LAS FILIGRANAS DE PERDER

marzo 14, 2007

La Creación Colectiva en el Género Negro - Ponencia escrita a seis manos


LA CREACIÓN COLECTIVA EN EL GÉNERO NEGRO
Alex Acevedo, Néstor Pedraza, Carlos Ayala


(Este texto corresponde a la ponencia presentada por La Triada durante el II Simposio Internacional de Literatura organizado por la Universidad Central en 2006, y publicada en la edición de abril de 2007 de la revista Hojas Universitarias)

Ningún otro género se presta tanto para la creación colectiva como la novela negra. Primero, porque la colaboración interdisciplinaria coadyuva en la construcción de la estructura narrativa y en los detalles técnicos de la narración en sí. El hecho de poder contar con una contraparte que juzgue el desarrollo temático desde otra perspectiva, es fundamental para lograr la credibilidad de lo que se está contando, aún si la historia no se cimenta en el realismo absoluto. Segundo, porque la mano de un tercero enriquece no sólo los detalles técnicos, sino la perspectiva que tendrá el lector para acceder a la obra; es decir, mientras que en la obra de un único autor el lector aparentemente sólo lidia con la mente del escritor solitario, en el caso de la creación colectiva hay tras bambalinas uno u otros que lo están presionando en diferentes direcciones. Por supuesto, para hablar de creación colectiva en literatura, hemos escrito entre tres esta ponencia, no podría haber sido de otro modo.

El ejemplo clásico de colaboración en la escritura de la novela negra latinoamericana, lo dan Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares con su detective Isidro Parodi, en las obras Seis problemas para don Isidro Parodi (1942), Dos fantasías memorables y Un modelo para la muerte (ambos publicados en 1946), Crónicas de H. Bustos Domecq (1967) y Nuevos cuentos de H. Bustos Domecq (1977), firmadas por los dos autores con diversos seudónimos. Ambos escribieron, igualmente, los guiones de dos películas: Los orilleros y El paraíso de los creyentes.

Fieles a esta tradición, los tres ponentes de esta charla, Alex Acevedo, Carlos Ayala y Néstor Pedraza, nos enfrentamos en 2002 a la creación de la novela que nos valdría la Mención de Honor en el Concurso Nacional de Novela, y cuyo segundo capítulo (titulado Siete Hierbas y un Gatito) sería seleccionado para su publicación dentro de una antología de nuevos escritores preparada en 2006 por Arango Editores: El Instalador. Una novela negra, en la que un asesino serial en Bogotá hace de cada uno de sus crímenes una obra de arte, y los describe con detalle en sus diarios personales, que por cuenta del hacker informático Víctor Sinisterra, caen en manos del periodista Roberto Ledesma, quien a su vez los publica a nombre propio con gran éxito. A continuación nos vamos a concentrar en la descripción de esta faena creadora, centrándonos específicamente en la metodología utilizada para darle forma a la obra a seis manos.

Rememorando un ensayo de Cortázar, que dice “se puede partir de cualquier cosa, una caja de fósforos, un golpe de viento en el tejado, el estudio número 3 de Scriabin, un grito allá abajo en la calle, esa foto del Newsweek, el cuento del gato con botas”, partimos de una búsqueda infructuosa de la definición de un vampiro. Estábamos pensando en crear un vampiro creíble en el frío bogotano, es decir, estábamos rompiéndonos la cabeza contra la imposibilidad. Llegamos a la conclusión de que el vampiro como ser sobrenatural sólo podía ser engendrado a partir de las semillas más humanas. Así, desarrollamos a un hombre del común, que evade su condición humilde en ínfulas de superioridad intelectual y accionaria, llevando a cabo atroces crímenes que, a sus ojos, son creaciones del más elevado arte. Fue de este modo como en una inocente charla de amigos, surgieron los personajes que acompañarían a este asesino peculiar, cuya historia desarrollaríamos luego con la presión del cercano e inminente cierre de la convocatoria al concurso nacional ya mencionado.

