LAS FILIGRANAS DE PERDER

julio 09, 2007

Roca que Encuentra La Roca - Colaboración desde Colombia


ROCA QUE ENCUENTRA LA ROCA
Larry Mejía y Pablo Estrada

Que cada palabra mía fuese ahora como piedra de cien filos:
la llave inmisericorde que abra y destroce todo corazón.
O como dentellada de lobo que tiene prisa por llegar
a las vísceras palpitantes de su presa.
Pues mi propia pobre entraña está llagada y desnuda
viendo llegar a las escalinatas la delegación de mi pueblo:
mis hermanos, mi más inmediata semejanza.
Helos ahí, entre taciturnos y atónitos:
doblegados bajo la lluvia de su propia sangre
y con el guijarro de un “¿por qué?" en la garganta.

Jorge Zalamea

Ese tedio de miércoles, mitad de semana y de alguna forma limbo de un tiempo que parece detenerse (o estado de los justos antes de la redención), empuja a buscar en el fondo de una botella al menos un resacoso renacer. Así que esa noche decidimos buscarlo encaminándonos Carrera Séptima hacia el norte. La ciudad estaba húmeda de su lluvia y su fatiga. Los rostros se evadían entre sí. Sin embargo, resolvimos asistir al pequeño circo que tenía momentánea sede en un lugar del que a discreción de uno de los dos, el otro solía ser asiduo huésped.

—Vamos al homenaje del gran poeta —dijo éste.

—Pero, hermano, ¿para qué zapatos si no hay casa? —pronunció aquél.

—Pues para la dignidad.

—Y ¿para qué la dignidad?

—Pues para… para… ¡para la dignidad!, que "para qué" pregunta este hijueputa…

La impronta del cine nacional está bien marcada en nuestra memoria, sobre todo en nuestros diálogos.

Llegamos, pues, a lo que más parecía un desfile de esnobistas y otras hienas que un sincero homenaje. Allí estábamos, en ese hórrido y prestigioso antro del que tanto crédulo es devoto, incluido uno de nosotros dos, para gusto de uno y fastidio de otro, pero no importaba: no tenemos que estar de acuerdo, no somos familia, ni pareja, ni socios, somos apenas un par de pobres diablos —uno munífico, otro cicatero; uno insensato, otro elocuente… ¡qué importa cuál!, ¡qué importa cuánto!— llenos de odio, resentimiento y frustración, una soberbia infundada, una pizca de talento, cierto criterio, algo de cultura y nada de modales, restos de rebeldía adolescente, un inexplicable sentido común y el ímpetu suficiente para hacer lo que otros hijueputas en las mismas condiciones jamás se atreverían…

El lugar estaba lleno e igual que la calle, sudoroso y viciado, transpirando ese pringoso aire de intelectualismo barato que se consume con avidez en cuchitriles bohemios de la ciudad. Ese no sé qué sí sé dónde nos obligó a permanecer expectantes en aquella especie de serpentario donde las boas se enrollaban con elegancia mientras los crótalos se deslizaban con un dejo de arrogancia entre los asistentes, moviendo la cola y haciendo sonar sus cascabeles. Aunque el público no era tan numeroso como en otras ocasiones, de todos modos, no hubo puesto para nosotros. Muchos de los presentes no parecían para nada interesados en el evento que se llevaba a cabo; más de uno estaba allí para beber y parlotear, impresionar chicas impresionables en busca del polvote de la noche, o dárselas de ilustrado por su paupérrima erudición de bolsillo. Pedimos un par de cervezas y nos instalamos allí como quien no quiere la cosa. Y es que para ser honestos, no queremos la cosa y, si vamos más allá, la cosa nos es que nos quiera de a mucho a nosotros.

