LAS FILIGRANAS DE PERDER

julio 09, 2007

DAE: Quimica Contra El Amor - Colaboración desde Bogotá, Colombia


DAE: QUIMICA CONTRA EL AMOR
César Andrés Ramírez

Había que culpar al amor por los días más ridículamente tristes de mi vida. Sobretodo, había que culparlo por la desazón que encrudeció la pálida entrada de un otoño inmemorable en que se la pasó tan mal, como si arteria a la deriva, como si puño en un estómago hecho trizas, fuesen en efecto las mejores expresiones para describirme entonces. Sentía que ya no valía la pena luchar, que no había razones para esperar, que intentarlo de nuevo habría sido como tragar dos veces de un mismo plato inmundo. En serio, cuando digo que andaba como un cuerpo sin ánimo, como un sleepwalker que vive de continuo con la resaca de un pésimo sueño, había que creerme.

Pensé entonces que había que tomar un tratamiento contra el amor. Empezar un tratamiento de largo alcance que, en este caso, no era más que un tratamiento contra la memoria. Pero tomar algo garantizado, no como aquellos métodos que se intentan al principio del desengaño: mujeres y sombras, borracheras imperdonables, borramiento de fotos, e-mails, números telefónicos, en definitiva, todos aquellos procedimientos casi adolescenciales que estaban fallando, seguramente porque el curandero, al final, no deberías ser tú mismo, solo, contra tus propios registros. En definitiva, contra ti mismo.

Probé entonces con un poco de química. Un camino que podía resultar igualmente infructuoso, dañino o infalible, qué se yo, solo tenía la impresión de que había que intentarlo. Y fue así que me hice a un producto conocido como DAE, acaso las iniciales de un tónico poderoso que, dicen los dealers que me la suministran —como si supieran qué clase de violenta normatividad rige la exterminación de las huellas mnemónicas— es capaz de quemar las neuronas que archivan los recuerdos y capacitarte para el olvido como si alguien entrara en tu jardín incendiado y barriera sus hojas muertas.

El DAE se administra en cápsulas, al menos cada doce horas, y es tan ligeramente digerible que pasa por tu boca como si estuvieses besando unos blancos hombros descubiertos, como si estuviera provisto de suaves caricias en los huesos. Te sentías suavemente eufórico, sin resacas, sin efectos secundarios. Y además, cosa todavía más importante, estaba atacando justo al recuerdo maligno. Pero el DAE resultó ser más que un relajante cerebral. Llegó el día en que noté que no todo andaba bien y que por alguna razón ese temor derivado de la certeza de saber que ni olvidándolo todo es posible olvidar, que los contornos de la memoria no tienen nunca un límite determinado ni preciso, siempre estuvo ahí. Así fue que acabé pulverizando todo registro, aunque a pesar de ello, recuperé la emoción, la actividad.

¿Habré de dar gracias a esa pequeña ayuda para equilibrar los días? Ahora éstos pasan con esa misma absurda precisión con que una ola limpia la arena después de otra. Son las 12. Mañana o no noche no sé, no importa. Entre las recomendaciones está dosificarse, al menos, cada doce horas. Supongo que aún la vida conserva su sentido, pues la vida, supongo, se basa en la creación de gratificantes dependencias.

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