LAS FILIGRANAS DE PERDER

junio 12, 2006

La Palabra de Juan Sierra - Alberto Salcedo


Un poco tarde, pero por fin publicamos la crónica que nos leyó Alberto Salcedo en nuestra sesión sobre periodismo narrativo. Para que los que no pudieron ir a escucharlo, la disfruten también.

LA PALABRA DE JUAN SIERRA
Alberto Salcedo Ramos

Juan Sierra Ipuana, hombre de metáforas, supone que si pudiera devolver el tiempo no estaría sentado en su rancho viendo el potro ajeno, sino recorriendo los playones de la Alta Guajira al mando de su propio caballo.

Si tuviera otra vez 14 años, dice, viviría sumergido en el mar buscando ostras para vendérselas a los barcos holandeses saqueadores de perlas. Si tuviera 20 trabajaría en un alambique fabricando chirrinche, el licor casero de sus ancestros Wayúu. Y si tuviera 30 sería matarife y a esta hora de la mañana estaría vendiendo carne de chivo en su ranchería.

Sierra Iguana se ve a sí mismo cuando tenía 50 años, manejando una tractomula repleta de piedras para proteger las charcas de sal de Manaure. También se ve a los 40 dinamitando el suelo desértico, tras la pista de nuevos pozos de agua dulce, y luego instalando molinos de viento para abastecer a la gente y los animales.

Cuando se busca en su propia memoria no aparece sedentario como es hoy, a los 72 años, sino convertido en lo que él llama “un hombre-lluvia”, es decir, “alguien que puede caer en cualquier parte”. Los recuerdos, explica con otra metáfora, son el único recurso que le queda al hombre para bañarse de nuevo en el río que ya pasó. La nueva sentencia se entiende mejor cuando uno ve a su esposa, Arminda López Pushaina, entregada a la tarea de desarmar pieza por pieza un mantel que bordó hace medio siglo, para tejerlo otra vez desde la primera hasta la última puntada.

Sierra Iguana reconoce que padece “el mordisco de la media noche”, o sea, la nostalgia típica de los viejos. Pero si quiere devolver el tiempo no es solamente para recuperar los bríos y los amores de la juventud, sino también para escaparse de este presente hostil que le produce pánico.

“Los alijunas nos quieren acabar”, dice.

Alijuna es la palabra Wayúu con la cual se nombra a todo el que no pertenezca a la etnia, sea blanco o sea negro. El vocablo correspondiente en castellano es “civilizado”. En la semántica nativa, explica Sierra Iguana, el término alijuna ya no se está usando para designar al diferente sino para referirse a aquello que genera temor. Son “civilizados” los hombres que están masacrando a los indígenas en la Alta Guajira y los que enseñaron a ciertos indios a asaltar camiones de carga en las carreteras. También lo son los funcionarios del gobierno que un día llegaron a imponer sus normas en el uso del mar.

—¡Alijuna es el televisor! —exclama Arminda, de repente.

La frase es más sorpresiva por el hecho de que la mujer no había abierto la boca en toda la mañana. Ahora señala con dureza hacia el rancho contiguo, donde sus hijas Erica y Milagros se mueren de la risa viendo un programa de televisión. Luego retoma su tejido de la misma manera abrupta en que lo había interrumpido, mientras su marido contempla a las gallinas que picotean en la arena.

—¡Ese es mucho aparato malo en la vida! —brama entonces, esta vez sin levantar la vista. —No más sirve para que las muchachas se vuelvan flojas y malmandadas.

Los Wayúu son una de las más numerosas etnias indígenas de las tierras bajas de Suramérica. Habitan la península de la Guajira, que se extiende hasta el Mar Caribe, en el extremo norte de Colombia. Chayo Epieyuu, respetada matrona de Manaure, calcula que hay unos 150 mil “paisanos” repartidos entre Colombia y Venezuela. Se dedican básicamente al pastoreo de chivos y ovejas, a explorar el mar y a tejer.

Tienen un sentido colectivo del beneficio y del daño, encaminado a preservar la unidad de la familia. Si alguien cocina un chivo el banquete es para todos, y si se enferma, todos tienen que ayudarlo a costear la enfermedad. En grupo deben pagar, además, las faltas graves de sus miembros que pongan en peligro la convivencia del clan con el resto de la sociedad.

