LAS FILIGRANAS DE PERDER

junio 28, 2006

Exactamente no fue Bernadette - Charles Bukowski


EXACTAMENTE NO FUE BERNADETTE
Charles Bukowski
(1983)

Me envolví en una toalla el pene ensangrentado y telefoneé al consultorio del médico. Tuve que descolgar y marcar con la misma mano con que sujetaba el teléfono descolgado, mientras con la otra aguantaba la toalla. Y mientras marcaba el número, una mancha roja comenzó a empapar la toalla. Se puso la recepcionista del consultorio.

—Ah, señor Chinaski, es usted. ¿Qué le pasa ahora? ¿Ha vuelto a perder los tapones dentro de los oídos?

—No, esto es un poquito más grave. Necesito que me dé hora inmediatamente.

—¿Qué le parece mañana por la tarde a las cuatro?

—Señorita Simms, es una situación de emergencia.

—¿Pero de qué naturaleza?

—Por favor, debo ver al doctor inmediatamente.

—Está bien. Venga y procuraremos que le vea.

—Gracias, señorita Simms.

Me fabriqué un vendaje provisional haciendo tiras de una camisa limpia. Por suerte, tenía un poco de esparadrapo, pero era viejo y estaba amarillento y no pegaba bien. No me resultó fácil ponerme los pantalones. Era como si tuviera una erección gigante. Sólo pude subirme la cremallera hasta la mitad. Logré llegar al coche, sentarme y salir hacia el consultorio. Al salir del aparcamiento, dejé estremecidas a dos señoras viejas que salían del oftalmólogo de la planta baja. Logré entrar en el ascensor solo y llegar a la tercera planta. Vi que venía alguien por el corredor, me volví de espaldas y fingí beber agua de un pilón metálico. Luego, enfilé el pasillo y llegué al consultorio. La sala de espera estaba llena de gente sin problemas serios: gonorrea, herpes, sífilis, cáncer o cosas por el estilo. Me fui directo a la recepcionista.

—Hola, señor Chinaski...

—¡Por favor, señorita Simms, no es ninguna broma! Es una emergencia, se lo aseguro. ¡Dése prisa!

—Podrá entrar usted, en cuanto el doctor acabe con el paciente que está atendiendo ahora.

Me quedé plantado junto a la pared divisoria que separaba la recepción de la sala de espera y esperé. En cuanto salió el paciente, entré como una bala en el consultorio del médico.

—¿Qué pasa, Chinaski?

—Una emergencia, doctor.

Me quité los zapatos, los calcetines, pantalones y calzoncillos, me eché sobre la camilla.

—¿Qué tiene usted aquí? ¡Vaya vendaje!

No contesté. Con los ojos cerrados sentía al médico quitarme el vendaje.

—Sabe —dije—, conocí a una chica en un pueblecito. Tenía menos de veinte años y estaba jugando con una botella de Coca Cola. Se la metió por allí y no podía sacarla. Tuvo que ir al médico. Ya sabe cómo son los pueblos. La cosa se corrió. Le destrozó la vida. Quedó condenada. Nadie se atrevería ya a tocarla. La chica más guapa del pueblo. Acabó casándose con un enano que iba en silla de ruedas porque tenía una especie de parálisis.

—Esa es una vieja historia —dijo el médico, desprendiendo el último trozo del vendaje—. ¿Cómo le ha pasado esto?

—Bueno, se llamaba Bernadette, 22 años, casada. Cabello largo y rubio; se le cae continuamente sobre la cara y tiene que retirárselo. ..

—¿Veintidós años?

—Sí, vaqueros...

—Es una fea herida.

—Llamó a la puerta. Preguntó si podía entrar. «Claro», le dije. «Estoy lista», dijo. Y entró corriendo en mi cuarto de baño, y sin cerrar la puerta del todo se bajó los vaqueros y las bragas, se sentó y se puso a mear. ¡OOH! ¡JESÚS!

—Calma, calma. Estoy desinfectando la herida.

—Sabe, doctor, la sabiduría llega a una hora infernal... cuando la juventud se ha ido, la tormenta se ha alejado y las chicas se han marchado a su casa.

—Muy cierto.

—¡AY! ¡UY! ¡JESÚS!

—Por favor. Hay que limpiarlo bien.

—Salió y me dijo que anoche, en su fiesta, yo no había resuelto el problema de su desdichada aventura amorosa. Que, en vez de eso, había emborrachado a todo el mundo y me había caído sobre un rosal. Que me había rasgado los pantalones, me había caído de espaldas y me había dado en la cabeza con un pedrusco. Un tal Willy me había llevado a casa y se me habían caído los pantalones y luego los calzoncillos, pero que no había resuelto el problema amoroso. Dijo que el problema había desaparecido, de todos modos, y que al menos yo había dicho un par de verdades.

—¿Dónde conoció a esa chica?

—Vino a la lectura de poesía en Venice. La conocí después, en el bar de al lado.

—¿Puede recitarme un poema?

—No, doctor. En fin, ella dijo: «No puedo más, hombre.» Se sentó en el sofá. Me senté enfrente en la butaca. Ella bebió su cerveza y me lo explicó: «Le quiero, sabes, pero no puedo establecer ningún contacto. No habla. Le digo: "¡Háblame!", pero, santo cielo, no hay forma, no habla. Me dice: "No se trata de ti, es otra cosa." Y no hay modo de sacarle de ahí.»

—Ahora voy a coserle, Chinaski. No será agradable.

—Sí, doctor. En fin, se puso a hablarme de su vida. Me dijo que se había casado tres veces. Le dije que no parecía tan gastada. Y me dijo: «¿No? Pues he estado dos veces en un manicomió.» Le dije: «¿Tú también?» Y ella dijo: «¿Has estado en un manicomio?» Y yo dije: «Yo no; algunas mujeres que he conocido.»

—Ahora —dijo el médico—, un poquito de hilo. Eso es todo. Hilo. Trabajo de aguja.

—Hostias, ¿no hay otra forma?

—No, es una fea herida.

—Me dijo que se había casado a los quince años. La llamaban puta por ir con aquel tipo. Sus padres le decían que era una puta, así que se casó con el tipo, para fastidiarles. Su madre era una borracha que iba de manicomio en manicomio. Su padre le pegaba sin parar. ¡OOOOHH DIOS SANTO! ¡POR FAVOR! ¿QUE HACE?

—Chinaski, no he conocido a ningún hombre que tuviera tantos problemas como usted con las mujeres.

—Luego, conoció a la lesbiana. La lesbiana la llevó a un bar homosexual. Dejó a la lesbiana y se fue con un chico homosexual. Vivieron juntos. Discutían por el maquillaje. ¡Oh! ¡Dios mío! ¡Por favor! Ella le robaba el lápiz de labios a él y luego se lo robaba él a ella. Luego, se casaron...

—Habrá que dar bastantes puntos. ¿Cómo se lo hizo?

—Estoy explicándoselo, doctor. Tuvieron un hijo. Luego se divorciaron y él se largó y la dejó con el crío. Consiguió un trabajo, tenía un canguro para el niño, pero el trabajo no le rendía mucho y después de pagar el canguro apenas le quedaba dinero. Tenía que salir de noche y hacer la calle. Diez billetes por polvo. Siguió así un tiempo. Pero aquello no tenía salida. Luego, un día, en el trabajo (trabajaba para Avon) empezó a gritar y no había forma de pararla. La llevaron a un manicomio. ¡CUIDADO! ¡CUIDADO! ¡HOMBRE, POR FAVOR!

—¿Cómo se llama la chica?

—Bernadette. Salió del manicomio, vino a Los Angeles y conoció a Karl y se casó con él. Me contó que le gustaba mi poesía y que se quedaba admirada al verme conducir mi coche por la acera a noventa por hora después de mis lecturas. Luego dijo que tenía hambre y la invité a una hamburguesa con patatas fritas, así que me llevó a un MacDonald. ¡HOMBRE, POR FAVOR! ¡VAYA MÁS DESPACIO! ¡O BUSQUE UNA AGUJA BIEN AFILADA, POR DIOS!

—Ya casi he terminado.

—En fin, nos sentamos a una mesa con nuestras hamburguesas, las patatas fritas, el café, y entonces Bernadette me contó lo de su madre. Estaba preocupada por su madre. Estaba preocupada también por sus dos hermanas. Una hermana era muy desgraciada y la otra era simplemente tonta y se sentía satisfecha. Luego, estaba el crío y a ella le preocupaban las relaciones de Karl con el crío...

El doctor bostezó y dio otra puntada.

—Le dije que llevaba demasiada carga sobre las espaldas, que lo que tenía que hacer era dejar que la gente se las apañara. Entonces me di cuenta de que la chica estaba temblando y le dije que sentía haberle dicho aquello. Le cogí una mano y empecé a acariciársela. Luego le acaricié la otra. Deslicé sus manos por mis muñecas arriba, por debajo de las mangas de la chaqueta. «Lo siento —le dije—. Lo único que haces es preocuparte por los demás, eso no tiene nada de malo.»

—¿Pero cómo fue? ¿Cómo se hizo usted esto?

—Bueno, cuando bajábamos las escaleras, la llevaba cogida de la cintura. Ella aún parecía una estudiante de bachiller, una colegiala, aquel pelo largo y rubio y sedoso; aquellos labios tan sensibles y atractivos... El único sitio donde asomaba el infierno era en sus ojos. Estaban en un perpetuo estado de conmoción.

—Por favor, vaya a los hechos —dijo el médico—. Ya casi he terminado.

—Bueno, el caso es que cuando llegamos a mi casa, había en la acera un imbécil, con un perro. Le dije que siguiera con el coche un poco más arriba. Aparcó en doble fila y le eché la cabeza hacia atrás y la besé. Le di un largo beso, retiré los labios y luego le di otro. Ella me llamó hijo de puta. Le dije que le diera una oportunidad a un viejo. La besé otra vez. Un beso de verdad. «Eso no es un beso —dijo—. ¡Eso es lujuria, casi una violación!»

—¿Y qué pasó entonces?

—Salí del coche y ella dijo que me telefonearía a la semana siguiente. Entré en casa y entonces fue cuando sucedió.

—¿Cómo?

—¿Puedo ser franco con usted, doctor?

—Pues claro.

—Pues, en fin, de mirar aquel cuerpo, y aquella cara, el pelo, los ojos..., oírle hablar, luego los besos, me puse... muy caliente.

—¿Y?

—Entonces fue cuando cogí el jarrón. Es de mi medida, me va perfecto. Así que la metí y empecé a pensar en Bernadette. Todo iba muy bien hasta que el maldito chisme se rompió. Ya lo había usado antes varias veces, pero supongo que esta vez estaba demasiado excitado... Es una mujer tan atractiva...

—No se le ocurra nunca meter el chisme en nada que sea de cristal.

—¿Me curaré, doctor?

—Sí, podrá usted volver a utilizarlo. Ha tenido suerte.

Me vestí y me fui. Aún me hacía daño el roce con los calzoncillos. Subiendo por Vermont paré en la tienda. No tenía nada de comer. Hice un recorrido con el carro y compré hamburguesas, pan, huevos.

Tengo que contárselo algún día a Bernadette. Si me lee, lo sabrá. Lo último que he sabido de ella es que se fue con Karl a Florida. Quedó embarazada. Karl quería que abortase. Ella no quiso. Se separaron. Ella sigue aún en Florida. Vive con el amigo de Karl, Willy. Willy hace pornografía. Me escribió hace un par de semanas. Aún no le he contestado.

Nunca me han presentado formalmente al vampiro - Colaboración desde Brasil


NUNCA ME HAN PRESENTADO FORMALMENTE AL VAMPIRO
Serjania Trochilidae

... Por eso me pregunto: ¿existen los vampiros? Cuando camino en dirección a mi casa, calles casi solitarias antes o llegando a la medianoche, ni mi sombra aparece para asustarme. Mis caminatas no han sido una o dos, incontables son las noches bajo los más variados rostros lunares. A mi casa llegan gatos de todos los tamaños y colores, ¡vampiros jamás! Lo más parecido que he llegado a ver son aquellos mamíferos con alas que sobrevuelan los árboles para extraer el néctar o polen de las flores. En la noche siempre se acercan a mi casa buscando insectos o frutos cerca del árbol gigante de mango que está en el frente. Nunca desperté con mi cuerpo horrorizado por el grito de una bella carioca siendo atacada por Drácula Nascimento do Amaral o por Nosferatu da Silva Neto. He virado mi cabeza a un lado pensando, con mi mirada perdida en cualquier punto, en el brasilero lindo que me gusta, y cómo será nuestro próximo encuentro. ¡Buena oportunidad para un vampiro atacar otra presa! Un cuello dispuesto a ser mordido, un cuerpo listo a ser sugado. ¡¡¡Y sas!!! Mis venas han sangrado, gota tras gota, sin parar, un dolor, arde, ¡que tonta soy! Qué descuido, mientras preparo el material vegetal me he cortado con la navaja recién afilada, las cuchillas son nuevas! Sí, lo único que ha penetrado mis venas (y aclaro que en el área de los dedos) son estos artefactos metálicos.

Nunca me topé con un espectro pálido, de ojeras, colmillos largos, puntiagudos, y capa negra. Sólo que mirándolo desde otra óptica, convivimos a diario con todo tipo de ejemplares chupasangre. Desde los que profesan el vampirismo más cómodo y fácil, empleado público, compañero de estudio, colega de oficina o el vecino del barrio, hasta los vampiriles hematófagos selectos que abundan en las esquinas de nuestro país, en pasillos de instituciones, abusando de su condición, de su posibilidad, y transitan en vuelo por varios de los cargos de estado. Sugan en las venas nuevas pero no dejan de tirar y morder en pieles ya cansadas y adoloridas. Clavan los colmillos, hieren, envenenan, agotan y se sigue pensando que darán la cura para el propio veneno que han inyectado con su mordida.