La luz de un proyector se encendió para dar paso a un recalcitrante y chapucero documental sobre el poeta colombiano ganador del premio José Lezama Lima otorgado días atrás por Casa de Las Américas. Se veía al escritor preparar con innecesaria solemnidad su café y saltar como picaflor de libro en libro, de mueble en mueble, fingiendo naturalidad, representando la supuesta cotidianidad del hombre de letras muy mal interpretada, hablando en tono mundano de la santidad de la poesía, hasta que en un momento determinado y poseído por el paroxismo propio de los ‘iluminados’, frente a su ventana, sostenía con una mano un retrato del joven Rimbaud y con la otra acariciaba la imagen con tal devoción que generó una empalagosa mezcla de pasión y engrudo, mediada por la ignorancia y la falta de criterio, que arrancaba desaforadas exclamaciones y tenues suspirillos entre propios y extraños.

Desatinos y disparates flotaban por el lugar fundiéndose con humo, pintalabios, sonrisas sibilantes de los ofidios allí presentes y música de protesta que cada tanto regenera la utopía socialista de los borrachos que asisten a este tipo de espectáculos. El asunto era tan patético que el propio vate pidió fuera suspendida la tortuosa proyección.

Cuando uno de nosotros reconoció entre los ilustres cogotes de la mesa principal el de su escritor sucio favorito hasta esa noche, que —según el otro— titula sus libros como si se tratase de un tabloide sensacionalista, quiso acercarse a saludarle y charlar un rato con él, pero titubeó antes de hacerlo finalmente. Junto a él estaban el gran poeta, el hijo de otro autor recaudador de premios literarios, creador de la saga del personaje más anodino y postizo de la narrativa nacional —para uno— o el más entrañable y convincente —para el otro— y una recua de seguidores que constituían el séquito del homenajeado. Su escritor sucio favorito saludó con tal desparpajo que ni siquiera le estrechó la mano. Eso sí, le invitó a sentarse entre los grandes y le presentó una chica libidinosa (eso lo constatamos con el paso de la noche) que le ofreció Boca que busca la boca, una antología de poesía erótica colombiana del siglo XX, prologada y seleccionada por el célebre poeta allí presente. Uno de nosotros con su tradicional apatía y su costumbre de no desperdiciar el dinero, le dijo que no le interesaba tal libro, pues no le gustaba ni el renombrado poeta, ni la llamada poesía erótica; por su sinceridad se granjeó la simpatía de ella.

Después de hablar un rato sin tener de qué hablar con la chica, uno de nosotros se aburrió y regresó con el otro. Codeándonos —literalmente— con los ‘selectos’ asistentes conseguimos un lugar de privilegio desde donde, sin mayor esfuerzo, podíamos observar el paisaje adyacente y ver a los recién llegados al vicioso círculo literario, haciendo ese vulgar numerito de flirteo intelectualoide, ensartando frases afectadas que intentan hacer mella en el escritor de moda, en tanto apuran a sus bocas el horrible ron… solo… pues en el sitio no hay cuba libre… allí son anti-imperialistas y no se vende Coca-Cola.

Era como estar en medio de un parque zoológico rodeado de la más diversa fauna: chacales y lobos, toda clase de víboras y lagartos, buitres, cerdos, perros, gusanos, viudas negras y mantis religiosas, tigresas, gatas, zorras, cacatúas, bagres, vacas, sapos y patos, un mosquito, un albino, ratas, camellos, asnos, gallinas, tórtolos y chorlitos, macacos, borregos, pulpos, alacranes, sangujuelas, comadrejas, cucarachas, abejorros, sabandijas, camaleones y delfines. Y nosotros siendo sólo un par de salmones fuera del agua. Parecía hora de irse. Uno fue a pedir la cuenta y otro fue a despedirse de su escritor sucio favorito. Se acercó a la mesa principal donde corrían parejo licor, algarabía, alarde, adulación y chabacanería, y se quedó allí bebiendo whisky. Y por pura inercia, ¿o por simple gravedad?, ¿o fuerza de atracción?, ¿u oposición?, no sabemos, el otro también terminó sentado a la mesa del poeta y sus epígonos, como convidado de piedra a aquel banquete de viandas humeantes de servilismo, hipocresía, parafraseo y ron. Pensándolo bien, desconocemos la razón de nuestra prolongada permanencia entre tan insidiosa audiencia, plagada de zalamerías y desproporcionados elogios para con el homenajeado, elevado a la categoría de gurú nacional de la poesía.

