo compran, por eso creen en él. Ellos saben. Esos chicos del Mercado, esos que se calientan el culo junto a las fogatas y se preguntan si esta noche encontrarán un sitio donde dormir, esos lo creen. Es el producto de más éxito que ha salido en ocho años. Un tipo de una tienda de Granville me dijo que le roban más de esas condenadas cintas que lo que vende en total. Dice que hasta almacenarlas es un problema… Lise es grande porque era lo que ellos son, sólo que más. Ella sabía, hermano. Nada de sueños, nada de esperanza. Tú no ves las jaulas de esos chicos, Casey, pero cada vez lo entienden mejor, que no van a ninguna parte. –Se cepilla una miga grasienta de carne que tiene en el mentón, dejando otras tres.– Así que Lise lo cantó para ellos, lo dijo del modo en que ellos no pueden, les pintó un cuadro. Y empleó el dinero en comprarse una salida, eso es todo.

Miro el vapor que se condensa y rueda bajando por la ventana en gotas grandes, vetas en la condensación. Del otro lado de la ventana veo un Lada a medio desmontar, con las ruedas quitadas, los ejes en el pavimento.

–¿Cuántos lo han hecho, Rubin? ¿Tienes una idea?

–No demasiados. Es difícil saberlo, de todas formas, porque muchos de ellos probablemente son políticos que imaginamos confiada y cómodamente muertos. –Me lanza una mirada extraña.– No es un pensamiento muy agradable. En cualquier caso, primero apuntan a la tecnología. Aún cuesta demasiado para docenas de millonarios comunes, pero he oído hablar de al menos siete. Dicen que la Mitsubishi se lo hico a Weinberg antes de que su sistema inmunológico quedara por fin patas arriba. Era jefe del laboratorio de hibridomas de Okayama. En fin, sus existencias de monoclonales son aún muy altas, así que tal vez sea cierto. Y Langlais, el chico francés, el novelista… –Se encoge de hombros.– Lise no tenía el dinero para hacerlo. Ni siquiera ahora lo tendría. Pero se puso en el sitio adecuado en el momento adecuado. Estaba a punto de morirse, estaba en Hollywood, y ellos ya veían lo que Reyes iba a provocar.



El día que terminamos, la banda bajó de un aparato de la JAL que había salido de Londres: cuatro escuálidos chicos que funcionaban como una maquinaria bien lubricada y hacían gala de un hipertrofiado sentido de la moda y una absoluta falta de emotividad. Los instalé en fila en el Piloto, en idénticas sillas blancas Ikea de oficina, les unté crema salina en las sienes, les puse los trodos y pasé la versión borrador de lo que iba a convertirse en Reyes del sueño. Al salir se pusieron a hablar todos a la vez, ignorándome por completo, en la versión británica de ese lenguaje secreto que hablan todos los músicos de estudio, cuatro pares de manos que se agitaban y cortaban el aire.

Entendí lo suficiente para concluir que estaban entusiasmados. Que les parecía bueno. Así que agarré la chaqueta y me fui. Ellos podían quitarse solos la crema salina, gracias.

Y esa misma noche vi a Lise por última vez, aunque no lo tenía pensado.



Caminando de regreso al Mercado, con Rubin que digería cuidadosamente el almuerzo, las luces rojas traseras se reflejaban en los adoquines mojados, la ciudad detrás del Mercado era una límpida escultura de luz, una mentira en la que lo roto y lo perdido se esconde bajo el gomi que crece como humus al pie de las torres de vidrio…

–Mañana tengo que ir a Frankfurt a montar una instalación. ¿Quieres venir? Puedo apuntarte en calidad de técnico. –Esconde más la cabeza en la chaqueta militar.– No puedo pagarte, pero tienes pasaje gratis, ¿quieres…?

Extraña oferta, viniendo de Rubin, aunque conozco el motivo: está preocupado por mí, piensa que ando muy raro con lo de Lise, y es lo único que se le ocurre, sacarme de la ciudad.

–En Frankfurt está haciendo más frío que aquí.

–Quizás te haga falta un cambio, Casey. No sé…

–Gracias, pero Max tiene un montón de trabajo por delante. Piloto está cotizando alto, la gente viene de todas partes…

–Claro.