Pensándolo bien, prefiero morir dulcemente desangrada por un vampiro de verdad. ¡A mi que me lo presenten!

junio 23, 2006

Final del Juego - Julio Cortázar


FINAL DEL JUEGO
Julio Cortázar
(1956)

Con Leticia y Holanda íbamos a jugar a las vías del Central Argentino los días de calor, esperando que mamá y tía Ruth empezaran su siesta para escaparnos por la puerta blanca. Mamá y tía Ruth estaban siempre cansadas después de lavar la loza, sobre todo cuando Holanda y yo secábamos los platos porque entonces había discusiones, cucharitas por el suelo, frases que sólo nosotras entendíamos, y en general un ambiente en donde el olor a grasa, los maullidos de José y la oscuridad de la cocina acababan en una violentísima pelea y el consiguiente desparramo. Holanda se especializaba en armar esta clase de líos, por ejemplo dejando caer un vaso ya lavado en el tacho del agua sucia, o recordando como al pasar que en la casa de las de Loza había dos sirvientas para todo servicio. Yo usaba otros sistemas, prefería insinuarle a tía Ruth que se le iban a paspar las manos si seguía fregando cacerolas en vez de dedicarse a las copas o los platos, que era precisamente lo que le gustaba lavar a mamá , con lo cual las enfrentaba sordamente en una lucha de ventajeo por la cosa fácil. El recurso heroico, si los consejos y las largas recordaciones familiares empezaban a saturarnos, era volcar agua hirviendo en el lomo del gato. Es una gran mentira eso del gato escaldado, salvo que haya que tomar al pie de la letra la referencia al agua fría; porque de la caliente José no se alejaba nunca, y hasta parecía ofrecerse, pobre animalito, a que le volcáramos media taza de agua a cien grados o poco menos, bastante menos probablemente porque nunca se le caía el pelo. La cosa es que ardía Troya, y en la confusión coronada por el espléndido si bemol de tía Ruth y la carrera de mamá en busca del bastón de los castigos, Holanda y yo nos perdíamos en la galería cubierta, hacia las piezas vacías del fondo donde Leticia nos esperaba leyendo a Ponson du Terrail, lectura inexplicable.

Por lo regular mamá nos perseguía un buen trecho, pero las ganas de rompernos la cabeza se le pasaban con gran rapidez y al final (habíamos trancado la puerta y le pedíamos perdón con emocionantes partes teatrales) se cansaba y se iba, repitiendo la misma frase: "Van a acabar n en la calle, estas mal nacidas".

Donde acabábamos era en las vías del Central Argentino, cuando la casa quedaba en silencio y veíamos al gato tenderse bajo el limonero para hacer él también su siesta perfumada y zumbante de avispas. Abríamos despacio la puerta blanca, y al cerrarla otra vez era como un viento, una libertad que nos tomaba de las manos, de todo el cuerpo y nos lanzaba hacia adelante. Entonces corríamos buscando impulso para trepar de un envión al breve talud del ferrocarril, encaramadas sobre el mundo contemplábamos silenciosas nuestro reino.

Nuestro reino era así: una gran curva de las vías acababa su comba justo frente a los fondos de nuestra casa. No había más que el balasto, los durmientes y la doble vía; pasto ralo y estúpido entre los pedazos de adoquín donde la mica, el cuarzo y el feldespato Ä que son los componentes del granito Ä brillaban como diamantes legítimos contra el sol de las dos de la tarde. Cuando nos agachábamos a tocar las vías (sin perder tiempo porque hubiera sido peligroso quedarse mucho ahí, no tanto por los trenes como por los de casa si nos llegaban a ver) nos subía a la cara el fuego de las piedras, y al pararnos contra el viento del río era un calor mojado pegándose a las mejillas y las orejas. Nos gustaba flexionar las piernas y bajar, subir, bajar otra vez, entrando en una y otra zona de calor, estudiándonos las caras para apreciar la transpiración, con lo cual al rato éramos una sopa. Y siempre calladas, mirando al fondo de las vías, o el río al otro lado, el pedacito de río color café con leche.

Después de esta primera inspección del reino bajábamos el talud y nos metíamos en la mala sombra de los sauces pegados a la tapia de nuestra casa, donde se abría la puerta blanca. Ahí estaba la capital del reino, la ciudad silvestre y la central de nuestro juego. La primera en iniciar el juego era Leticia, la más feliz de las tres y la más privilegiada. Leticia no tenía que secar los platos ni hacer las camas, podía pasarse el día leyendo o o pegando figuritas, y de noche la dejaban quedarse hasta más tarde si lo pedía, aparte de la pieza solamente para ella, el caldo de hueso y toda clase de ventajas. Poco a poco se había ido aprovechando de los privilegios, y desde el verano anterior dirigía el juego, yo creo que en realidad dirigía el reino; por lo menos se adelantaba a decir las cosas y Holanda y yo aceptábamos sin protestar, casi contentas. Es probable que las largas conferencias de mamá sobre cómo debíamos portarnos con Leticia hubieran hecho su efecto, o simplemente que la queríamos bastante y no nos molestaba que fuese la jefa. L ástima que no tenía aspecto para jefa, era la más baja de las tres, y tan flaca. Holanda era flaca, y yo nunca pesé más de cincuenta kilos, pero Leticia era la más flaca de las tres, y para peor una de esas flacuras que se ven de fuera, en el pescuezo y las orejas. Tal vez el endurecimiento de la espalda la hacía parecer más flaca, como casi no podía mover la cabeza a los lados daba la impresión de una tabla de planchar parada, de esas forradas de género blanco como había en la casa de las de Loza. Una tabla de planchar con la parte más ancha para arriba, parada contra la pared. Y nos dirigía.

La satisfacción más profunda era imaginarme que mamá o tía Ruth se enteraran un día del juego. Si llegaban a enterarse del juego se iba a armar una meresunda increíble. El si bemol y los desmayos, las inmensas protestas de devoción y sacrificio malamente recompensados, el amontonamiento de invocaciones a los castigos más célebres, para rematar con el anuncio de nuestros destinos, que consistían en que las tres terminaríamos en la calle. Esto último siempre nos había dejado perplejas, porque terminar en la calle nos parecía bastante normal.

Primero Leticia nos sorteaba. Usábamos piedritas escondidas en la mano, contar hasta veintiuno, cualquier sistema. Si usábamos el de contar hasta veintiuno, imaginábamos dos o tres chicas más y las incluíamos en la cuenta para evitar trampas. Si una de ellas salía veintiuna, la sacábamos del grupo y sorteábamos de nuevo, hasta que nos tocaba a una de nosotras. Entonces Holanda y yo levantábamos la piedra y abríamos la caja de los ornamentos. Suponiendo que Holanda hubiese ganado, Leticia y yo escogíamos los ornamentos. El juego marcaba dos formas: estatuas y actitudes. Las actitudes no requerían ornamentos pero sí mucha expresividad, para la envidia mostrar los dientes, crispar las manos y arreglárselas de modo de tener un aire amarillo. Para la caridad el ideal era un rostro angélico, con los ojos vueltos al cielo, mientras las manos ofrecían algo -un trapo, una pelota, una rama de sauce- a un pobre huerfanito invisible. La vergüenza y el miedo eran fáciles de hacer; el rencor y los celos exigían estudios más detenidos. Los ornamentos se destinaban casi todos a las estatuas, donde reinaba una libertad absoluta. Para que una estatua resultara, había que pensar bien cada detalle de la indumentaria. El juego marcaba que la elegida no podía tomar parte en la selección; las dos restantes debatían el asunto y aplicaban luego los ornamentos. La elegida debía inventar su estatua aprovechando lo que le habían puesto, y el juego era así mucho más complicado y excitante porque a veces había alianzas contra, y la víctima se veía ataviada con ornamentos que no le iban para nada; de su viveza dependía entonces que inventara una buena estatua. Por lo general cuando el juego marcaba actitudes la elegida salía bien parada pero hubo veces en que las estatuas fueron fracasos horribles. Lo que cuento empezó vaya a saber cuándo, pero las cosas cambiaron el día en que el primer papelito cayó del tren. Por supuesto que las actitudes y las estatuas no eran para nosotras mismas, porque nos hubiéramos cansado en seguida. El juego marcaba que la elegida debía colocarse al pie del talud, saliendo de la sombra de los sauces, y esperar el tren de las dos y ocho que venía del Tigre. A esa altura de Palermo los trenes pasan bastante r pido, y no nos daba vergüenza hacer la estatua o la actitud. Casi no veíamos a la gente de las ventanillas, pero con el tiempo llegamos a tener práctica y sabíamos que algunos pasajeros esperaban vernos. Un señor de pelo blanco y anteojos de carey sacaba la cabeza por la ventanilla y saludaba a la estatua o la actitud con el pañuelo. Los chicos que volvían del colegio sentados en los estribos gritaban cosas al pasar, pero algunos se quedaban serios mirándonos. En realidad la estatua o la actitud no veía nada, por el esfuerzo de mantenerse inmóvil, pero las otras dos bajo los sauces analizaban con gran detalle el buen éxito o la indiferencia producidos. Fue un martes cuando cayó el papelito, al pasar el segundo coche. Cayó muy cerca de Holanda, que ese día era la maledicencia, y reboto hasta mí. Era un papelito muy doblado y sujeto a una tuerca. Con letra de varón y bastante mala, decía: "Muy lindas estatuas. Viajo en la tercera ventanilla del segundo coche, Ariel B." Nos pareció un poco seco, con todo ese trabajo de atarle la tuerca y tirarlo, pero nos encantó. Sorteamos para saber quién se lo quedaría, y me lo gané.. Al otro día ninguna quería jugar para poder ver cómo era Ariel B., pero temimos que interpretara mal nuestra interrupción, de manera que sorteamos y ganó Leticia. Nos alegramos mucho con Holanda porque Leticia era muy buena como estatua, pobre criatura. La parálisis no se notaba estando quieta, y ella era capaz de gestos de una enorme nobleza. Como actitudes elegía siempre la generosidad, el sacrificio y el renunciamiento. Como estatuas buscaba el estilo de Venus de la sala que tía Ruth llamaba la Venus del Nilo. Por eso le elegimos ornamentos especiales para que Ariel se llevara una buena impresión. Le pusimos un pedazo de terciopelo verde a manera de túnica, y una corona de sauce en el pelo. Como andábamos de manga corta, el efecto griego era grande. Leticia se ensayó un rato a la sombra, y decidimos que nosotras nos asomaríamos también y saludaríamos a Ariel con discreción pero muy amables. Leticia estuvo magnífica, no se le movía ni un dedo cuando llegó el tren Como no podía girar la cabeza la echaba para atrás, juntado los brazos al cuerpo casi como si le faltaran; aparte el verde de la túnica, era como mirar la Venus del Nilo. En la tercera ventanilla vimos a un muchacho de rulos rubios y ojos claros que nos hizo una gran sonrisa al descubrir que Holanda y yo lo saludábamos. El tren se lo llevó en un segundo, pero eran las cuatro y media y todavía discutíamos si vestía de oscuro, si llevaba corbata roja y si era odioso o simpático. El jueves yo hice la actitud del desaliento, y recibimos otro papelito que decía: "Las tres me gustan mucho. Ariel." Ahora él sacaba la cabeza y un brazo por la ventanilla y nos saludaba riendo. Le calculamos dieciocho años (seguras que no tenía más de dieciséis) y convinimos en que volvía diariamente de algún colegio inglés. Lo más seguro de todo era el colegio inglés, no aceptábamos un incorporado cualquiera. Se vería que Ariel era muy bien. Pasó que Holanda tuvo la suerte increíble de ganar tres días seguidos. Superándose, hizo las actitudes del desengaño y el latrocinio, y una estatua dificilísima de bailarina, sosteniéndose en un pie desde que el tren entró en la curva. Al otro día gané yo, y después de nuevo; cuando estaba haciendo la actitud del horror, recibí casi en la nariz un papelito de Ariel que al principio no entendimos: "La más linda es la más haragana." Leticia fue la última en darse cuenta, la vimos que se ponía colorada y se iba a un lado, y Holanda y yo nos miramos con un poco de rabia. Lo primero que se nos ocurrió sentenciar fue que Ariel era un idiota, pero no podíamos decirle eso a Leticia, pobre ángel, con su sensibilidad y la cruz que llevaba encima. Ella no dijo nada, pero pareció entender que el papelito era suyo y se lo guardó. Ese día volvimos bastante calladas a casa, y por la noche no jugamos juntas. En la mesa Leticia estuvo muy alegre, le brillaban los ojos, y mamá miró una o dos veces a tía Ruth como poniéndola de testigo de su propia alegría. En aquellos días estaban ensayando un nuevo tratamiento fortificante para Leticia, y por lo visto era una maravilla lo bien que le sentaba. Antes de dormirnos, Holanda y yo hablamos del asunto. No nos molestaba el papelito de Ariel, desde un tren andando las cosas se ven como se ven, pero nos parecía que Leticia se estaba aprovechando demasiado de su ventaja sobre nosotras. Sabía que no le íbamos a decir nada, y que en una casa donde hay alguien con algún defecto físico y mucho orgullo, todos juegan a ignorarlo empezando por el enfermo, o más bien se hacen los que no saben que el otro sabe. Pero tampoco había que exagerar y la forma en que Leticia se había portado en la mesa, o su manera de guardarse el papelito, era demasiado. Esa noche yo volví a soñar mis pesadillas con trenes, anduve de madrugada por enormes playas ferroviarias cubiertas de vías llenas de empalmes, viendo a distancia las luces rojas de locomotoras que venían, calculando con angustia si el tren pasaría a mi izquierda, y a la vez amenazada por la posible llegada de un rápido a mi espalda o —lo que era peor— que a último momento Uno de los trenes tomara uno de los desvíos y se me viniera encima. Pero de mañana me olvidé porque Leticia amaneció muy dolorida y tuvimos que ayudarla a vestirse. Nos pareció que estaba un poco arrepentida de lo de ayer y fuimos muy buenas con ella, diciéndole que esto le pasaba por andar demasiado, y que tal vez lo mejor sería que se quedara leyendo en su cuarto. Ella no dijo nada pero vino a almorzar a la mesa, y a las preguntas de mamá contestó que ya estaba muy bien y que casi no le dolía la espalda. Se lo decía y nos miraba. Esa tarde gané yo, pero en ese momento me vino un no sé qué y le dije a Leticia que le dejaba mi lugar, claro que sin darle a entender por qué. Ya que el otro la prefería, que la mirara hasta cansarse. Como el juego marcaba estatua, le elegimos cosas sencillas para no complicarle la vida, y ella inventó una especie de princesa china, con aire vergonzoso, mirando al suelo y juntando las manos como hacen las princesas chinas. Cuando pasó el tren, Holanda se puso de espaldas bajo los sauces pero yo miré y vi que Ariel no tenía ojos más que para Leticia. La siguió mirando hasta que el tren se perdió en la curva, y Leticia estaba inmóvil y o sabía que él acababa de mirarla así. Pero cuando vino a descansar bajo los sauces vimos que sí sabía, y que le hubiera gustado seguir con los ornamentos toda la tarde, toda la noche.