Y mientras los aspirantes a autores del ‘diario de un seductor’ sin tener ni idea del ‘concepto de la angustia’, exhibiendo sus modestas credenciales, cortejaban a las aspirantes a musas, galateas o Yoko Ono de poetas más ciegos que Milton, Borges u Homero, pigmaliones convertidos en ciclópeos polifemos o algún enceguecido Lennon de la literatura, celebraban su hazaña donjuanesca de quedarse con el alentador número del móvil que anotaron en la última página de la nueva antología de León De Greiff, descubríamos que las acompañantes de los escritores eran mejor compañía para nosotros —los convidados de piedra pero no de roca— que para ellos.

Entre ellas, tres gracias, a quienes uno de nosotros se dirigió. Una resultaba tan atractiva y misteriosa como un precipicio pero uno no quería abismarse ni resolver enigmas de una bella esfinge en un momento como ése. Otra le recordaba una de las chicas rusas de una película americana de terror. Estaba metida en el asunto de la poesía; por eso resultó fácil que dedicara toda su atención al hijo y promotor del segundo autor colombiano más importante de México. El primero es el del Nóbel, no Fernando Vallejo, hay que aclararlo. Y la última, una preciosa mujer bastante “amable” (como dice el otro: del verbo “amar”). Cuando estaba hablando con ella fue bruscamente interrumpido por un sujeto que esa noche leyó versos del poeta premiado de un libro prestado de la biblioteca pública que otros más tomaron como bitácora de ese inmóvil viaje, así como otra noche leyó con pose de poeta maldito lastimero en presencia de nosotros y quien le dijo al escritor sucio favorito:

—¿Recuerda cuando usted leyó El automóvil sepia y nadie lo escuchó? Pues yo estaba allí escuchándolo.

De lo que el escritor sucio favorito de uno de nosotros hasta esa noche con su efectista indiferencia no hizo comentario alguno. El otro de nosotros se acercó al sujeto y le dijo:

—¿Recuerda cuando usted leyó a Baudelaire aquí y nadie lo escuchó? Pues nosotros estábamos ahí y tampoco lo escuchamos.

El mismo de nosotros que había dicho eso, por efecto de los tragos y de lo molesto que se encontraba con aquella farsa, se atrevió a dirigirle la palabra al gran señor de toda letra.

—Buenas noches, ¿es usted el maestro?

—No, no lo soy.

—¡Ah, qué bien! Entonces ya que somos un par de alumnos, veamos qué podemos aprender de todo esto…

Y se fue dejando al ‘maestro’ con la palabra espuria en la boca y el peso de la vergüenza en la cabeza, inclinándosela por momentos, o quizá solo fuera la borrachera y la carga de los largos años de porfía para obtener un premio como el que le habían otorgado, construyendo su buena reputación de poeta comprometido e innovador y su mala fama de pendenciero, engreído, bebedor y mujeriego. No debió agradarle el comentario y probablemente para ahuyentar todo remordimiento se levantó y estuvo bailando y rumiando como vaca sagrada en las mejillas de las jóvenes recién paridas a esos ambientes literarios que no entienden pero a los que se acercan buscando en extraños autores cuyos nombres les sean más impronunciables la redención a su precaria inteligencia y su ostensible belleza.

Para uno de nosotros era curioso ver a su escritor sucio favorito departiendo con el hijo del autor del que tanto había despotricado y bailando esa música tropical a la que tan mal se había referido antaño y que a la requisición del otro por haber prometido la publicación del libro de uno, respondiera:

—Pablo está mejor así, déjalo seguir siendo felizmente inédito.

O

—Me estás confundiendo. Yo soy boxeador profesional, te debes estar refiriendo a otro.

Y:

—No creo que haya dos tipos tan feos que se llamen igual —fuera lo que le espetara el otro.