EL DÍA EN QUE EL BOMBILLO SE PRENDIÓ

Néstor dice que se le ocurrió escribir el diario privado de un asesino serial en Bogotá, nacido como subproducto de un viejo trabajo suyo de literatura vampiresca que nunca vio la luz. La búsqueda de un vampiro que contara su propia historia, sin caer en la demagogia seudo humanística propia de Ann Rice, degeneró en la búsqueda de todo lo supuestamente vampiresco que es, en realidad, humano hasta el tuétano. Su teoría se fundamentaba en que para saber qué es un vampiro, había que desarrollar primero los elementos de una personalidad humana, sin olvidar los principios básicos de la tradición. La idea básica era describir desde el punto de vista del artista cada uno de sus crímenes, y cómo hacía de cada uno de ellos una obra de arte, una instalación florida de interpretaciones. Se le ocurrió además, que este asesino no tenía deseos de ser atrapado ni buscaba reconocimiento público, así que alguien debía encontrar su diario y apropiárselo para publicarlo, sólo así podríamos leerlo los demás. Ese alguien sería un periodista torcido y mediocre de un pasquín amarillista; hasta ahí, la historia no era más que un anecdotario de las visiones ambiciosas de un trío de borrachos, cazando zancudos.

Estábamos en la casa de Néstor. Acabábamos de ver varios capítulos de Cool Devices, una serie de anime hentai que contenía entre otras, la historia de un policía chueco que drogaba a su hijastra para tener sexo con ella. Habíamos visto en repetidas ocasiones en el cine, esta imagen de la degradación de la ley, o del acomodo de la ley a los intereses privados de un representante de la institución, verbigracia Flecha Rota, El Vengador Anónimo, El Negociador, Los Ángeles al Desnudo (basada en L.A. Confidencial, un texto de Raymond Chandler) o incluso La Gente de la Universal. También habíamos visto las películas clásicas de los asesinos seriales, como El Silencio de los Inocentes, Seven, y Tumbas a Ras de Tierra. Teníamos pues, algunos tarros oxidados en la trastienda de la conciencia, pero quedaba el problema de resolver el fetichismo de esta conciencia en las lagunas fétidas de nuestra idiosincrasia latinoamericana.

Carlos dijo que a la historia de El Instalador le faltaba un hacker drogadicto (degeneraciones manifiestas, tonterías propias del desocupe), que sirviera de conexión entre el asesino serial y el periodista mediocre. Y se lanzaron Alex y él a darle forma al hacker y al periodista, y a desarrollar la historia. Néstor, presionado por la dedicación de sus amigos para con ella, aportó algunas ideas y cayó dormido por la borrachera (acumulada durante días) mientras los otros dos, ebrios también, continuaron en el éxtasis creativo.

Cuenta Carlos que dos días después lo llamó Néstor. “Que a Alex se le ocurrió que por qué no escribimos la historia del asesino serial”. Restaban ocho días, y sólo a seis manos había posibilidad de terminarla a tiempo.

CÓMO SE ESCRIBE A SEIS MANOS

Alex tuvo la idea de cómo hacerlo: “Cada capítulo estará basado en uno de los tres personajes, cada uno escribirá los capítulos de su personaje; Néstor escribe al asesino serial, Carlos al hacker y Alex al periodista”. La idea era que cada capítulo se defendiera solo como un cuento, para que armar las partes como novela no fuera muy traumático después. Luego, a Alex se le ocurrió la estructura que nos complicaría la vida pero le daría un toque especial a la novela: “El hacker cuenta la historia al revés, del final al principio; el periodista al derecho, del principio al fin; y los capítulos de Néstor son atemporales”. Pero la armada no fue tan sencilla, y al final tuvimos todos que meterle mano a todos los capítulos, y escribir algunos en conjunto.

Néstor: Nunca había escrito de forma tan febril, día y noche casi sin parar. Lanzaba ideas, ponía música, vivía en un ataque de ansiedad perenne. Bebía en cantidades industriales. Estaba en otra dimensión, el mundo no existía, nada importaba excepto meterme en la piel del asesino serial. Me parecía que comenzaba a perder del todo la cordura. Quería sentir lo mismo que el personaje cada vez que hacía una de sus obras de arte. Asesiné a unas diez personas, pero no logré llegar a lo que ningún escritor ha llegado, la semilla primigenia. Mientras más intentaba acercarme al primer instante, al salto que debe hacerse para pasar del soñar matar a la acción física, más me convencía de que habría que hacerlo para poder escribirlo. Hubo miedo, pero también una delicia morbosa en ese proceso. Y esa delicia se acompañaba del sueño cumplido de escribir en grupo con dos amigos, creación colectiva, algo que deseaba hacía tiempo.