El miércoles sorteamos entre Holanda y yo porque Leticia nos dijo que era justo que ella se saliera. Ganó Holanda con su suerte maldita, pero la carta de Ariel cayó de mi lado. Cuando la levanté tuve el impulso de dársela a Leticia que no decía nada, pero pensé que tampoco era cosa de complacerle todos los gustos, y la abrí despacio. Ariel anunciaba que al otro día iba a bajarse en la estación vecina y que vendría por el terraplén para charlar un rato. Todo estaba terriblemente escrito, pero la frase final era hermosa: "Saludo a las tres estatuas muy atentamente. " La firma parecía un garabato aunque se notaba la personalidad.

Mientras le quitábamos los ornamentos a Holanda, Leticia me miró una o dos veces. Yo les había leído el mensaje y nadie hizo comentarios, lo que resultaba molesto porque al fin y al cabo Ariel iba a venir y había que pensar en esa novedad y decidir algo. Si en casa se enteraban, o por desgracia a alguna de las de Loza le daba por espiarnos, con lo envidiosas que eran esas enanas, seguro que se iba a armar la meresunda. Además que era muy raro quedarnos calladas con una cosa así, sin mirarnos casi mientras guardábamos los ornamentos y volvíamos por la puerta blanca. Tía Ruth nos pidió a Holanda y a mí que bañáramos a José, se llevó a Leticia para hacerle el tratamiento, y por fin pudimos desahogarnos tranquilas. Nos parecía maravilloso que viniera Ariel, nunca habíamos tenido un amigo así, a nuestro primo Tito no lo contábamos, un tilingo que juntaba figuritas y creía en la primera comunión. Estábamos nerviosísimas con la expectativa y José pagó el pato, pobre ángel. Holanda fue más valiente y sacó el tema de Leticia. Yo no sabía que pensar, de un lado me parecía horrible que Ariel se enterara, pero también era justo que las cosas se aclararan porque nadie tiene por qué‚ perjudicarse a causa de otro. Lo que yo hubiera querido es que Leticia no sufriera, bastante cruz tenía encima y ahora con el nuevo tratamiento y tantas cosas.

A la noche mamá se extrañó de vernos tan calladas y dijo qué milagro, si nos habían comido la lengua los ratones, después miró a tía Ruth y las dos pensaron seguro que habíamos hecho alguna gorda y que nos remordía la conciencia. Leticia comió muy poco y dijo que estaba dolorida, que la dejaran ir a su cuarto a leer Rocambole. Holanda le dio el brazo aunque ella no quería mucho, y yo me puse a tejer, que es una cosa que me viene cuando estoy nerviosa. Dos veces pensé‚ ir al cuarto de Leticia, no me explicaba qué hacían esas dos ahí solas, pero Holanda volvió con aire de gran importancia y se quedó a mi lado sin hablar hasta que mamá y tía Ruth levantaron la mesa. "Ella no va a ir mañana. Escribió una carta y dijo que si él pregunta mucho, se la demos." Entornando el bolsillo de la blusa me hizo ver un sobre violeta. Después nos llamaron para secar los platos, y esa noche nos dormimos casi en seguida por todas las emociones y el cansancio de bañar a José.

Al otro día me tocó a mi salir de compras al mercado y en toda la mañana no vi a Leticia que seguía en su cuarto. Antes que llamaran a la mesa entré un momento y la encontré al lado de la ventana, con muchas almohadas y el tomo noveno de Rocambole. Se veía que estaba mal, pero se puso a reír y me contó de una abeja que no encontraba la salida y de un sueño cómico que había tenido. Yo le dije que era una lástima que no fuera a venir a los sauces, pero me parecía tan difícil decírselo bien. "Si querés podemos explicarle a Ariel que estabas descompuesta", le propuse, pero ella decía que no y se quedaba callada. Yo insistí un poco en que viniera, y al final me animé y le dije que no tuviese miedo, poniéndole como ejemplo que el verdadero cariño no conoce barreras y otras ideas preciosas que habíamos aprendido en El Tesoro de la Juventud, pero era cada vez más difícil decirle nada porque ella miraba la ventana y parecía como si fuera a ponerse a llorar. Al final me fui diciendo que mamá me precisaba. El almuerzo duró días, y Holanda se ganó un sopapo de tía Ruth por salpicar el mantel con tuco. Ni me acuerdo de cómo secamos los platos, de repente Estábamos en los sauces y las dos nos abrazábamos llenas de felicidad y nada celosas una de otra. Holanda me explicó todo lo que teníamos que decir sobre nuestros estudios para que Ariel se llevara una buena impresión, porque los del secundario desprecian a las chicas que no han hecho más que la primaria y solamente estudian corte y repujado al aceite. Cuando pasó el tren de las dos y ocho Ariel sacó los brazos con entusiasmo, y con nuestros pañuelos estampados le hicimos señas de bienvenida. Unos veinte minutos después lo llegar por el terraplén, y era más alto de lo que pensábamos y todo de gris. Bien no me acuerdo de lo que hablamos al principio, él era bastante tímido a pesar de haber venido y los papelitos, y decía cosas muy pensadas.

Casi en seguida nos elogió mucho las estatuas y las actitudes y preguntó cómo nos llamábamos y por qu‚ faltaba la tercera. Holanda explicó que Leticia no había podido venir, y él dijo que era una l stima y que Leticia le parecía un nombre precioso. Después nos contó cosas del Industrial, que por desgracia no era un colegio ingl‚s, y quiso saber si le mostraríamos los ornamentos. Holanda levantó la piedra y le hicimos ver las cosas. A él para la estatua oriental", con lo que quería decir la princesa china. Nos sentamos a la sombra de un sauce y él estaba contento pero distraído, se veía que sólo se quedaba de bien educado. Holanda me miró dos o tres veces cuando la conversación decaía, y eso nos hizo mucho mal a las dos, nos dio deseos de irnos o que Ariel no hubiese venido nunca. El preguntó otra vez si Leticia estaba enferma, y Holanda me miró y yo creí que iba a decirle, pero en cambio contestó que Leticia no había podido venir. Con una ramita Ariel dibujaba cuerpos geométricos en la tierra, y de cuando en cuando miraba la puerta blanca y nosotras sabíamos lo que estaba pasando, por eso Holanda hizo bien en sacar el sobre violeta y alcanzárselo, y él se quedó sorprendido con el sobre en la mano, después se puso muy colorado mientras le explicábamos que eso se lo mandaba Leticia, y se guardó la carta en el bolsillo de adentro del saco sin querer leerla delante de nosotras. Casi en seguida dijo que había tenido un gran placer y que estaba encantado de haber venido, pero su mano era blanda y antipática de modo que fue mejor que la visita se acabara, aunque más tarde no hicimos más que pensar en sus ojos grises y en esa manera triste que tenía de sonreír. También nos acordamos de cómo se había despedido diciendo: "Hasta siempre", una forma que nunca habíamos oído en casa y que nos pareció tan divina y poética. Todo se lo contamos a Leticia que nos estaba esperando debajo del limonero del patio, y yo hubiese querido preguntarle qué decía su carta pero me dio no sé qué porque ella había cerrado el sobre antes de confiárselo a Holanda, así que no le dije nada y solamente le contamos cómo era Ariel y cuantas veces había preguntado por ella. Esto no era nada fácil de decírselo porque era una cosa linda y mala a la vez, nos dábamos cuenta que Leticia se sentía muy feliz y al mismo tiempo estaba casi llorando, hasta que nos fuimos diciendo que tía Ruth nos precisaba y la dejamos mirando las avispas del limonero.

Cuando íbamos a dormirnos esa noche, Holanda me dijo: "Vas a ver que mañana se acaba el juego." Pero se equivocaba aunque no por mucho, y al otro día Leticia nos hizo la seña convenida en el momento del postre. Nos fuimos a lavar la loza bastante asombradas y con un poco de rabia, porque eso era una desvergüenza de Leticia y no estaba bien. Ella nos esperaba en la puerta y casi nos morimos de miedo cuando al llegar a los sauces vimos que sacaba del bolsillo el collar de perlas de mamá y todos los anillos, hasta el grande con rubí de tía ruth. Si las de Loza espiaban y nos veían con las alhajas, seguro que mamá iba a saberlo en seguida y que nos mataría, enanas asquerosas. Pero Leticia no estaba asustada y dijo que si algo sucedía ella era la única responsable. "Quisiera que me dejaran hoy a mí", agregó sin mirarnos. Nosotras sacamos en seguida los ornamentos, de golpe queríamos ser tan buenas con Leticia, darle todos los gustos y eso que en el fondo nos quedaba un poco de encono. Como el juego marcaba estatua, le elegimos cosas preciosas que iban bien con las alhajas, muchas plumas de pavorreal para sujetar el pelo, una piel que de lejos parecía un zorro plateado, y un velo rosa que ella se puso como un turbante. La vimos que pensaba, ensayando la estatua pero sin moverse, y cuando el tren apareció en la curva fue a ponerse al pie del talud con todas las alhajas que brillaban al sol. Levantó los brazos como si en vez de una estatua fuera a hacer una actitud, y con las manos señaló el cielo mientras echaba la cabeza hacia atrás (que era lo único que podía hacer, pobre) y doblaba el cuerpo hasta darnos miedo. Nos pareció maravillosa, la estatua másregia que había hecho nunca, y entonces vimos a Ariel que la miraba, salido de la ventanilla la miraba solamente a ella, girando la cabeza y mir ndola sin vernos a nosotras hasta que el tren se lo llevó de golpe. No s‚ por qu‚ las dos corrimos al mismo tiempo a sostener a Leticia que estaba con lo ojos cerrados y grandes l grimas por toda la cara. Nos rechazó sin enojo, pero la ayudamos a esconder las alhajas en el bolsillo, y se fue sola a casa mientras guard bamos por última vez los ornamentos en su caja. Casi sabíamos lo que iba a suceder, pero lo mismo al otro día fuimos las dos a los sauces, después que tía Ruth nos exigió silencio absoluto para no molestar a Leticia que estaba dolorida y quería dormir. Cuando llegó el tren vimos sin ninguna sorpresa la tercera ventanilla vacía, y mientras nos sonreíamos entre aliviadas y furiosas, imaginamos a Ariel viajando del otro lado del coche, quieto en su asiento, mirando hacia el río con sus ojos grises.

junio 22, 2006

Ese Tipo - Colaboración desde la Patagonia (Argentina)


ESE TIPO
Aldo Novelli

Yo soy ese tipo que ha cometido la osadía
de creerse poeta por unos instantes
y excavó con desesperación en el fondo de la noche
buscando palabras desconocidas
para dárselas al mundo en una jauría de gaviotas.

El que arrojó piedras a vagones ajenos de trenes inalcanzables
que cruzaban el oxidado horizonte del desierto,
el que pateó pelotas de trapo envueltas en viejas medias
en un potrero de cardos rusos gigantes y vientos furibundos,
y corrió entre cigueñas negras y alacranes amarillos
para calmar la sed de infinito y el hambre de mujer.

El tipo que se dejó crecer la barba
y lanzó volantes rojos en el aire espeso de la ciudad
como un acto de rebeldía en medio de la derrota.
El que recorrió bares y cabarets
buscando a la hembra más puta del mundo,
y terminó durmiendo sobre las mesas
la borrachera de todos los poetas malditos de la historia.

Yo soy el pastor de ovejas descarriadas
adicto a las sombras bajo la gran luz.
El lobizón que se hizo hombre
en una noche de incontables lunas sin cielo.
Yo soy la oveja que se comió al lobo.
Yo soy ese tipo que llaman padre
el santo padre putativo corruptor de menores de espíritu
adúltero de vírgenes endemonidas exorcista de toda estupidez.

El que cura las llagas de mujeres en pena
místico sanador de seres vulnerables de corazón.
Yo soy el dador de semen, el precario proveedor de cielos.
El que camina bajo la noche en callejones oscuros
y hace discursos salvadores para un tiempo desquiciado
entre multitud de cartoneros, desterrados y borrachos que aplauden y ríen
mientras las cucarachas observan la escena desde prudente distancia.

Yo también soy el tipo
que ha cometido la estupidez de escribir este poema,
él mismo que tiene ahora la insolencia
de ofrendárselo a ustedes
como un brusco zarpazo en la voz del silencio.