Después de dejar a la banda en el Piloto me fui a casa. Caminé hasta la Cuarta y allí tomé el troley, pasando frente alas vitrinas de las tiendas que veo todos los días, cada una con su iluminación chillona y lustrosa; ropa y zapatos y software, motos japonesas agazapadas como escorpiones de esmalte, muebles italianos. Las vitrinas cambian con las estaciones, las tiendas vienen y van. Ahora estábamos en temporada prevacacional, y había más gente en la calle, muchas parejas caminando de prisa y con determinación junto a los luminosos escaparates, buscando ese perfecto lo-que-sea para como-se-llame, la mitad de las chicas con esas botas de nailon acolchadas hasta el muslo que habían llegado de Nueva York el invierno anterior, esas que según Rubin les daba un aspecto de padecer elefantiasis. Sonreí al pensar en eso, y de pronto caí en la cuenta de que había realmente terminado, que yo había terminado con Lise, que ella ahora sería aspirada hacia Hollywood tan inexorablemente como si hubiera metido un dedo del pie en un agujero negro, arrastrada por la inimaginable fuerza gravitatoria del Gran Dinero. Creyendo eso, que se había ido –y probablemente para entonces se había ido– bajé una guardia en mi interior y sentí los contornos de mi lástima. Pero sólo los contornos, porque no quería que por nada se me arruinara la noche. Quería diversión. Hacía mucho tiempo que no la tenía.

Me bajé en mi esquina y el ascensor funcionó al primer intento. Buena señal, me dije. Ya arriba, me desvestí y me di una ducha, encontré una camisa limpia, puse unos burritos en el microondas. Siéntete normal, le aconsejé a mi reflejo mientras me afeitaba. Has estado trabajando demasiado. Tus tarjetas de crédito han engordado. Es hora de remediar eso.

Los burritos sabían a cartón, pero llegué a la conclusión de que me gustaban por lo agresivamente normales que eran. Mi coche estaba en Burnaby, donde le estaban reparando las fugas de la célula de hidrógeno, así que no iba a tener que molestarme en conducir. Podía salir, buscar diversión y llamar al día siguiente al trabajo para decir que me sentía enfermo. Max no se enfadaría. Estaba en deuda conmigo.

Estás en deuda conmigo, Max, le dije a la helada botella de Moskovskaya que saqué del congelador. Si lo estarás. Vengo de pasar tres semanas editando los sueños y las pesadillas de una persona que está muy pero muy jodida, Max. Para tu beneficio. Para que puedas crecer y prosperar, Max. Serví tres dedos de vodka en un vaso de plástico que había quedado de una fiesta que había dado el año anterior y volví a la sala.

Algunas veces tengo la impresión de que aquí no vive nadie en particular. No porque esté desordenado: soy un buen amo de casa, aunque un poco robótico, y hasta me acuerdo de quitar el polvo de la parte superior de los marcos de los carteles y de las cosas, pero hay momentos en que la casa me da de pronto un leve escalofrío, con su elemental acumulación de elementales bienes de consumo. No es que desee, en realidad, llenarla de gatos ni de plantas de interior ni nada, pero hay momentos en que veo que cualquiera podría estar viviendo aquí, que cualquiera podría poseer estas cosas, y todas me parecen intercambiables, mi vida y la tuya, mi vida y la de cualquiera…

Creo que también Rubin ve las cosas de ese modo, todo el tiempo, pero para él eso es una fuente de fuerza. El vive en la basura de otras personas, y todo lo que arrastra a casa debe de haber sido nuevo y reluciente alguna vez, debe de haber significado algo para alguien, por muy poco que fuera. Él lo mete todo en su camión loco y se lo lleva a casa y lo deja fermentar allí hasta que se le ocurre hacer algo nuevo con todo eso. Una vez me estaba mostrando un libro sobre el arte del siglo veinte que a él le gustaba, y había una foto de una escultura automatizada llamada Los pájaros muertos vuelven a volar, una cosa que hacía girar y girar a verdaderos pájaros muertos sujetos a un cordel, y él sonreía y asentía, y yo veía que consideraba que el artista era para él una especie de antepasado espiritual. Pero, ¿qué podría hacer Rubin con mis carteles enmarcados y mi diván mejicano traído de la Bahía y mi cama de goma espuma comprada en Ikea? Bueno, pensé, tomando un primer sorbo helado, pues algo se le ocurriría, lo cual explicaba que él fuera un artista famoso y yo no.