Carlos: En el trabajo no rendía. En la casa las cosas no estaban fáciles. Mi entonces mujer exigía, y yo sin poder hacer nada. Una libreta bajo el brazo, trasnochado, enguayabado, agotado, y ella no entendía. Víctor, el hacker, me consumía. Hacía de las suyas conmigo y yo no podía desarrollar el personaje. Ya lo conocía, sabía cómo se movía. Sin embargo, no podía describirlo. Al final del tercer día de intentarlo, atendiendo un consejo de Alex, me sinceré. Acepté que ese personaje tenía relación con parte de mi vida, y de ahí en adelante, fue lubricar el asunto con alcohol. Las letras iban y venían, la velocidad era tiempo y en la cabeza dibujaba líneas de infinita blancura, prístina, para la salvación de las líneas.

Alex: No se en qué momento me convertí en Roberto Ledesma, el periodista mediocre. Seguramente me le parecía por la forma descontrolada en que escribía, casi sin tiempo para corregir. Yo, que me la paso corrigiendo cada párrafo una y otra vez. En todo caso, nunca había escrito tanto en tan poco tiempo. Nunca tampoco había podido conectar mi mente con la de otras personas como hasta entonces. Pero el resultado no me gustó, y no daba tres centavos por todo ese montón de páginas. Quizás un año después, al releer, sentí emoción, y me quedó la impresión de que la unidad orgánica de una obra literaria sólo se puede lograr escribiendo en muy corto tiempo, sin detenerse nunca a pensar si lo que uno está escribiendo está bien o está mal; simplemente se obedece al instinto del momento.

La metodología fue similar al desarrollo de un proyecto en informática: Primero, el diseño. Nos sentamos los tres y definimos el nombre de cada capítulo, la estructura, un resumen de lo que contaríamos en cada uno de los capítulos, y nos repartimos el trabajo. Luego, cada uno por su lado, pero sin dejar de conversar entre nosotros vía telefónica y con algunos encuentros, escribió su parte, los capítulos que le correspondían. Por último, nos reunimos los tres para armar la novela, hacer los empalmes entre los capítulos, y escribir lo que hacía falta entre todos al tiempo, turnándonos el teclado del computador, lanzando ideas a veces de forma atropellada. Los últimos dos días, pusimos a algunas amigas a que leyeran lo que teníamos y a que nos dieran sus impresiones, mientras hacíamos correcciones y perfeccionábamos la unidad de la obra. El final fue una carrera contra reloj: imprimir la novela, sacarle copias, encuadernarla, y enviarla por correo antes de las cuatro de la tarde. Luego vino lo bueno: a celebrar que al menos pudimos entregarla, todo entre aguardiente y risas.

La historia nos atrapó a tal punto, que inicialmente pensamos en escribir una secuela, pero lo que hicimos, después de dos meses de dejar la obra decantando, fue retomarla para corregirla y ampliarla. Le dedicamos un mes más de trabajo, en el que escribimos algunos capítulos adicionales y le agregamos más detalle a los ya escritos. Logramos cumplir tres objetivos principales:

  1. El investigador es el lector. Ninguno de los personajes está tratando de develar quién es el asesino. Es el lector el que, por la circunstancias mismas de la historia, descubre al asesino en el último tercio del texto. Sólo en el capítulo final, uno de los protagonistas conoce la identidad del criminal, no porque le haya hecho seguimiento, no porque haya investigado al respecto, más bien, por casualidad surgida de la necesidad de su propia supervivencia.

  2. Los personajes pierden. Ninguno de los protagonistas logra cumplir su objetivo en la historia. En esto queríamos romper radicalmente con ese trasfondo de cine y televisión en el que habíamos crecido, para adaptarlo a las noticias fragmentadas e insolutas de este país. La verdad nunca sale a flote. Aún más, en la medida en que los personajes fueron pareciéndose a cada uno de nosotros, la derrota no podía considerarse como una impostura, sino como una necesidad.