Mas no demores tanto - Colaboración desde Brasil


MAS NÃO DEMORES TANTO
Lucila Nogueira

O corpo —dizem— já não será mais o mesmo
em seu reflexo exterior,
mas alguma coisa se diga das cavernas fosforescentes
que navegam a fome do demônio
na hora do seu resplendor.
Olha o meu corpo antigo na curva do chafariz ou no leme do navio.
Eu sou um pássaro noturno perturbado.
Eu te ofereço os meus seios muito brancos
numa escada secreta do mar Cáspio.
Alguém falou de um modo descuidado
e as gárgulas de Notre Dame
contornaram os mamilos
como breves e clandestinos fogo-fátuos.
O corpo —dizem— já não será o mesmo,
desesperadamente eu te desejo
enquanto navego rochas subterrâneas
à beira da consciência humana
e o racha da atmosfera interfere na faixa luminosa
bem no centro da tela da televisão que se quebrou.
Porque naquele tempo
o amor era como um príncipe bêbado
e forçosamente hindu
ele era como a voz rouca de Dioniso
fazendo soar as teclas do piano austríaco
abandonado na passarela vermelha
de um carnaval de plumas na rua do Bom Jesus.
Saí pelo ancoradouro embriagada
arrastando candelabros escarlates
no rio de letreiros luminosos
enquanto a chuva batia no bico duro daqueles seios
ardendo sempre de tanto amor.
Todos eram demais e não sabiam
mas quando tu me pegaste forte eu me surpreendi tímida
e até hoje estou fugindo entre palmeiras
pelas estradas líquidas do vinho e do neon.
Digo que continua urgente a ilusão desse momento
acometido de inenarráveis confissões.
Utopia presa na cartilagem úmida,
quando tua boca recobrir o seio
seremos então as duas outras faces
de uma mesma única possessão,
como uma estória colada na outra
enquanto se lambe o lacre da carta escrita na infância
que uma água subitamente morna quase apagou.
Como dizer, sem te estranhar: recusa-me
que a dama nua ao telefone pode estar no transe
a que tanto aspiras sob o vermelho das lanternas
enquanto a chuva cobre os telhados à beira-mar.
Tudo agora se tornou tão urgente
que dói a espera imemorial das bonecas
sobre a madeira escura
imóveis mas não inertes
a aguardar seu número de magia
quebrando a banalidade dos noticiários da televisão.
A blusa de cetim verde tem um decote de princesa judia
assassinada nua em campo de concentração
esplêndido violinista, vamos enlouquecendo devagar.
A blusa de cetim verde deixa entrever a parte morta da carne branca
sob a luz do globo fosforescente
girando sobre os dançarinos
amanhã invisíveis do bar Royal.
Fecha os olhos e pensa no que quiseres
enquanto as mãos e as bocas cumprem roteiros de miragens desérticas,
enquanto eu toco novamente
o meu piano austríaco na calçada do cais
e o mar quase arrebenta as janelas dalinianas do Armazém XIV.
Porque o espírito há-de ser sempre o mesmo
eu desafio a tua preferência
e a blusa de cetim verde sem meu corpo dentro
tem ainda um oceano de lantejoulas
refletindo a vibração da pele
que por alguns momentos a habitou.
Dragão gigante
língua demoníaca
união clandestina
avesso encantamento
abismo vulcânico
onde a partitura se desfez em notas a cobrir a pauta
que guia o violoncelista ao Palácio de Cristal.
Fecha os olhos e beija-me de modo frágil
porque tudo se tornou mais urgente
desde o Museu Serralves e os desenhos rosa do mármore
revelam caminhos recifenses da pele emparedada
sonhando o êxtase da ressurreição.
O teu olhar tem o mesmo brilho de um atirador de facas
enquanto giro na roda sobre mim mesma
dramaticamente presa nas cordas
ao som de Tchaicovski na Abertura 1812.
O teu olhar é como um sino milenarmente gigante
rondando os patamares da Régua até a calçada de Copacabana,
o teu olhar é como um barco viking pedindo enseada
desde os coqueiros do Recife até os verdes pinheiros galegos
que deram sombra ao romance dos meus bisavós.
Sei que hás de vir sob a neve enluarada
conduzindo lanterna no pescoço do cavalo branco
e me tomarás a galope em tua capa de veludo escuro
enquanto no circo abandonado a trapezista continuará dormindo
completamente nua
na jaula dos leões.
Sei que hás de vir ferozmente enfeitiçado
nesse rapto anunciado para cruzar as águas do Capibaribe ao Douro
e dançaremos à luz de um candelabro de sete braços
até o sol secar as sete saias
tiradas ao som de sete violinos
durante as sete noites da encantação.
Mas não demores tanto.
Que amar é a arte
de se fazer presente
e tudo aquilo que precisamos
é de poesia,
loucura e ênfase
no ato heróico de reabrir as portas
da carne mansa que se equivocou.
Que o corpo -dizem- já não será o mesmo
e o que era assédio pode retemperar-se em fuga
e até nós -dizem- não seremos os mesmos
no estranho instante de raio laser
em que chegar sem aviso o prazer da manhã.

junio 12, 2006

Vaca - Augusto Monterroso


VACA
Augusto Monterroso

Cuando iba el otro día en el tren me erguí de pronto feliz sobre mis dos patas y empecé a manotear de alegría y a invitar a todos a ver el paisaje y a contemplar el crepúsculo que estaba de lo más bien. Las mujeres y los niños y unos señores que detuvieron su conversación me miraban sorprendidos y se reían de mí, pero cuando me senté otra vez silencioso no podían imaginar que yo acababa de ver alejarse lentamente a la orilla del camino una vaca muerta muertita sin quien la enterrara ni quien le editara sus obras completas ni quien le dijera un sentido y lloroso discurso por lo buena que había sido y por todos los chorritos de humeante leche con que contribuyó a que la vida en general y el tren en particular siguieran su marcha.

Homenaje a Otto Weininger - Juan José Arreola



HOMENAJE A OTTO WEININGER
Juan José Arreola

(Con una referencia biológica del barón Jacob von Uexküll)

Al rayo del sol, la sarna es insoportable. Me quedaré aquí en la sombra, al pie de este muro que amenaza derrumbarse.

Como a un buen romántico, la vida se me fue detrás de una perra. La seguí con celo entrañable. A ella, la que tejió laberintos que no llevaron a ninguna parte. Ni siquiera al callejón sin salida donde soñaba atraparla. Todavía hoy, con la nariz carcomida, reconstruí uno de esos itinerarios absurdos en los que ella iba dejando, aquí y allá, sus perfumadas tarjetas de visita.

No he vuelto a verla. Estoy casi ciego por la pitaña. Pero de vez en cuando vienen los malintencionados a decirme que en este o en aquel arrabal anda volcando embelesada los tachos de la basura, pegándose con perros grandes, desproporcionados.

Siento entonces la ilusión de una rabia y quiero morder al primero que pase y entregarme a las brigadas sanitarias. O arrojarme en mitad de una calle a cualquier fuerza aplastante. (Algunas noches, por cumplir, ladro a la luna).

Y me quedo siempre aquí, roñoso. Con mi lomo de lija. Al pie de este muro cuya frescura socavo lentamente. Rascándome, rascándome...

Amor - Héctor G. Oesterheld


AMOR
Héctor G. Oesterheld
Desnudos, se hacen el amor delante de la chimenea.

El resplandor de las llamas les caldea la piel, los cuerpos son uno solo, rítmico latido. Un solo, rítmico latido cada vez más pujante.

Agotados, los tres cuerpos se desenroscan lentamente, las antenas se separan. Las llamas se multiplican en las escamas triangulares.

El Dios de las Moscas - Marco Denevi


EL DIOS DE LAS MOSCAS
Marco Denevi

Las moscas imaginaron a su dios. Era otra mosca. El dios de las moscas era una mosca, ya verde, ya negra y dorada, ya rosa, ya blanca, ya purpúrea, una mosca inverosímil, una mosca bellísima, una mosca monstruosa, una mosca terrible, una mosca benévola, una mosca vengativa, una mosca justiciera, una mosca joven, una mosca vieja, pero siempre una mosca. Algunos aumentaban su tamaño hasta volverla enorme como un buey, otros la ideaban tan microscópica que no se la veía. En algunas religiones carecía de alas ("Vuela, sostenían, pero no necesita alas"), en otras tenía infinitas alas. Aquí disponía de antenas como cuernos, allá los ojos le comían toda la cabeza. Para unos zumbaba constantemente, para otros era muda pero se hacía entender lo mismo. Y para todos, cuando las moscas morían, los conducía en vuelo arrebatado hasta el paraíso. Y el paraíso era un trozo de carroña, hediondo y putrefacto, que las almas de las moscas muertas devoraban por toda la eternidad y que no se consumía nunca, pues aquella celestial bazofia continuamente renacía y se renovaba bajo el enjambre de las moscas. De las buenas. Porque también había moscas malas y para éstas había un infierno. El infierno de las moscas condenadas era un sitio sin excrementos, sin desperdicios, sin basura, sin hedor, sin nada de nada, un sitio limpio y reluciente y para colmo iluminado por una luz deslumbradora, es decir, un lugar abominable.

Hegel y los búhos - Alberto Barrera


HEGEL Y LOS BUHOS
Alberto Barrera

Desde Hegel, tal vez antes, los búhos han sido condenados a la sabiduría. Aburridos y sobrios contemplan la noche, mientras el reino hace el amor o descansa.

Hay quienes piensan que los búhos pasan la vida decantando razones mayores, organizando una inteligencia a la que no podrán sobrevivir. Sin embargo, los búhos odian su insomnio inútil; su cabeza no da sino para contar ovejas y, carnívoros al fin, sólo sufren el placer de esta cuenta con la ilusión (o la utopía) de que la última oveja, la rosada y fresca, la anterior al amanecer, sea cierta, firme, hermosa como una gota de sangre en el horizonte.

Teoría de Dulcinea - Juan José Arreola


TEORÍA DE DULCINEA
Juan José Arreola

En un lugar solitario cuyo nombre no viene al caso hubo un hombre que se pasó la vida eludiendo a la mujer concreta.

Prefirió el goce manual de la lectura, y se congratulaba eficazmente cada vez que un caballero andante embestía a fondo uno de esos vagos fantasmas femeninos, hechos de virtudes y faldas superpuestas, que aguardan al héroe después de cuatrocientas páginas de patrañas, embustes y despropósitos.

En el umbral de la vejez, una mujer de carne y hueso puso sitio al anacoreta en su cueva. Con cualquier pretexto entraba al aposento y lo invadía con un fuerte aroma de sudor y de lana, de joven mujer campesina recalentada por el sol.

El caballero perdió la cabeza, pero lejos de atrapar a la que tenía enfrente, se echó en pos, a través de páginas y páginas, de un pomposo engendro de fantasía. Caminó muchas leguas, alanceó corderos y molinos, desbarbó unas cuantas encinas y dio tres o cuatro zapatetas en el aire. Al volver de la búsqueda infructuosa, la muerte le aguardaba en la puerta de su casa. Sólo tuvo tiempo para dictar un testamento cavernoso, desde el fondo de su alma reseca.

Pero un rostro polvoriento de pastora se lavó con lágrimas verdaderas, y tuvo un destello inútil ante la tumba del caballero demente.

La Palabra de Juan Sierra - Alberto Salcedo


Un poco tarde, pero por fin publicamos la crónica que nos leyó Alberto Salcedo en nuestra sesión sobre periodismo narrativo. Para que los que no pudieron ir a escucharlo, la disfruten también.

LA PALABRA DE JUAN SIERRA
Alberto Salcedo Ramos

Juan Sierra Ipuana, hombre de metáforas, supone que si pudiera devolver el tiempo no estaría sentado en su rancho viendo el potro ajeno, sino recorriendo los playones de la Alta Guajira al mando de su propio caballo.

Si tuviera otra vez 14 años, dice, viviría sumergido en el mar buscando ostras para vendérselas a los barcos holandeses saqueadores de perlas. Si tuviera 20 trabajaría en un alambique fabricando chirrinche, el licor casero de sus ancestros Wayúu. Y si tuviera 30 sería matarife y a esta hora de la mañana estaría vendiendo carne de chivo en su ranchería.

Sierra Iguana se ve a sí mismo cuando tenía 50 años, manejando una tractomula repleta de piedras para proteger las charcas de sal de Manaure. También se ve a los 40 dinamitando el suelo desértico, tras la pista de nuevos pozos de agua dulce, y luego instalando molinos de viento para abastecer a la gente y los animales.

Cuando se busca en su propia memoria no aparece sedentario como es hoy, a los 72 años, sino convertido en lo que él llama “un hombre-lluvia”, es decir, “alguien que puede caer en cualquier parte”. Los recuerdos, explica con otra metáfora, son el único recurso que le queda al hombre para bañarse de nuevo en el río que ya pasó. La nueva sentencia se entiende mejor cuando uno ve a su esposa, Arminda López Pushaina, entregada a la tarea de desarmar pieza por pieza un mantel que bordó hace medio siglo, para tejerlo otra vez desde la primera hasta la última puntada.

Sierra Iguana reconoce que padece “el mordisco de la media noche”, o sea, la nostalgia típica de los viejos. Pero si quiere devolver el tiempo no es solamente para recuperar los bríos y los amores de la juventud, sino también para escaparse de este presente hostil que le produce pánico.

“Los alijunas nos quieren acabar”, dice.

Alijuna es la palabra Wayúu con la cual se nombra a todo el que no pertenezca a la etnia, sea blanco o sea negro. El vocablo correspondiente en castellano es “civilizado”. En la semántica nativa, explica Sierra Iguana, el término alijuna ya no se está usando para designar al diferente sino para referirse a aquello que genera temor. Son “civilizados” los hombres que están masacrando a los indígenas en la Alta Guajira y los que enseñaron a ciertos indios a asaltar camiones de carga en las carreteras. También lo son los funcionarios del gobierno que un día llegaron a imponer sus normas en el uso del mar.

—¡Alijuna es el televisor! —exclama Arminda, de repente.

La frase es más sorpresiva por el hecho de que la mujer no había abierto la boca en toda la mañana. Ahora señala con dureza hacia el rancho contiguo, donde sus hijas Erica y Milagros se mueren de la risa viendo un programa de televisión. Luego retoma su tejido de la misma manera abrupta en que lo había interrumpido, mientras su marido contempla a las gallinas que picotean en la arena.

—¡Ese es mucho aparato malo en la vida! —brama entonces, esta vez sin levantar la vista. —No más sirve para que las muchachas se vuelvan flojas y malmandadas.