Uno también cuestionaba por qué a don Juan Manuel —no el Infante, sobrino de Alfonso El Sabio, autor de El conde Lucanor, sino el poeta premiado— se le considera un escritor socialmente comprometido, si lo único que ha hecho es crear un país de sueños y un mundo de espejos, jugando con el significado de las palabras e insertando uno que otro retrato de una dolorosa realidad nacional que vaya uno a saber qué tanto ha sufrido… ¿No será eso realismo mágico en poesía? ¿Será que hacen falta cien años de soledad para denunciar la masacre de las bananeras? Uno se preguntaba cómo es que alguien que vive en uno de los mejores barrios de la capital, arriba de ‘las escalinatas’ y tiene acceso a ‘templos’ y ‘palacios’, periódicos y parnasos, pudo dirigir una carta rumbo a Gales a una dulce señora contándole que lo habitan las calles de este país, por las cuales pasear es hacer un largo viaje por la llaga, un país donde hay hombres torturados y crecen la rabia y las orquídeas por parejo… ¿Será que este dulce señor en que se ha convertido el rebelde poeta de otrora, quien ahora afirma que escribir no es asunto de jóvenes, realmente sabe de calles y heridas o lo que es vivir entre lunas de ayer, muertos y despojos? ¿Será que él, como uno, tropieza con un cadáver cuando va a tomar un bus rumbo no a Gales sino a un lugar donde va en busca de empleo? ¿Será que a él como uno a uno le ha golpeado en la cara el puño de la humillación y en el estómago la patada del hambre?

Asqueados ya de semejante espectáculo tan bochornoso, de ese ruin baile de máscaras de coquetas cuarentonas que exhiben con timidez fingida sus marchitos encantos, de bohemios de pacotilla creyéndose más dandies que Wilde sin llegarle a las polainas, de acartonados mancebos que queriendo parecerse a Capote apenas alcanzan un indecente homosexualismo y una álgida adicción a cuanta cosa rara esté de moda y de escritores maduros que se defienden hábilmente con una retórica que semejante a sus pantalones a duras penas se ajusta adonde terminan sus nalgas, determinamos salir de allí diciendo: “De esta agua no beberé”, pues ya habíamos bebido bastante de otros más espiritosos líquidos y en esos fortuitos lances oscuros de las esquinas inconscientes del licor, habíamos tenido pequeñas batallas labiales con alguna áspid alicorada que gracias a dios (Baco) nunca faltan.

Y así, como el que quiere besar busca la boca y el que quiere pelear busca la roca, con el ferviente deseo latente de demostrar nuestra presencia e inconformidad, decidimos hacer algo para rescatar el espíritu de la fiesta.

Recordando al adolescente Chaplin, quien solía hurtar los cigarros del mercado, más que por cleptomanía para que le endilgaran crímenes mayores, como sucede en tan nobles casos pero sin creerse Charlie, sino igual que alguno de esos astutos autores que haciendo vil uso de sus conocimientos plagian escritores desconocidos para hacer nombre entre tanto incauto, uno de nosotros pensó que sería una buena ejecución de la ley del Talión escamotear el libro del ‘maestro’ y así ojo por ojo, palabra por palabra, quedar a mano. Con la complicidad terrorista del otro, dimos por terminada nuestra asistencia luego de sustraer un ejemplar del libro del gran poeta, el que había circulado de mano en mano, de boca en boca.

Una vez fuera del antro aquel y por un intempestivo relámpago de conciencia, caímos en cuenta de lo desagradable que sería ver en casa algún libro de este ídolo de barro cuyo embustero eslogan es que “una mentira bien contada tiene rango estético”, manchando con su presencia la de genuinos escritores. Recapacitamos que eso sería como poner una desagradable cabeza de buey como trofeo de caza y optamos por mejor arrancar sus páginas y arrojarlas al aire, en vez de llevarnos el estorboso ejemplar. No era otoño —en Colombia no hay estaciones como en Gales— pero aquella noche cayeron hojas marchitas sobre una parte de la ciudad.

Sabemos que todo esto fue como arrojar una piedra contra una montaña rocosa, escupir mientras llueve o enfrentar un tanque de guerra con un palo, pero era algo que teníamos que hacer o de lo contrario nos hubiésemos arrepentido siempre por no llevarlo a cabo y sencillamente lo hicimos.

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