  3. Quedan cabos sueltos. La historia no es cerrada, el lector está en libertad de extrapolarla, e inventar su propio final. Igual que en los noticiarios colombianos, la información no conduce a nada concreto, excepto la promesa de una investigación exhaustiva…

Consideramos que una de las bondades del texto, es que los personajes no son ni héroes ni anti-héroes, sino personas comunes que bien podrían ser vecinos de cualquier lector. El hacker no es un salvador elegido al estilo de Neo en The Matrix, sino un tipo corriente con una gran necesidad de afecto. El periodista no es un gran escritor sino un oportunista que consigue su cuarto de hora de fama a costa de apropiarse de las confesiones íntimas de un criminal. Y el asesino múltiple no es una acaudalada inteligencia superior que en últimas se sale con la suya, sino un funcionario atrapado entre su mundo de horrura y el mundo ilusorio que ha creado basado en una estética definida por él mismo, quien concluye que sólo podrá tener algo de solaz para su vida en un exilio autoinflingido.

El principal logro de este trabajo no fue la Mención de Honor recibida, sino el fortalecimiento de nuestros lazos de amistad y de la fe en nuestro trabajo colectivo, que ha fructificado en dos novelas más y en un taller literario que emprendimos para compartir nuestras experiencias con las de otras almas necesitadas de un mayor acercamiento con otros creadores de ficción literaria.
Nuestra segunda novela también tiene fuertes lazos con el género negro, y nació como producto de la primera: Una historia de un detective bogotano, que es un personaje secundario de El Instalador, mezclada con un personaje vampiresco que aparenta poseer poderes sobrenaturales. En este caso sí hay una investigación policíaca, pero no al estilo clásico, sino bañada en la corrupción y la mediocridad propia de nuestro medio. El detective de Una Temporada de Sal no trata de hallar al responsable de los crímenes que se le presentan en su labor como defensor de la ley, sino que se tropieza con un par de malandros en su esfuerzo por librarse de una investigación que la Procuraduría sigue en contra suya.

EMBARCADOS EN UNA SEGUNDA NOVELA

Domingo de agosto. Carlos, que no encuentra a Néstor en la casa ni en ningún lado, recibe la llamada de una amiga muy querida. “Felicitaciones, se ganaron una mención de honor por la novela”. Y responde “¿cómo, que qué?”, y a correr por el periódico. Después, a llamar a Alex, “vea mijo, que le dimos al marrano”. Y Alex “qué va, no hable mierda”. En efecto, Alex había ganado mención de honor en solitario por su libro de cuentos, y los tres en conjunto habíamos logrado lo mismo con nuestra novela El Instalador. Eso fue un lujo histórico. No nos dieron el premio de novela, ni a Alex el premio de cuento, porque al ser uno de nosotros el ganador de cuento, rompíamos las reglas. Pero consideraron nuestras obras tan buenas, que a Alex y a nuestra Tríada nos dieron la mención de honor. Y no se quedó sólo ahí, a partir del 2003 se prohibió la creación colectiva. Los organizadores del Premio Nacional de Literatura agregaron una nueva regla: las obras presentadas deben ser de un autor único, nada de grupos. Decepcionante por un lado, y a la vez todo un logro, tuvimos tal trascendencia que tuvieron que ponernos coto.

En nuestra visión inicial, Una Temporada de Sal sería una superproducción desarrollada en diversos países del mundo. Hablaríamos de los cosacos, los toltecas, los egipcios, los otomanos. Pero nuestra bitácora inicial sufrió múltiples cambios. Terminamos desarrollando un mazacote negro con cara de novela de vampiros entre Bogotá y Mariquita, involucrando a Coca Cola, Claudia Castellanos y las FARC, relacionados de alguna forma con una serie de homicidios caníbales. En ese momento revivió la imagen de Cool Devices: bigote mazamorrero, facha destartalada, y mal aliento, encarnada en Apolonio Bermúdez. Y nació allí otro personaje maravilloso, un pastuso salido de Corabasos, latonero y luego investigador privado, que termina ganándose la vida machacando la triste existencia de un señorito metalero, cuyo único pecado fue andar de novio con la niña equivocada.