Los Wayúu son una de las más numerosas etnias indígenas de las tierras bajas de Suramérica. Habitan la península de la Guajira, que se extiende hasta el Mar Caribe, en el extremo norte de Colombia. Chayo Epieyuu, respetada matrona de Manaure, calcula que hay unos 150 mil “paisanos” repartidos entre Colombia y Venezuela. Se dedican básicamente al pastoreo de chivos y ovejas, a explorar el mar y a tejer.

Tienen un sentido colectivo del beneficio y del daño, encaminado a preservar la unidad de la familia. Si alguien cocina un chivo el banquete es para todos, y si se enferma, todos tienen que ayudarlo a costear la enfermedad. En grupo deben pagar, además, las faltas graves de sus miembros que pongan en peligro la convivencia del clan con el resto de la sociedad.

En el complejo sistema de compensaciones de la cultura Wayúu, uno de los rituales más conocidos es el de la dote. Es el pago que el hombre enamorado debe entregarle al padre de su pretendida, para poder fundar con ella su propio rancho. El investigador manaurero Alejo D’Luque considera que la intención de esta ceremonia no es vender a la novia sino acentuar el carácter colectivo de la familia. Que nadie coma solo ni muera solo. Que cada persona aporte lo necesario a la causa común del grupo, para que le resulte más fácil llegar vivo a la otra orilla del río. Para no indigestarse con el postre en la luna de miel, el esposo debe procurar que todos reciban la parte del festín que les corresponde. ¿Y en qué consiste el premio? La dote incluye chivos, mulas, tierras y collares de tumas (una variedad exótica de piedras preciosas). La cantidad depende de la belleza de la novia y de la posición social de la familia. Para reunir el pedido y entregarlo en el plazo establecido, el enamorado acude si es necesario a sus propios parientes, ya que ellos también esperan que el matrimonio valga la pena y los beneficie.

La Guajira es uno de los departamentos colombianos de mayor riqueza mineral. Produce 500 millones de pies cúbicos de gas natural al día y 25 millones de toneladas de carbón al año. Su volumen de sal, de acuerdo con estimativos de Alejo D’Luque, representa casi el 50 por ciento del total del país. También están los peces y la energía eólica. Hubo un tiempo en que el Wayúu disfrutaba libremente de muchos de esos recursos, como si los creyera escriturados por el viento. Pero un día llegaron los alijunas a trastornarlo todo con sus gobernantes, sus políticos, sus jueces, sus trámites, sus documentos de identidad, sus elecciones y sus masacres. Desde entonces, la vida no ha sido igual para los indígenas.

Aparte de cultivar una charca familiar en las salinas del pueblo, Juan Sierra Ipuana es palabrero. Así se designa en español a la persona conocida en lengua Wayúu con el nombre de Pütchipuu. Su función es mediar en los conflictos interfamiliares, a fin de lograr un arreglo rápido que sea justo para ambas partes y proteja el equilibrio social de la etnia.

El palabrero es elegido invariablemente por el ofendido y no debe pertenecer a ninguna de las partes enfrentadas. Cuando acepta el encargo, se dirige a la ranchería del agresor para “llevarle la palabra”. Ante el grupo reunido en pleno, el Pütchipuu aclara de entrada cuál es su misión y quiénes se la encomendaron. Después expone la gravedad del daño causado y señala el monto de la reparación exigida por los afectados. Si el jefe del clan está de acuerdo con la multa, lo que sigue es fijar la forma de pago. Si no, tiene derecho a plantear una contrapropuesta que el propio palabrero transmite a la familia que le asignó la tarea. En algunos casos se necesitan varios viajes entre un lugar y el otro. Pero casi siempre el problema se resuelve con una o dos visitas. Cuando el culpable no tiene bienes para responder por su infracción, es declarado objetivo de guerra. Se entiende que el dictamen puede hacerse efectivo contra él o contra cualquiera de sus parientes.

“Mandar la palabra” es ejecutar, a través de un ritual político, una ley vieja y feroz. El palabrero no asume el papel de juez sino el de mediador. Por tanto, se mantiene neutral todo el tiempo. Ni siquiera toma partido por la familia que lo buscó. En el proceso de concertación oye injurias, oye amenazas, pero sólo transmite lo esencial de las razones: “fulano dice que puede pagarte con una recua de mulas”. Como buen canciller, se permite introducir una promesa cordial donde minutos antes había una sarta de adjetivos incendiarios: “me dijeron que van a ver si pueden reunir lo que tú pides”.

Se trata de un acto refinado en la forma pero inapelable en el fondo. Lo que te envían no es un dardo envenenado sino una palabra, pero esa palabra es de acero, te cobra las cuentas pendientes, te enrostra faltas cometidas y te amenaza de un modo tan sutil que no puedes evitarlo. Claro que también te ofrece una nueva oportunidad. Si usas con buen juicio el verbo que te mando, nos ganaremos ambos la gracia de librarnos de la guerra.

Ni siquiera cuando hay una muerte de por medio los dolientes pueden saltarse este ritual de conciliación para buscar la venganza directa. La compensación es proporcional al tamaño de la afrenta y a la posición social de la familia afectada. Se cobra por las calumnias, por los golpes físicos, por las imprudencias de borracho, por el hurto, por las ofensas verbales y por el homicidio. El pago se efectúa en dinero o con tierra y ganado. El palabrero no exige honorarios por su trabajo, pero el grupo que lo buscó le obsequia un porcentaje de la indemnización.

Arminda López les ordena a sus hijas Erica y Milagros que apaguen el televisor y se pongan a hacer oficio. A una le pide que barra, a la otra, que traiga dos vasos de chicha de maíz. Juan Sierra Ipuana, entre tanto, ha dejado de mirar a las gallinas. Ahora pela una vara delgada con un cuchillo basto de cocina.

De pronto, ruge el desierto. La arena se levanta, el viento arrastra una alpargata guaireña descosida en el empeine. “La brisa del nordeste es una escoba loca”, dice Sierra Ipuana, sonriente, mientras recibe el vaso de chicha que le trajo su hija. Cuando la muchacha se aleja, la manta le tiembla en el cuerpo.

Sierra Ipuana añada que si no fuera por el viento, la tierra ya se habría ahogado de calor. Su madre, otra criatura de metáforas, afirmaba que en la Guajira las sequías eran tan intensas que a veces las plantas salvajes se retorcían de sed y los sapos se morían sin saber nadar.

En esta ranchería, como en todas las de Manaure, los días fluyen lentos, sin sobresaltos. Sierra Ipuana explica que el Wayúu puede vivir a su ritmo porque no tiene ninguna deuda pendiente con el cielo.

Tanto él como su mujer son hijos de Wayúu con Alijuna. Los mestizos como ellos les enseñan a sus herederos la lengua nativa, pero además los obligan a aprender castellano para que puedan entender lo que dice la gente que vive más allá del desierto. A veces los muchachos repiten en español palabras que a sus padres no les causan ninguna gracia, como “jean descaderado” y “condón”.

—¡Apaguen ese puñetero televisor! —chilla entonces Arminda, por enésima vez.

Terminada la chicha, Sierra Ipuana pide a gritos un vaso de agua, para hacer buches y sacarse los granos de maíz que le quedaron atrancados entre los dientes. Después dice que no se cansa de agradecer el poder transformador de la palabra. Una palabra bien dicha desarma al enemigo, acerca al que se encuentra lejos, abre las puertas clausuradas, alegra al que está triste y apaga los incendios alevosos. En cambio cuando pronuncias una palabra altanera, las palomas se vuelven halcones, los ríos se salen de madre, los mares se enfurecen y hasta el problema más inútil adquiere de repente la fuerza suficiente para destruirte.

La tradición del palabrero es explicable porque en la cultura Wayúu la palabra es ley sagrada que no se lleva el viento. Además, en una etnia quisquillosa y competidora por naturaleza, siempre es bienvenido el que sabe calmar los ánimos. Cada conciliador ostenta una autoridad indiscutible. Tiene las llaves de la vida y de la muerte.

Sierra Ipuana considera que cumple bien con su trabajo porque logra que el ofendido reciba lo que se merece y el agresor no pague más de lo que debe. Así el problema muere en el acto, sin ninguna consecuencia lamentable.

Yo le digo que si nosotros, los Alijunas, pusiéramos en práctica ese ritual, con seguridad lo dañaríamos: el palabrero tendría tres secretarias y dos asistentes, los periodistas publicaríamos los insultos secretos de las partes durante el proceso de concertación y además habría que autenticar mil papeles en una notaría. Si alguna vez se lograra un arreglo no sería en menos de cinco años. Y al final la indemnización sólo alcanzaría para pagar las comisiones de los intermediarios.

Sierra Ipuana sonríe con malicia, pero casi en seguida adopta un rostro grave para reconocer que la justicia Wayúu, como todo lo que maneja el hombre, es falible. A veces la palabra se queda corta para curar las heridas y acercar a los enemigos. Entonces, se arma una matazón en la que corre sangre inocente.

La esposa le dirige una mirada tan severa como la que le envió a sus hijas hace un momento, cuando tenían prendido el televisor, y dice que hay ciertos problemas de la vida que no se pueden solucionar.

—Tampoco hay quien pueda acabar con la fiebre amarilla —exclama.

Viéndolo allí, con la camisa trepidante por la brisa del nordeste, pienso que Sierra Ipuana, hombre de metáforas, no tendría cabida en un mundo civilizado como el nuestro, en el que muchos pretenden cobrar a la brava hasta lo que no se les debe, pero nadie parece dispuesto a escuchar la palabra.

junio 09, 2006

Eurotrash - Irvine Welsh


EUROESCORIA
Irvine Welsh

Yo era antitodo y antitodos. No quería gente a mi alrededor. Esta aversión no suponía una enorme ansiedad traumática; era simplemente la madura convicción de mi propia vulnerabilidad sicológica y mi incapacidad para la convivencia. Los pensamientos se hacían sitio a empujones en mi cerebro abarrotado mientras luchaba por ordenarlos de un modo que sirviera de motivación a mi apática existencia.

Para otros Ámsterdam era un lugar mágico. Un verano luminoso; jóvenes disfrutando de los encantos de una ciudad que encarna las libertades personales. Para mí era sólo una sucesión de sombras grises y borrosas. Me repugnaba la aspereza de la luz del sol; rara vez me aventuraba a salir antes de oscurecer. Durante el día veía programas de televisión en inglés y holandés y fumaba mucha marihuana. Rab era un anfitrión poco entusiasta. Sin ningún sentido del pudor me informó que aquí en Ámsterdam lo conocían por “Robbie”.

El asco que Rab/Robbie sentía por mí parecía encender su rostro, absorbiendo el oxígeno del pequeño cuarto de estar en el que yo había montado un sofá cama. Observaba los músculos de sus mejillas crispados por la ira reprimida cuando llegaba, sucio, mugriento y cansado, después de un duro trabajo físico, y me encontraba aplatanado frente a la caja tonta, el ubicuo porro en la mano.

Era una carga. Llevaba aquí sólo una quincena y hacía tres semanas que me había desenganchado. Los síntomas físicos habían remitido: Si aguantas un mes desenganchado, tienes una oportunidad. No obstante, pensaba que era hora de buscarme un sitio propio. Mi amistad con Rab (ahora claro esta rebautizado como Robbie) no sobreviviría al planteamiento unilateral y parasitario sobre el que la había remodelado. Y esto era lo peor: no me importaba demasiado.

Una tarde, cuando llevaba con él más o menos quince días, pareció haberse hartado. “¿Cuándo vas a empezar a buscar curro, tío?”, preguntó, con una indiferencia evidentemente forzada.

“Estoy en ello, colega. Ayer me di un voltio por ahí, a ver si controlaba un poco, ¿sabes? Composición de lugar”, dije con sinceridad fingida. Seguimos en ese plan: forzada urbanidad, en la que subyacía un antagonismo mutuo.

Cogí el tranvía número 17 desde el deprimente barrio de Rab/Robbie situado en el sector occidental hasta el centro. En ese tipo de lugares no sucede nada: bloques de cemento y hormigón por todas partes; un bar, un supermercado, su restaurante chino. Podría haber estado en cualquier parte. Se necesitaba un centro para darle sentido a una ciudad. Podría haber estado en Wester Halies, o en Kingsmead, en uno de esos sitios para escapar de los cuales vine aquí. Pero no había escapado. Un vertedero de pobres al borde del cotarro es más o menos idéntico a otro, independiente de la ciudad a cuyo servicio esté.

En semejante estado de ánimo, no soportaba que se me acercara nadie. En esas circunstancias, Ámsterdam es el sitio equivocado donde estar. Apenas acababa de apearme en el Damrak y ya me estaban agobiando. Había cometido el error de mirar a mi alrededor para orientarme. “¿Francés? ¿Americano? ¿Inglés?”, me preguntó un tío con pinta de árabe.

“Que te den”, le dije entre dientes.

Me alejaba de él en dirección de una librería inglesa y todavía podía oír su voz desgranando una lista de drogas: “Hachís, heroína, cocaína, éxtasis…”

Durante lo que en principio iba a ser un relajante ramonear entre libros, me sorprendí organizando un debate interno sobre la posibilidad de levantar o no uno; habiéndome decidido en contra, me marché antes de que el impulso se hiciera irresistible. Satisfecho crucé la Plaza Dam hacia el barrio rojo. Un fresco crepúsculo había descendido sobre la ciudad. Paseé disfrutando la caída de la noche. En una bocacalle junto a un canal, cerca de donde las putas se sientan en las ventanas, un hombre se me acercó a paso alarmante. Rápidamente decidí que le rodearía el cuello con las manos y lo estrangularía hasta que muriera si intentaba establecer contacto conmigo. Me concentré en su nuez con intención homicida, el rostro retorcido en un gesto burlón y despectivo mientras sus fríos ojos de insecto se hinchaban lentamente de recelo.