Me acerqué a la ventana y apreté la cara contra el vidrio cilindrado, tan frío como el vaso que tenía en la mano. Hora de salir, me dije. Estás mostrando los síntomas de ansiedad del soltero urbano. Hay remedios contra eso. Termina el trago. Sal.

Aquella noche no alcancé un estado de diversión. Tampoco di muestras de sentido común y adulto para resignarme, irme a casa, ver alguna película vieja y quedarme dormido en el diván. La tensión que aquellas tres semanas me habían acumulado adentro me impulsaba como el muelle real de un reloj mecánico, y seguí haciendo tic-tac por la ciudad nocturna, lubricando mi avance más o menos aleatorio con más tragos. Era una de esas noches, concluí rápidamente, en que te deslizas en un continuum alterno, una ciudad que se parece en todo a la ciudad en que vives, excepto por la peculiar diferencia de que no alberga a ninguna persona que ames o conozcas o con la que al menos hayas hablado antes. En noches así, puedes entrar en un bar conocido y descubrir que han cambiado el personal; entonces comprendes que el verdadero motivo para ir allí era simplemente ver una cara conocida, en una camarera o en un barman, quien sea… Se sabe que esas cosas atentan contra la diversión.

Seguí rodando, sin embargo, por unos seis y ocho sitios, y terminé por rodar hacia el interior de un club de West End que tenía aspecto de no haber sido redecorado desde los noventa. Mucho cromo descascarado sobre plástico, hologramas borrosos que te daban jaqueca si tratabas de descifrarlos. Creo que Barry me había hablado de aquel sitio, aunque no logro imaginar por qué. Miré alrededor y sonreí. Si lo que buscaba era deprimirme, había llegado al sitio ideal. Sí, me dije, mientras me sentaba en un taburete en la esquina de la barra, aquello era genuinamente triste, la depresión extrema. Lo bastante horrible para interrumpir la inercia de mi mediocre velada, lo cual era sin duda algo bueno. Me tomaría uno más para el camino, admiraría la caverna, y luego un taxi a casa.

Y entonces vi a Lise.

No me había visto todavía, y yo aún tenía el abrigo puesto, el cuello de paño alzado para protegerme del frío. Ella estaba en la otra esquina de la barra y tenía un par de copas vacías enfrente, de las grandes, de las que vienen con esas sombrillitas de Hong Kong o con una sirena de plástico adentro, y cuando alzó la mirada hacia el chico que estaba a su lado, le vi el destello de wizz en los ojos, y supe que aquellos tragos nunca habían contenido alcohol, porque los niveles de droga que estaba consumiendo no tolerarían la mezcla. El chico, en cambio, estaba ido, borracho, sonriente, entumecido y a punto de resbalarse del taburete, y diciendo algo mientras hacía repetidos intentos por enfocar los ojos y obtener una mejor imagen de Lise, sentada allí con el blusón de cuero negro del equipo de vestuario cerrado hacia el mentón y el cráneo a punto de asomar ardiendo a través de la cara blanca como una bombilla de mil vatios. Y viendo aquello, viéndola allí, supe en seguida un montón de cosas.

Que estaba muriendo de verdad, ya fuera por el wizz o por la enfermedad o por una combinación de las dos cosas. Que lo sabía de sobra. Que el chico estaba demasiado borracho para darse cuenta del exoesqueleto, pero no tan borracho como para no tomar nota de la costosa chaqueta y del dinero que ella tenía para beber. Y que lo que yo estaba viendo era exactamente lo que parecía.

Pero no podía comprender, así de golpe, no podía hacer cálculos. Algo dentro de mí se encogió.

Y ella sonreía, o al menos hacía algo que a ella le debía parecer una sonrisa, la expresión que sabía apropiada para la situación, y asentía a tiempo a las necedades que balbuceaba el chico, y aquella horrible frase suya me vino a la memoria, aquello de que le gustaba mirar.