Néstor: A Alex le dio la vaina de que escribiéramos en trío la historia de vampiros con que yo soñaba hacía años, y que había originado el personaje del asesino serial de El Instalador. Pero él quería una historia épica, apoteósica, y yo investigué juicioso sobre los precursores de los mayas, y escribí páginas llenas de poesía sobre un vampiro que habría acosado a los toltecas, y habría ocasionado no sólo múltiples características de su cultura, sino su decadencia y desaparición total. Luego, Carlos y Alex inventaron al pastuso quiebra huesos, y ese personaje sumado a nuestro Bermúdez, me dieron la pauta para escribir con la misma ansia febril con que había acometido al asesino serial de nuestra primera novela. Sin embargo, el punto de elevación máxima para mí en esta segunda novela, fue Adriana, una muchacha inteligente y sensible de buena familia que, a través del black metal, expresa su rechazo a la sociedad actual y al mundo establecido. Siempre me ha gustado meterme en la piel femenina, y aún hoy siento que Adriana ha sido mi mayor logro en el desarrollo de un personaje mujer. Me convertí en ella, sus dolores, sus inquietudes, sus contradicciones. A pesar de esto, la historia no lograba cuajar, y una de las dificultades era que yo me había ido a vivir a Cali y me conectaba con Alex y Carlos por correo electrónico; se perdió la magia de estar los tres juntos escribiendo. A pesar de todo pienso que con el tiempo se logró una unidad suficiente para justificar lo que a mi parecer, es el centro de la novela: el encuentro entre Bermúdez y el pastuso, un capítulo escrito por Alex que es de una brillantez inusitada.

Carlos: Alex está tostado de pies a cabeza. Y siguiéndole la idea, me volví cosaco, hasta frío ruso sentí, nadé por varios ríos de Petrogrado, conocí la leyenda de la armadura de Iván, y en esas, conocí a Carmenza, uno de los personajes centrales de la novela, una camandulera que pierde a su hija cuando iba para un retiro espiritual. Carmenza asegura que la niña fue raptada por un demonio que la acosaba de años atrás. Me hice cristiano y anduve dos semanas con una Biblia debajo del brazo, predicando, perdiendo la razón en manos de Dios. Luego, vi enhiesto su tieso palo que me penetraba, y yo con rezos lo vencía y gritaba al mundo la gloria del Vaticano. En una balacera recuperé la razón: se trataba de una escena de un robo a un banco que, por desventura, fue obviada del texto final pues consideramos que no aportaba nada a la historia.

Alex: La historia estaba podrida desde el principio. Pero la ingenuidad y las ganas pueden más que el muro de la realidad. Entonces intentamos una vez, lo intentamos otra vez, lo intentamos otra vez, y claudicamos en, no sé, doscientas páginas. Era una historia que no se podía contar. Y aún así, servía de pretexto para seguir escribiendo. En todo caso, me gusta mucho la funeraria Sun Dreams, un local en la avenida Primero de Mayo con Boyacá, en donde se mezcla un bar algo gótico con el culto a la depresión, justo al lado de un asadero de pollos.

Una Temporada de Sal quedó como una serie de capítulos casi inconexos a los que ninguno de los tres quería darle la cara. Sin embargo, luego de varios esfuerzos, fue posible, con mucha tijera de por medio, darle forma y constituirla como novela.

Luego nos salimos del género negro. Nuestra tercera novela es una historia de ciencia ficción de corte cyberpunk, desarrollada en una Bogotá de un futuro distópico en el que China domina el mundo, pero sin conseguir, a pesar de sus métodos radicales, eliminar la chapuza propia de nuestros chuecos funcionarios que rebasan la tecnología y la visión de cualquiera.

Hoy en día, los tres estamos convencidos de que nuestra tercera novela, que llamamos Manual de Levitación Magnética, es nuestro mejor logro. Está constituida por cuatro relatos, el tercero de los cuales, "El Otoño del Superconductor", fue ganador de diploma de finalista en el concurso de los 25 años del Taller de Escritores de la Universidad Central. Sin embargo, nuestra primera novela colectiva, El Instalador, sigue siendo la que más cautiva nuestros afectos. Además de ser la que tiene la estructura narrativa más compleja. Haber logrado que tal complejidad funcionara, y haber escrito una primera versión, ganadora de premio, en sólo una semana, es un orgullo para nosotros.