“Hora, ¿tiene usted hora?”, preguntó atemorizado.

Negué bruscamente con la cabeza, dejándole atrás gustosamente mientras él arqueaba el cuerpo para evitar que lo barriera de la acera. En Warmoesstraat no resultó tan fácil. Un grupo de jóvenes disputaban batallas a la carrera: hinchas del Ajax y del Salzburgo. La copa de la UEFA. Claro. No soportaba el movimiento y el griterío. Me provocaba mayor aversión el ruido y la agitación que la propia amenaza de violencia. Opté por la línea de menor resistencia y me escabullí por una callejuela hasta un bar marrón.

Era un puerto tranquilo, en calma. A parte de un hombre de piel oscura y dientes amarillos (jamás había visto dientes tan amarillos), que estaba enchufado a un fliper, los únicos habitantes del lugar eran el camarero y una mujer sentada en una banqueta junto a la barra. Compartían una botella de tequila y su risa y gestos de intimidad indicaban que su relación iba más allá de la de tabernero-cliente.

El barman estaba poniendo a punto a la mujer con chupitos de tequila. Estaban un poco bebidos, exhibían una coquetería de sacarina. El hombre tardó un rato en advertir mi presencia en la barra. De hecho, fue la mujer quien tuvo que atraer su atención sobre mí. Su reacción fue ofrecerle un azorado encogimiento de hombros, aunque era evidente que yo no podía importarle menos. Más aún, podía notar que mi presencia era un estorbo.

En ciertos estados anímicos me habría ofendido semejante negligencia y, desde luego, habría reaccionado. En otros la habría armado. En aquel momento, sin embargo, me hacía feliz que me ignorasen; confirmaba que era tan invisible como deseaba. No me importaba.

Pedí una Heineken. La mujer parecía empeñada en hacerme partícipe de la conversación. Yo estaba igualmente empeñado en evitar cualquier contacto. No tenía nada que decirle a aquella gente.

“Entonces, ¿de donde eres con semejante acento?”, rió, los rayos X de su mirada recorriéndome de arriba abajo. Cuando sus ojos se encontraron con los míos vi ese tipo de persona que, a pesar de su apariencia amistosa, siente una inclinación instintiva por las intrigas manipuladoras. Quizá contemplaba mi reflejo.

Sonreí. “De Escocia”.

“¿Sí? ¿De dónde? ¿Glasgow? ¿Edimburgo?”

“De todas partes un poco, en realidad”, respondí, suavemente y con aire de estar de vuelta de todo. ¿Es que importaba por qué asquerosas ciudades y barrios idénticos me habían arrastrado, mientras crecía en esa horrenda e insípida nacioncilla?

Ella no obstante se rió y parecía pensativa, como si yo hubiese dicho algo realmente profundo. “De todas partes un poco”, rumió. “Como yo. De todas partes un poco”. Se presentó como Chrissie. Su amiguito, o el que a juzgar por sus mimos pretendía ser su amiguito, se llamaba Richard.

Desde detrás de la barra, Richard me lanzaba disimuladas miradas de resentimiento antes de que me volviese a mirarle; lo había advertido en uno de los espejos del bar. Su respuesta consistió en agachar la cabeza, después pronunció un “Hola” a regañadientes, y se palpó furtivamente una descuidada barba que, acentuando más que ocultando el paisaje lunar del que brotaba, crecía en una cara picada de viruelas.

Chrissie hablaba atropellada y efusivamente, haciendo observaciones mundanas y citando ejemplos triviales de su propia experiencia para respaldarlos.

Acostumbro a mirar los brazos desnudos de la gente. Los de Chrissie estaban cubiertos de cicatrices de chutes; de esos que dejan siempre feos costurones. Aún más evidentes resultaban las marcas de los tajos; a juzgar por su profundidad y localización, más del tipo consecuencia de la aversión por uno mismo o respuesta a la frustración que de la variedad intento-serio-de-suicidio. Su rostro era franco y vivaz, pero sus ojos tenían ese aspecto acuoso y menguado común en los traumatizados. Leí en ella como en un mapa mugriento de todos los lugares a donde no hay que ir: adicción, crisis nerviosa, psicosis de drogodependencia, explotación sexual. En Chrissie vi a alguien que se había sentido mal consigo misma y con el mundo y había tratado de aliviarse chutándose y follando sin comprender que lo único que hacía era agravar el problema. No me eran en absoluto desconocidos algunos de los lugares por los que había pasado Chrissie. Sin embargo, daba la impresión de haberse pertrechado muy mal para tales visitas y de tener cierta tendencia a quedarse más de lo debido.

De momento sus problemas eran, a simple vista, la bebida y Richard. En principio pensé: Con tu pan te lo comas. Encontraba bastante repulsiva a Chrissie. Gruesas capas de grasa envolvían su cuerpo alrededor de la cintura, los muslos y las caderas. Era a todas luces una mujer machacada cuya única resistencia a los envites de la madurez consistía en vestir con ropa demasiado juvenil, ajustada y reveladora de una silueta entrada en carnes.

Volvió coquetamente hacia mí su rostro mantecoso. Aquella mujer me producía ligeras náuseas; una belleza ya granada, y todavía intentando desplegar con desenfado un magnetismo sexual que ya no poseía, totalmente ajena a la grotesca caricatura de vodevil en que se había convertido.

Fue entonces cuando, paradójicamente, se adueñó de mí un horrible impulso, que parecía haberse originado en un área indeterminada detrás de mis genitales; aquella persona que me repugnaba, aquella mujer, sería mi amante.

¿Por qué iba a ser así? Quizá a causa de mi natural perversidad; quizá porque Chrissie era ese extraño círculo en el que repulsión y atracción se dan la mano. Acaso porque yo admiraba su terca resistencia a reconocer la implacable mengua de sus posibilidades. Se comportaba como si hubiese nuevas, excitantes y enriquecedoras vivencias a la vuelta de la esquina, a pesar de todas las evidencias en contra. Sentí el impulso gratuito, como a menudo me sucede con personas semejantes, de zarandearla y gritarle la verdad a la cara: Eres un feo e inútil pedazo de carne. Tu vida ha sido desesperante y abominable hasta ahora, y sólo puede empeorar. Deja ya de engañarte, joder.

Un amasijo de emociones enfrentadas, despreciaba a alguien activamente y al mismo tiempo planeaba su seducción. No fue hasta más tarde cuando reconocí, entre aterrorizado y avergonzado, que aquellas emociones no eran en absoluto opuestas. En aquel momento, sin embargo, no estaba seguro de si Chrissie coqueteaba conmigo o simplemente intentaba provocar al pobre Richard. Quizá ni ella misma lo supiese.

“Mañana vamos a la playa. Tienes que venir”, dijo ella.

“Eso sería estupendo”, sonreí ampliamente, mientras Richard palidecía.

“Puede que tenga que trabajar…”, balbuceó nerviosamente.

“Pues si tú no nos llevas, tendremos que ir solos” dijo ella con una sonrisa bobalicona, como de niña pequeña, una táctica que emplean frecuentemente las putas, cosa que con casi toda certeza fue alguna vez, cuando todavía su físico se lo permitía.

Decididamente estaba llamando a una puerta abierta.

Bebimos y hablamos hasta que un Richard cada vez más nervioso cerró el bar y nos fuimos a un café a fumar unos porros. La cita quedó formalizada; al día siguiente renunciaría a mi vida nocturna a cambio de un día de jolgorio playero con Chrissie y Richard.

Richard estaba muy crispado cuando al día siguiente nos llevó en coche a la playa. Me complacía observar cómo palidecían sus nudillos al volante mientras Chrissie, vuelta hacia atrás en el asiento de adelante, se deleitaba conmigo en una charla frívola y ligeramente coqueta. Chrissie acogía con carcajadas frenéticas cada uno de los chistes malos o anécdotas aburridas que salían de mis labios, mientras Richard sufría en un tenso silencio. Notaba que su odio hacia mí crecía por momentos, le oprimía, debilitaba su respiración, enturbiando su actividad mental. Me sentía como un crío repelente que sube el volumen del mando a distancia sin otro propósito que incordiar a un adulto.

Sin pretenderlo, logró cierto grado de venganza cuando puso una cinta de los Carpenters. Yo me retorcía de fastidio mientras él y Chrissie acompañaban con la voz. “Qué pérdida tan terrible, Karen Carpenter”, dijo ella en tono solemne. Richard asintió tétricamente. “Triste, ¿no, Euan?”, preguntó Chrissie, intentando incluirme en su extraño pequeño festival de dolor por aquella estrella del pop muerta.

Sonreí afable y despreocupadamente. “Me importa un carajo. El mundo está lleno de gente que no tiene qué comer. ¿Por qué iba a importarme una mierda que una jodida yanqui privilegiada esté demasiado hecha polvo para llevarse al buche un tenedor lleno de papeo?”

Hubo un silencio de asombro. Finalmente Chrissie protestó: “¡Tienes una mente muy desagradable y cínica, Euan!”. Richard estuvo plenamente de acuerdo, incapaz de disimular el júbilo que le producía que yo la hubiese irritado. Incluso empezó a hacer los coros de “Top of the World”. A continuación, él y Chrissie empezaron a conversar en holandés y a reírse.

Me quedé impasible frente a aquella exclusión temporal. De hecho disfruté con su reacción. Richard sencillamente no comprendía la clase de persona que era Chrissie. Yo tenía la sensación de que le atraían la vileza y el cinismo porque se consideraba un agente transformador. Yo era un desafío para ella. Los serviles mimos de Richard la divertían a ratos; él era, no obstante, sólo un refugio estival, no un hogar permanente, soso y aburrido en última instancia. Al tratar de ser lo que él creía que ella quería que fuese, no le dejaba nada que cambiar; le negaba la satisfacción de producir un verdadero impacto en su relación. Mientras tanto, embaucaría a aquel pardillo, pues satisfacía su ilimitada vanidad.

Nos tumbamos en la playa. Nos lanzábamos la pelota. Era como una caricatura de lo que se supone que la gente hace en la playa. El espectáculo y el calor empezaron a incomodarme y me tendía a la sombra. Richard correteaba de un lado a otro con sus vaqueros cortados; moreno y atlético, a pesar de un estómago algo flácido. Chrissie tenía un aspecto vergonzosamente fofo.
Cuando se fue a buscar helados, dejándonos solos a Richard y a mí por primera vez, me sentí un tanto nervioso.

“Es estupenda, ¿verdad?”, dijo entusiasmado.

Sonreí de mala gana.

“Chrissie ha pasado mucho”.

“Ya”, asentí. Eso ya lo había deducido yo.

“Me inspira un sentimiento que no tengo por ninguna otra persona. Hace mucho que la conozco. A veces pienso que necesita que la proteja de sí misma”.

“Eso resulta un pelín demasiado conceptual para mí, Richard”.

“Tú ya me entiendes. Las manitas quietas”.

Sentí que mi labio inferior se fruncía en un gesto de insolencia refleja. Era la reacción deshonesta e infantil de quien no está dolido realmente pero finge estarlo a fin de justificar una futura agresión contra la otra parte, o lograr que se retracte. Era mi segunda naturaleza. Me complacía que creyese que me tenía calibrado. Si se hacía la ilusión de tener algún poder sobre mí se pondría gallito y por tanto bajaría la guardia. Escogería el momento y le arrancaría el corazón de cuajo. A duras penas podría considerarse un objetivo difícil, allí tendido sobre la manga de su camisa. Todo aquel asunto tenía tanto que ver con nosotros dos como conmigo y Chrissie; en cierto sentido, ella era sólo el campo de batalla en el que se libraría nuestro duelo. La natural antipatía que sentíamos desde nuestro primer encuentro se había incubado en el invernadero del trato habitual. En un tiempo asombrosamente corto había germinado hasta convertirse en un fruto maduro de odio.

Richard no se arrepintió de su inoportuno comentario. Muy al contrario, redobló su ataque, tratando de esculpir en mí la imagen adecuada a su odio. “Los holandeses fuimos a Sudáfrica. Vosotros, los británicos, nos oprimisteis. Nos metisteis en campos de concentración. Fuisteis vosotros los que inventasteis los campos de concentración, no los nazis. Les enseñasteis eso y el genocidio. Fuisteis muchísimo más eficaces con los maoríes en Nueva Zelanda que Hitler con los judíos. No estoy disculpando lo que hacen los boers en Sudáfrica. Para nada. Jamás. Pero los británicos les metisteis el odio en el corazón, los embrutecisteis. La opresión engendra opresión, no entendimiento”.

Sentí crecer en mí un impulso de ira. Casi estuve tentado de lanzarme a un discurso sobre mi condición de escocés, no británico, y los escoceses como la última colonia oprimida del Imperio Británico. Pero es que no me lo creo; los escoceses se oprimen solos con esa obsesión por los ingleses, que engendra los extremos del odio, el temor, el servilismo, el desprecio y la dependencia. Además, no estaba dispuesto a dejarme arrastrar a una discusión con aquella maricona imbécil.

“No presumo de entender mucho de política, Richard. Pero sí te diré que tu análisis me resulta un tanto subjetivo”. Me incorporé, sonriendo a Chrissie, que había regresado con cartones de Hägen-Dazs coronados de slagroom (nata batida).

“¿Sabes lo que eres, Euan? ¿Lo sabes?”, me pinchaba. Era evidente que Chrissie había estado repasando la lección mientras había ido por los helados. Ahora nos castigaría con sus observaciones. Me encogí de hombros. “Mírale, el Hombre de Hielo. Yo ya he estado allí, eso ya lo he hecho yo. Estás igual que Richard y yo. Dando tumbos. ¿A dónde decías que querías ir algún día?”

“Ibiza”, le dije, “o Rimini”.

“Por la movida de los raves o el éxtasis”, apuntó ella.

“Es una buena movida”, asentí. “Menos peligrosa que la del caballo”.

“Bien podría ser”, dijo ella con presunción. “No eres más que Euroescoria, Euan. Todos lo somos. Aquí es donde el mar arroja toda la escoria. El puerto de Ámsterdam. Un cubo de basura para la Euroescoria”.