Y ahora sé algo. Sé que si no hubiera pasado por allí, si no los hubiera visto, habría podido aceptar todo lo que vino después. Hasta podría haber encontrado un modo de disfrutarlo en su nombre, o encontrar una forma de creer en lo que ahora se ha convertido, sea lo que sea, o lo que ha formado su imagen, un programa que finge ser Lise hasta tal punto que cree ser ella misma. Podría haber creído lo que cree Rubin, que ella estaba verdaderamente más allá, nuestra Juana de Arco hi-tech que ardía por la unión con aquella divinidad de Hollywood, que nada le importaba salvo la hora de la partida. Que arrojaba ese cuerpo pobre y triste con un gemido de alivio, liberada de los lazos de policarbono y carne aborrecida. Bueno, después de todo quizá lo logró. Quizá haya sido así. Estoy seguro de que ella esperaba que fuese de esa forma.

Pero viéndola allí, con la mano de aquel borrachito en la suya, aquella mano que ni siquiera podía sentir, supe, de una vez por todas, que ningún motivo humano es completamente puro. Hasta Lise, con ese corrosivo y demencial impulso hacia el estrellato y la inmortalidad cibernética, tenía debilidades. Era humana de una forma que me costaba mucho admitir.

Había salido aquella noche, supe, para darse el beso de despedida. Para encontrar a alguien que estuviera lo bastante borracho como para hacerlo por ella. Porque, supe entonces, era cierto: le gustaba mirar.

Creo que me vio, al salir. Y salí corriendo. Si me vio, supongo que me habrá odiado más que nunca, por el horror y la lástima que había en mi cara.

No la vi nunca más.



Un día le voy a preguntar a Rubin por qué el Wild Turkey sour es el único trago que sabe preparar. Fuerza industrial, esos sours de Rubin. Me pasa la taza de aluminio abollada mientras su casa hace tictac y se agita a nuestro alrededor con la furtiva actividad de sus creaciones más pequeñas.

–Deberías venir a Frankfurt –dice otra vez.

–¿Por qué, Rubin?

–Porque dentro de muy poco ella te va a llamar. Y creo que quizás no estás preparado para eso. Todavía estás confundido, y esa cosa va a sonar como ella y pensar como ella, y tú te vas a poner muy raro. Ven conmigo a Frankfurt para que puedas respirar un poco. Ella no sabrá que estás allá…

–Ya re lo he dicho –insisto, recordándola en la barra de aquel club–: mucho trabajo. Max…

–A la mierda con Max. Hiciste rico a Max. Max puede sentarse a esperar. Tú mismo eres rico, con los derechos de autor de Reyes, pero eres demasiado terco para informarte sobre tu cuenta bancaria. Puedes permitirte unas vacaciones.

Lo miro y me pregunto cuando le contaré lo de la última imagen de ella. –Rubin, te lo agradezco de verdad, hermano, pero es que…

Suspira, bebe. –¿Pero qué?

–Rubin, si ella me llama, ¿es ella?

Me mira un buen rato. –Sólo Dios lo sabe. –La taza hace clic en la mesa.– Mira, Casey, la tecnología está ahí, ¿entonces quién, quién puede saberlo?

–Y tu piensas que me debería ir contigo a Frankfurt?

Se quita las gafas de montura de acero y las pule con eficiencia con la parte delantera de la camisa de franela a cuadros. –Sí. Necesitas ese descanso. Quizá no lo necesites ahora, pero lo necesitarás más adelante.

–¿Cómo es eso?

–Cuando tengas que editar su próxima grabación. Cosa que no tardará en ocurrir, sin duda, porque ella necesita dinero con urgencia. Está contratando un montón de ROM en la computadora central de alguna corporación, y sus derechos por Reyes no le van a alcanzar para pagar lo que tienen que ponerle allí. Y tú eres su editor, Casey. ¿Quién más?

Y yo sólo lo miro mientras vuelve a ponerse las gafas, como si no pudiera moverme.

–¿Quién más, hermano?

Y justo entonces una de sus construcciones hace clic, un ruido limpio y diminuto, y me doy cuenta de que Rubin tiene razón.

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