No podemos finalizar esta charla sin aclarar que nunca nos propusimos escribir una novela negra como parte de la moda que ha disparado la producción del género negro en Latinoamérica en nuestros días. Quizás fue una coincidencia, o quizás fue sencillamente la válvula de escape a todos los contenidos que habíamos recibido mientras terminábamos de crecer. En todo caso, lo primordial de El Instalador no son los crímenes, ni mucho menos la investigación tendiente a descubrir al culpable. Más bien, se trata de un ejercicio por medio del cual queremos subrayar ciertos pasajes de la realidad que nos toca. En el caso del asesino serial, lo que queremos iluminar no es tanto la orgía de sangre, sino más bien, la presión que ejerce la sociedad sobre un pobre tipo que quiere hacer arte y no encuentra otro medio de expresión que los muertos de su propia mano, al estilo de los adolescentes que se rompen a cuchillo y palo en los estadios con la excusa de defender la casaca de su equipo de fútbol, o menos metafóricamente, la casaca de su alma. En el caso del hacker, interesa más la soledad que sus habilidades tecnológicas; esa soledad que sólo posibilitan justamente los desarrollos tecnológicos, la soledad de un hombre que necesita afanosamente conectarse con el género humano, pero no encuentra en este mundo otro medio de comunicación que los cables y los paquetes electrónicos que viajan de computador en computador. Y finalmente, el periodista parece solamente una víctima de las editoriales, de esos montajes comerciales que con cocteles y adaptaciones cinematográficas pretenden reducir a los creadores honestos a sólo piltrafa. Lo podemos ver como un oportunista más que logra descifrar el entuerto del éxito comercial y hacerse a gruesas sumas de dinero con lo que otro ha escrito, fruto de su propio desangre. Pero no es en últimas más que otra víctima de las cadenas de distribución, de su propia alienación, y de las fantasías que él nunca podrá realizar, ¿acaso nosotros?

En todas estas intenciones ocultas, encontramos el verdadero valor de una novela negra. No vale la pena escribir si no es para denunciar, no valen la pena los muertos si no es para sacudir las conciencias, no vale la pena el misterio si no es para develar los mecanismos oscuros que emplea el aparato productivo para apabullar a los ciudadanos corrientes y sumirlos en la esclavitud del consumo. Esas novelas negras que sólo apelan al folclor o al amarillismo por el amarillismo, carecen en nuestro concepto de todo significado. La novela negra, como la de cualquier otro género, no tiene valor si no sirve como medio para arrojar al lector al fango de su cotidianidad.

Así vista, la novela negra que escribimos no pretende ser un refrito criollo de lo que ya ha sido explotado hasta su extinción en otras latitudes. La hemos utilizado más bien como excusa para exponer la miseria en que estamos envueltos. No pretendemos que se constituya en un tratado sicológico o sociológico, sólo hemos querido desahogar nuestro resentimiento y una oculta gana de subversión. Quizás sea esta explicación suficiente para la negativa de las editoriales a publicarnos, evento que no impide que continuemos escribiendo con la misma motivación.

Nunca pensamos que El Instalador podría ser un éxito relativo gracias a la acogida que han tenido en las nuevas generaciones series como Los Nuevos Investigadores del Discovery Channel, o como CSI del canal AXN. Nunca nos propusimos escribir para el amplio público joven que desde hace varios años se ha lanzado en masa a las florecientes academias de criminalística del país. Más que escritores del género negro, nos consideramos amantes de las letras, que hemos logrado unir nuestras tres mentes en un mismo propósito por concebir obras literarias que muestren al mundo que la escritura no necesariamente debe ser un trabajo solitario.

Aquí es a donde queríamos llegar. Un escritor de novela negra que ve frustradas sus ansias de publicidad, se encerrará en el cuarto de San Alejo a rumiar sus lágrimas. Nosotros tenemos la ventaja incomparable de ser tres, y tres juntos no caben en el cuarto de San Alejo, sino que tienen que salir necesariamente a alborotar. Es así como iniciamos el proyecto Las Filigranas de Perder, inspirados en los esfuerzos que contra el control de la cultura y del acceso a la información que promueven los grandes oligopolios editoriales, cinematográficos, disqueros y públicos, han impulsado movimientos como Cultura Libre, Música Libre y Software Libre. Igual, nosotros nos hemos lanzado a la quijotada de una promoción libre de la escritura. Queremos rescatar la voz de los escritores rechazados, la voz de los escritores mudos, queremos recuperar la inexistente vocación de escribir no por la gana de la publicación y los premios, sino por el simple arte de escribir bien. En el borboteo calcinante de nuestra derrota, nos atrevemos a descreer de las intenciones económicas que conlleva el acto de escribir. Sentenciamos: no escribimos por la plata, ni por los lectores, ni por una fama rimbombante, sino por el pírrico y desgarrante orgasmo de contar con los amigos.

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