Sonreí y abrí otra Heineken de la nevera de Richard. “Beberé por eso. ¡Por la Euroescoria!”, brindé.

Chrissie entrechocó entusiasmada su botella con la mía. Richard se unió a regañadientes.

Mientras que era obvio que Richard era holandés, me resultaba difícil situar el acento de Chrissie. Si a veces tenía un dejo de Liverpool, por lo general parecía un híbrido de inglés de clase media y francés, aunque estaba seguro de que era todo pose. Pero de ningún modo iba a preguntarle de dónde era sólo para que me dijera: De todas partes un poco.

Cuando volvimos a Dam aquella noche, vi que Richard se temía lo peor. En el bar intentó atiborrarnos de copas en lo que evidentemente era un intento desesperado de anular o invalidar lo que iba a ocurrir. Tenía la cara encajada en una expresión de derrota. Yo me iba a casa con Chrissie; no habría quedado más claro aunque ella lo hubiera anunciado en el periódico.

“Estoy destrozada”, bostezó. “El aire del mar. ¿Me acompañas a casa, Euan?”

“¿Por qué no esperas a que termine mi turno?, suplicó desesperadamente Richard.

“Ay, Richard, estoy completamente agotada. No te preocupes por mí. A Euan no le importa llevarme hasta la estación, ¿verdad que no?”

“¿Dónde vives?”, intervino Richard, dirigiéndose a mí, intentando recuperar cierto grado de control sobre los acontecimientos.

Enseñé la palma dando el alto, y me volví hacia Chrissie. “Es lo mínimo que puedo hacer después de que Richard y tú me hayáis hecho pasar un rato tan bueno. Además, yo también debería echar una cabezada”, proseguí, con un tono de voz bajo y empalagoso, dejando que una sonrisa pringosa y lánguida molease mis facciones.

Chrissie le dio a Richard un besito en la mejilla. “Mañana te llamo, cariño”, dijo ella, examinándole como una madre indulgente a un pequeño contrariado.

“Buenas noches, Richard”, sonreí mientras nos disponíamos a salir. Le sostuve a Chrissie la puerta y mientras salía me volví hacia el atormentado necio detrás de la barra, le guiñé un ojo y enarqué las cejas: “Dulces sueños”.

Paseamos por el barrio rojo, junto a los canales de Voorburg y Achterburg, disfrutando del aire y el bullicio. “Richard es increíblemente posesivo. Qué pesado”, rumió Chrissie.

“Es indudable que tiene un buen corazón”, dije.

Caminamos en silencio hasta Central Station, donde Chrissie cogía el tranvía hasta donde vivía, más allá del estadio de Ajax. Decidí que había llegado el momento de declarar mis intenciones. Me volvía hacia ella y dije: “Chrissie, me gustaría pasar la noche contigo”.

Se volvió hacia mí con los ojos semicerrados y el mentón sacado. “Eso me parecía”, contestó con presunción. Era de una arrogancia increíble.

Un traficante apostado en un puente sobre el canal de Achterburg nos apuntó con la mirada. Haciendo gala de un agudo sentido del oportunismo y el espíritu mercantil musitó: “Ecstasy for the sex”. Chrissie levantó una ceja e hizo ademán de detenerse, pero yo la conduje hacia delante. La gente dice que los X son buenos para follar, pero a mí sólo me dan ganas de bailar y dar achuchones. Además hacía tanto tiempo desde la última vez que tenía las gónadas como globos saltarines. Lo último que necesitaba era un afrodisíaco. Chrissie no me atraía. Me hacía falta un polvo, así de simple. El jaco tiende a imponer una moratoria sexual y el despertar poscaballo te machaca sin remisión; y si te pica te rascas. Estaba harto de meneármela sentado en el cuarto de estar de Rab/Robbie, del rancio y mohoso olor de mi lefa mezclándose con los vapores del hachís.
Chrissie compartía apartamento con una chica guapa y nerviosa llamada Margriet, que se comía las uñas, se mordía el labio inferior y hablaba el holandés con rapidez y el inglés con lentitud. Nos quedamos charlando un rato, y a continuación Chrissie y yo nos fuimos a la cama en su habitación de color pastel.

Empecé a besarla y a tocarla, Richard nunca se alejaba de mis pensamientos. No quería preliminares, no quería hacer el amor, con aquella mujer no. Quería follármela. Ya. La única razón por la que le metía mano era Richard; pensaba que si me lo tomaba con calma y hacía un buen trabajo, tendría mayor dominio sobre ella y por tanto la oportunidad de fastidiarle mucho más.

“Fóllame…”, murmuró. Levanté el edredón y me estremecí automáticamente al ver de reojo su vagina. Era fea; roja y con cicatrices. Estaba un poco avergonzada y me explicó tímidamente: “Una amiga y yo estuvimos jugando… con botellas de cerveza. Fue simplemente una de esas cosas que pasan cuando a una se le va la mano. Me duele tanto allá abajo…”, se frotó la entrepierna, “Házmelo por detrás, Euan, me gusta. Aquí tengo vaselina”. Se estiró para llegar al mueble que había junto a la cama y, revolviendo en un cajón, sacó un tarro de KY. Comenzó a engrasar mi polla erecta. “No te importa metérmela por el culo, ¿verdad? Copulemos como los animales, Euan…, eso es lo que somos, la Euroescoria, ¿recuerdas?”. Se dio la vuelta y empezó a aplicarse la vaselina en el culo, empezando por la hendidura entre sus nalgas y, a continuación, metiéndosela directamente en el ojete. Cuando hubo terminado metí el dedo para ver si había mierda. Anal no me importa, pero la mierda ya me supera. Sin embargo estaba limpio, y desde luego era más bonito que su coño. Sería mejor polvo que aquel revoltijo deforme lleno de cicatrices. Juegos de bolleras. Anda ya. ¿Con Margriet? ¡Seguro que no! Dejando aparte la estética, padecí ansiedad de castración, visualizando su chocho lleno aún de cristales rotos. Me conformaría con su culo.

Era evidente que lo había hecho antes, muchas veces, tanto daba de sí su ojete al horadarlo. Cogí sus pesadas nalgas con las dos manos mientras su repulsivo cuerpo se arqueaba frente a mí. Pensando en Richard le susurré: “Creo que necesitas que te protejan de ti misma”. Empujé con premura y me llevé un susto al ver de reojo en un espejo de la pared mi rostro retorcido, burlón, feo. Frotándose con fuerza su coño lesionado, Chrissie se corrió, sus grasientos pliegues bamboleándose de un lado a otro mientras yo descargaba dentro de su recto.

Después del sexo, ella me dio auténtico asco. El mero hecho de estar tendido a su lado me costaba esfuerzo. Casi no pude dominar la náusea. Hubo un momento en que intenté darle la espalda, pero me envolvió con sus grandes y fofos brazos y me atrajo hacia su pecho. Permanecí tendido, sudando frío y sintiendo auténtico desprecio por mí mismo, aplastado contra sus tetas, que eran sorprendentemente pequeñas para su constitución.

Durante las semanas siguientes Chrissie y yo seguimos follando, siempre de la misma manera. El rencor que Richard sentía por mí aumentó en relación directa con estas actividades sexuales, pues, aunque estuve de acuerdo con Chrissie en no revelarle nuestra relación, era algo así como un secreto a voces. En cualquier otra circunstancia habría exigido que me clarificara el papel de aquella comadre en nuestro rollo. Sin embargo, ya planeaba dejar mi relación con Chrissie. Para ello, razoné, sería mejor que mantuviese próximos a Chrissie y Richard. Era extraño que no tuviesen un círculo más amplio de amistades; sólo conocidos como Cyrus, el tío que jugaba la fliper en el bar de Richard. Teniendo esto presente, lo que menos me convenía era que se distanciaran. Si eso sucedía, jamás me libraría de Chrissie sin causarle a aquella zorra inestable un montón de dolor. Cualesquiera que fuesen sus defectos, no se merecía más.

No engañé a Chrissie; esto no es meramente un intento retrospectivo de autojustificación por lo que estaba a punto de suceder. Estoy seguro de ello, pues recuerdo con claridad una conversación que tuvimos en un coffee shop en Utrectestraat. Chrissie estaba muy ufana y empezaba a hacer planes para que nos fuéramos a vivir juntos. Aquello no tenía ningún sentido. Le dije abiertamente lo que le había estado diciendo solapadamente con mi comportamiento, si se hubiese tomado la molestia de reparar en él.

“No esperes nada de mí, Chrissie, no sé dar. No tiene nada que ver contigo. Soy yo. No puedo comprometerme. Nunca seré lo que tú quieres. Puedo ser tu amigo. Podemos follar. Pero no me pidas que dé. No sé”.

“Alguien ha debido hacerte muchísimo daño”, dijo sacudiendo la cabeza mientras soltaba una bocanada de humo de hachís sobre la mesa. Intentaba convertir su evidente resentimiento en sentimientos de lástima por mí, y fracasaba miserablemente.

Recuerdo aquella conversación en aquel coffee shop porque tuvo el efecto opuesto al que yo deseaba. Se obsesionó aún más conmigo; yo era ahora un desafío mayor.

Y ésa era la verdad, pero quizá no toda: No podía dar con Chrissie. No se pueden imponer sentimientos donde no los hay. Pero para mí las cosas estaban cambiando. Me sentía más fuerte física y mentalmente, más dispuesto a abrirme a los demás, listo para desprenderme de mi inexpugnable coraza de amargura. Sólo necesitaba la persona adecuada.

Conseguí un empleo de recepcionista-portero-chico-para-todo en un pequeño hotel en el Damrak. El horario era largo y poco regular y me sentaba en la recepción a ver la televisión o a leer, silenciando suavemente a los jóvenes huéspedes borrachos y fumados que se dejaban caer a cualquier hora. Durante el día comencé a asistir a clase de holandés.

Para alivio de Rab/Robbie, salí de su casa y me trasladé a una habitación de un hermoso apartamento en una casa del canal particularmente estrecha en Jordaan. La casa era nueva; había sido totalmente reconstruida debido al hundimiento del edificio anterior en el solar débil y arenoso de Ámsterdam, pero fue edificada siguiendo el estilo tradicional de sus vecinas. Era sorprendentemente asequible.

Después de irme, Rab/Robbie volvió a parecerse al de antes. Era más amigable y sociable conmigo, quería que saliera a beber y fumar con él; a conocer a todos los amigos que había mantenido lejos de mí por preocupación, no fuera a ser que el yanqui ese los corrompiera. Eran típicos elementos años sesenta perdidos en el túnel del tiempo de Ámsterdam, que fumaban mucho hachís y se cagaban de miedo con lo que ellos llamaban “drogas duras”. Aunque yo no les aguantaba demasiado, estuvo bien volver a estar en pie de igualdad con Rab/Robbie. Un sábado por la tarde estábamos fumados en el café Floyd y nos sentimos lo bastante cómodos para poner nuestras cartas sobre la mesa.

“Me alegro de verte centrado, tío”, dijo él: “Estabas fatal cuando llegaste aquí”.

“Fue verdaderamente estupendo que me acogieras, Rab… Robbie, pero no fuiste un anfitrión muy amistoso, todo hay que decirlo. Menudo careto ponías cuando llegabas por la noche”.

Sonrió. “Comprendo lo que dices, tío. Supongo que te puse aún más tenso de lo que estabas. Es que alucinaba un poco, ¿sabes? Todo el día trabajando como un cabrón y llegas a casa y ahí está el capullo demacrado ese intentando dejar el caballo…, quiero decir, que pensaba y tal: ¿Qué te has echado encima, tío?”

“Ya, supongo que abusé de tu confianza, y fui un poco sanguijuela”.

“Nah, tan malo no fuiste, tío”, dijo cediendo, todo meloso. “Estaba demasiado crispado y eso. Es que, ya sabes, soy de esos que necesitan su propio espacio, ¿sabes?”.

“Lo comprendo, tío”, dije, tragándome un gran trozo de tarta espacial, y a continuación sonreí con vehemencia. “Capto las vibraciones cósmicas que emites, tío”.

Rab/Robbie sonrió y le dio una profunda calada a un peta. El polen estaba muy dulce. “Sabes, tío, me pillaste en un plan muy gilipollas. Toda esa mierda de Robbie. Llámame igual que siempre, como en Escocia. Como en Tollcross. Rab. Ese soy yo. Ese seré siempre. Rab Doran. Rebeldes de Tollcross. T.C.R. Qué tiempos, ¿eh, tío?”.

Fueron unos tiempos bastante desastrosos en realidad, pero el hogar siempre parece mejor cuando estás lejos, y más aún desde detrás de una neblina de hachís. Fui cómplice de su fantasía y recordamos viejas historias con unos cuantos porros más antes de irnos de bares y ponernos hasta el culo de alcohol.

A pesar del redescubrimiento de nuestra amistad, pasaba muy poco tiempo con Rab, principalmente a causa de los turnos de mi trabajo. Durante el día, si no iba a clases de idioma, empollaba o echaba una cabezadita antes de mi turno en el hotel. Una de las personas que vivía en el piso era una mujer llamada Valerie. Me ayudaba con el holandés, que mejoraba a pasos agigantados. Mis nociones de francés, español y alemán mejoraban también debido a los numerosos turistas con los que me relacionaba en el hotel. Valerie se convirtió en una buena amiga, y, lo más importante, tenía una amiga llamada Anna de la que me enamoré.

Fue una época hermosa para mí. Mi cinismo se evaporó y la vida me parecía una aventura de ilimitadas posibilidades. NI qué decir tiene que dejé de verme con Chrissie y Richard y raras veces me acercaba al barrio rojo. Representaban las huellas de una época más andrajosa y sórdida que creía haber dejado atrás. Ya no quería ni necesitaba embadurnarme la polla con aquella vaselina y hundirla en el fofo culo de Chrissie. Tenía una novia joven y hermosa con la que hacer el amor y eso es lo que hacía durante la mayor parte del día antes de salir tambaleándome para el último turno, colocadísimo de sexo.

La vida fue poco menos que idílica durante el resto de ese verano. Esta situación cambió un día; un día claro y cálido en el que Anna y yo nos encontrábamos en la Plaza Dam. Me sobrecogí cuando vi que Chrissie se acercaba a nosotros. Llevaba gafas oscuras y parecía más hinchada que nunca. Estuvo empalagosamente agradable e insistió en que fuéramos a tomar una copa al bar de Richard en Warmoesstraat. Aunque me inquietaba, tenía la sensación de que de tratarla con frialdad provocaría un escándalo mayor.

Richard estaba encantado de que yo tuviera una novia que no fuese Chrissie. Jamás le había visto tan franco conmigo. Me sentí vagamente avergonzado por haberle atormentado. Hablaba de su ciudad natal, de Utrecht.

“¿Qué famosos son de Utrecht?”, le dije para picarle un poco.

“Ah, mucha gente.”

“¿Ah sí? Nómbrame a uno.”

“A ver, eh, Gerald Vanenberg.”

“¿El del PSV?”

“Sí.”

Chrissie nos miró de un modo hostil. “¿Quién coño es Perlad Vanenberg”, saltó, volviéndose después hacia Anna y mirándola con las cejas enarcadas como si Richard y yo hubiésemos dicho algo ridículo.

“Un famoso futbolista internacional”, gimoteó Richard. Tratando de amortiguar la tensión, añadió: “Salía con mi hermana.”

“Apuesto a que te gustaría que hubiera salido contigo”, dijo Chrissie amargamente. Hubo un embarazoso silencio antes de que Richard nos suministrase más coscorrones de tequila.

Chrissie se dedicaba a hacerle zalamerías a Anna. Le acariciaba los brazos desnudos, diciéndole lo delgada y hermosa que era. Anna probablemente estaba avergonzada, pero lo llevaba muy bien. A mí me ofendía que aquella bollera gorda sobara a mi novia. Se volvió más hostil conmigo a medida que corría la bebida, preguntándome cómo me iban las cosas, a qué me dedicaba. Su voz había adoptado un tono de desafío.

“Sólo que ya no le vemos tanto últimamente, ¿no es así, Richard?”

“Déjalo, Chrissie…”, dijo ansiosamente Richard.

Chrissie acarició la mejilla color melocotón de Anna. Anna le devolvió una sonrisa de incomodidad.

“¿Te folla como a mí? ¿Por tu hermoso culito?”, preguntó.

Sentí que me arrancaban la carne de los huesos. El rostro de Anna se retorció de desazón al volverse hacia mí.

“Creo que será mejor que nos marchemos”, dije.

Chrissie me tiró encima un vaso de cerveza y empezó a insultarme. Richard la sujetaba desde detrás de la barra, de lo contrario me habría golpeado. “¡COGE A TU ASQUEROSA GUARRILLA Y LARGATE! ¡UNA MUJER DE VERDAD ES DEMASIADO PARA TI, JODIDA ALIMAÑA YONQUI! ¿LE HAS ENSEÑADO YA LOS BRAZOS?”

“Chrissie…”, dije débilmente.

“¡A TOMAR POR CULO! ¡VETE A TOMAR POR CULO! ¡VETE A TIRATE A TU NIÑITA, PUTO PEDERASTRA! ¡YO SOY UNA MUJER DE VERDAD, UNA MUJER DE VERDAD, JODER!...”

Hice salir del bar a Anna. Cyrus me enseñó sus dientes amarillos y encogió sus anchos hombros. Me volví y vi a Richard confortando a Chrissie. “Soy una mujer de verdad, no una niñata”.

“Eres una mujer hermosa, Chrissie. La más hermosa”, le oí decir consoladoramente.

En cierto sentido, fue como una bendición. Anna y yo fuimos a tomar una copa y le conté toda la historia de Chrissie y Richard, sin dejarme nada. Le conté lo hecho polvo y amargado que estaba, y cómo, aunque no le había prometido nada, había tratado a Chrissie bastante vilmente. Anna lo comprendió y nos olvidamos del episodio. Gracias a aquella conversación me sentí aún mejor y más desinhibido, mi último problemilla en Ámsterdam quedaba aparentemente resuelto.

Era extraño, pero como Chrissie estaba tan jodida, casi pensé en ella unos días después cuando dijeron que habían pescado el cuerpo de una mujer en Ooesterdok, junto a Central Station. Sin embargo, lo olvidé rápidamente. Disfrutaba de la vida, o al menos lo intentaba, aunque las circunstancias trabajaban en contra nuestra. Anna acababa de entrar en la universidad, para estudiar diseño de moda, y con mis turnos en el hotel éramos como barcos en la noche, así que estaba pensando en dejarlo y buscar otro trabajo. Había ahorrado un buen fajo de florines.

Sopesaba el asunto una tarde cuando oí que alguien aporreaba la puerta. Era Richard, y cuando le abrí me escupió a la cara. Estaba demasiado estupefacto para enfadarme. “Asesino de mierda”, me dijo con desprecio.

“Qué…”. Lo sabía, pero no lo entendía. Mil impulsos recorrieron mi cuerpo dejándome petrificado.

“Chrissie está muerta.”

“Ooesterdok…, era Chrissie…”

“Sí, era Chrissie. Supongo que ahora te sentirás feliz.”

“NO, TIO… ¡NO!”, protesté.

“¡Embustero! ¡Jodido hipócrita! La trataste como si fuera una mierda. Tú y otros como tú. No le hiciste ningún bien, La usaste como un trapo viejo y luego te deshiciste de ella. Te aprovechaste de su debilidad, de su necesidad de dar. La gente como tú lo hace siempre.”

“¡No! No fue así”, supliqué, sabiendo muy bien que así había sido exactamente.

Se quedó de pie mirándome durante un rato. Era como si mirase más allá de mí, contemplando algo que no resultaba visible desde mi posición. Rompí un silencio que probablemente había durado sólo unos segundos, aunque parecieron minutos. “Quiero ir al funeral, Richard”.

Me sonrió cruelmente. “¿En Jersey? No irás allí.”

“Las islas Normandas…”, dije dudando. No sabía que Chrissie era de allí. “Iré”, le dije. Estaba decidido a ir. Me sentía lo bastante culpable. Tenía que ir.

Richard me escrutó despectivamente y entonces empezó a hablar en un tono de voz bajo, abrupto. “St. Helier, Jersey. En casa de Robert Le Marchand, el padre de Chrissie. Es el próximo martes. Su hermana estuvo aquí, haciendo las gestiones para llevarse el cadáver”.

“Quiero ir. ¿Tú vas?”

Se burló de mí. “NO. Está muerta. Yo quise ayudarle cuando vivía”. Se dio la vuelta y se marchó. Vi como su espalda se desvanecía hasta desaparecer, y a continuación entré otra vez en el piso temblando incontrolablemente.

Tenía que llegar a St. Helier antes del martes. Ya me enteraría de los detalles del paradero de Le Marchand cuando llegase allí. Anna quería venir. Dije que no sería un buen compañero de viaje, pero insistió. En su compañía, y la de un sentimiento de culpa que parecía haberse filtrado hasta el coche de alquiler, conduje por las autopistas de Europa, atravesando Holanda, Bélgica y Francia, hasta el pequeño puerto de St. Malo. Después de registrarnos en un hotel barato, Anna y yo nos emborrachamos a tope. A la mañana siguiente tomamos el ferry para Jersey.

Llegamos el lunes por la tarde y buscamos otro hotel. No había absolutamente ningún aviso de funeral en el Jersey Evening Post. Conseguí un listín y traté de localizar a Le Marchand. Había seis, pero sólo un R. Por el auricular salió una voz de hombre.

“Diga.”

“Hola. ¿Podría hablar con el señor Robert Le Marchand?”

“Al habla.”

“Siento mucho molestarle a estas horas. Somos amigos de Chrissie, venimos de Holanda para el funeral. Tenemos entendido que es mañana. ¿Le importaría que asistiéramos?”

“¿De Holanda?”

“Sí. Estamos en el Hotel Gardener’s.”

“Bueno, han recorrido un largo camino”, declaró. Su pijo y suave acento inglés rechinaba. “El funeral es a las diez. La capilla de St. Thomas, justo al volver la esquina de su hotel, de hecho.”
“Gracias”, dije, mientras la línea se cortaba. De hecho… Por lo visto, todo era una simple cuestión de hecho para el señor Le Marchand.

Me sentí absolutamente agotado. Sin duda la frialdad y hostilidad de aquel hombre eran debidas a ciertas suposiciones sobre los amigos de Chrissie de Ámsterdam y las circunstancias de su muerte; su cuerpo estaba atiborrado de barbitúricos cuando lo pescaron en el puerto, aún más abotargado a causa del agua.

Durante el funeral me presenté a su madre y su padre. Su madre era una mujer pequeña y marchita, aún más menguada por la tragedia, que había alcanzando una fragilidad próxima a la nulidad. Su padre parecía que cargaba una enorme culpa que debía expiar. Puede percibir su sensación de fracaso y horror y ello me hizo sentirme menos culpable respecto de mi pequeño pero decisivo papel en el fallecimiento de Chrissie.

“No seré hipócrita”, dijo. “No siempre nos gustamos, pero Christopher era mi hijo y le quería.”
Sentí un nudo en el pecho. Los oídos me zumbaban y parecía que me faltaba el aire. No distinguía ningún sonido. Logré asentir y me excusé, alejándome del racimo de deudos reunidos alrededor de la tumba.

Me quedé temblando de confusión, mientras los acontecimientos pasados se abismaban en mi mente. Anna me abrazó con fuerza, y los asistentes debieron de pensar que me encontraba sumido en el dolor. Una mujer se acercó a nosotros. Era una versión más joven, más delgada y más bonita de Chrissie… Chris…

“Lo sabéis, ¿verdad?”

Me quedé contemplando el vacío.

“No le digáis nada a mamá y papá. ¿No os lo dijo Richard?”

Asentí sin comprender.

“Mamá y papá se morirían del disgusto. No saben lo de su cambio. Yo traje su cuerpo a casa. Hice que le cortaran el pelo y le pusieran un traje. Les soborné para que no dijeran nada… sólo provocaría dolor. No era una mujer. era mi hermano, ¿os dais cuenta? era un hombre. Así nació y así lo han enterrado. Cualquier otra cosa sólo haría sufrir a los que se quedan. ¿No os dais cuenta?”, suplicó. “Chris estaba confundido. Hecho un lío. Un lío aquí adentro”, se señaló la cabeza. “Dios, lo intenté, todos lo intentamos. Mamá y papá podían con lo de las drogas, incluso con la homosexualidad. Todo eran experimentos con Christopher. Trataba de encontrarse…, ya sabéis cómo son.” Me miró con un desprecio embarazoso: “Quiero decir esa clase de personas.” Empezó a sollozar.

Estaba consumida por el dolor y la ira. En semejantes circunstancias había que concederle el beneficio de la duda, aunque ¿qué ocultaba? ¿Cuál era el problema? ¿Qué tenía de malo la realidad? Como ex yanqui conocía la respuesta. A menudo es mucho lo que la realidad tiene de malo. En cualquier caso, ¿la realidad de quién?

“No pasa nada”, dije yo. Ella asintió en señal de agradecimiento antes de unirse al resto de su familia. No nos quedamos mucho. Había un ferry que coger.

Cuando volvimos a Ámsterdam, busqué a Richard. Se disculpó por haberla tomado conmigo. “Te juzgué mal. Chrissie estaba confusa. Tuvo poco que ver contigo. Fue una faena dejarte marchar sin contarte la verdad.”

“Nah, me lo merecía. El mierda del año, ése era yo”, dije tristemente.

Tomamos unas cervezas y me contó la historia de Chrissie. Las crisis, la decisión de reordenar radicalmente su vida y cambiar de sexo, gastándose la herencia considerable en el tratamiento. Empezó con hormonas femeninas, tanto estrógenos como progesterona. Éstas desarrollaron sus pechos, suavizaron su piel y redujeron el vello corporal. Su fuerza muscular menguó y la distribución de la grasa subcutánea se desvió en una dirección femenina. Se sometió a depilación eléctrica para suprimir el vello facial. A esto le siguió cirugía en la garganta lo que tuvo como resultado la extracción de la nuez y la suavización de la voz tras una terapia de entrenamiento.
Anduvo así durante tres años, antes de someterse a la cirugía más radical. Ésta se llevó a cabo en cuatro etapas: penectomía, castración, reconstrucción plástica y vaginoplastia, la formación de una vagina artificial, construida mediante la creación de un hueco entre la próstata y el recto. La vagina fue formada mediante injertos de piel procedentes del muslo y revestida con piel del pene y/o el escroto, lo cual, explicó Richard, hacía posibles las sensaciones orgásmicas. La forma de la vagina se consolidó a base de llevar un molde durante varias semanas después de la operación.

A Chrissie la cirugía le había provocado fuertes dolores, y por tanto tenía una enorme dependencia de los analgésicos, lo cual, dado su historial, no fue probablemente nada bueno. Ésa, pensaba Richard, era la auténtica clave de su fallecimiento. La vio salir andando desde su bar hacia la Plaza Dam. Se compró unos barbitúricos, los tomó, fue vista totalmente ida en un par de bares antes de acabar deambulando por el canal. Pudo haber sido suicidio o un accidente, o quizá la zona de penumbra que hay entre los dos.

Christopher y Richard habían sido amantes. Hablaba afectuosamente de Christopher, feliz de poder referirse a él ahora como Chris. Habló de todas sus obsesiones, ambiciones y sueños de ambos. A menudo estuvieron a punto de encontrar su nicho; en París, Laguna Beach, Ibiza y Hamburgo; estuvieron a punto, pero nunca lo bastante cerca del todo. No eran Euroescoria, sólo gente que trataba de ir tirando.

 
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