En el complejo sistema de compensaciones de la cultura Wayúu, uno de los rituales más conocidos es el de la dote. Es el pago que el hombre enamorado debe entregarle al padre de su pretendida, para poder fundar con ella su propio rancho. El investigador manaurero Alejo D’Luque considera que la intención de esta ceremonia no es vender a la novia sino acentuar el carácter colectivo de la familia. Que nadie coma solo ni muera solo. Que cada persona aporte lo necesario a la causa común del grupo, para que le resulte más fácil llegar vivo a la otra orilla del río. Para no indigestarse con el postre en la luna de miel, el esposo debe procurar que todos reciban la parte del festín que les corresponde. ¿Y en qué consiste el premio? La dote incluye chivos, mulas, tierras y collares de tumas (una variedad exótica de piedras preciosas). La cantidad depende de la belleza de la novia y de la posición social de la familia. Para reunir el pedido y entregarlo en el plazo establecido, el enamorado acude si es necesario a sus propios parientes, ya que ellos también esperan que el matrimonio valga la pena y los beneficie.

La Guajira es uno de los departamentos colombianos de mayor riqueza mineral. Produce 500 millones de pies cúbicos de gas natural al día y 25 millones de toneladas de carbón al año. Su volumen de sal, de acuerdo con estimativos de Alejo D’Luque, representa casi el 50 por ciento del total del país. También están los peces y la energía eólica. Hubo un tiempo en que el Wayúu disfrutaba libremente de muchos de esos recursos, como si los creyera escriturados por el viento. Pero un día llegaron los alijunas a trastornarlo todo con sus gobernantes, sus políticos, sus jueces, sus trámites, sus documentos de identidad, sus elecciones y sus masacres. Desde entonces, la vida no ha sido igual para los indígenas.

Aparte de cultivar una charca familiar en las salinas del pueblo, Juan Sierra Ipuana es palabrero. Así se designa en español a la persona conocida en lengua Wayúu con el nombre de Pütchipuu. Su función es mediar en los conflictos interfamiliares, a fin de lograr un arreglo rápido que sea justo para ambas partes y proteja el equilibrio social de la etnia.

El palabrero es elegido invariablemente por el ofendido y no debe pertenecer a ninguna de las partes enfrentadas. Cuando acepta el encargo, se dirige a la ranchería del agresor para “llevarle la palabra”. Ante el grupo reunido en pleno, el Pütchipuu aclara de entrada cuál es su misión y quiénes se la encomendaron. Después expone la gravedad del daño causado y señala el monto de la reparación exigida por los afectados. Si el jefe del clan está de acuerdo con la multa, lo que sigue es fijar la forma de pago. Si no, tiene derecho a plantear una contrapropuesta que el propio palabrero transmite a la familia que le asignó la tarea. En algunos casos se necesitan varios viajes entre un lugar y el otro. Pero casi siempre el problema se resuelve con una o dos visitas. Cuando el culpable no tiene bienes para responder por su infracción, es declarado objetivo de guerra. Se entiende que el dictamen puede hacerse efectivo contra él o contra cualquiera de sus parientes.

“Mandar la palabra” es ejecutar, a través de un ritual político, una ley vieja y feroz. El palabrero no asume el papel de juez sino el de mediador. Por tanto, se mantiene neutral todo el tiempo. Ni siquiera toma partido por la familia que lo buscó. En el proceso de concertación oye injurias, oye amenazas, pero sólo transmite lo esencial de las razones: “fulano dice que puede pagarte con una recua de mulas”. Como buen canciller, se permite introducir una promesa cordial donde minutos antes había una sarta de adjetivos incendiarios: “me dijeron que van a ver si pueden reunir lo que tú pides”.

Se trata de un acto refinado en la forma pero inapelable en el fondo. Lo que te envían no es un dardo envenenado sino una palabra, pero esa palabra es de acero, te cobra las cuentas pendientes, te enrostra faltas cometidas y te amenaza de un modo tan sutil que no puedes evitarlo. Claro que también te ofrece una nueva oportunidad. Si usas con buen juicio el verbo que te mando, nos ganaremos ambos la gracia de librarnos de la guerra.

Ni siquiera cuando hay una muerte de por medio los dolientes pueden saltarse este ritual de conciliación para buscar la venganza directa. La compensación es proporcional al tamaño de la afrenta y a la posición social de la familia afectada. Se cobra por las calumnias, por los golpes físicos, por las imprudencias de borracho, por el hurto, por las ofensas verbales y por el homicidio. El pago se efectúa en dinero o con tierra y ganado. El palabrero no exige honorarios por su trabajo, pero el grupo que lo buscó le obsequia un porcentaje de la indemnización.

Arminda López les ordena a sus hijas Erica y Milagros que apaguen el televisor y se pongan a hacer oficio. A una le pide que barra, a la otra, que traiga dos vasos de chicha de maíz. Juan Sierra Ipuana, entre tanto, ha dejado de mirar a las gallinas. Ahora pela una vara delgada con un cuchillo basto de cocina.

De pronto, ruge el desierto. La arena se levanta, el viento arrastra una alpargata guaireña descosida en el empeine. “La brisa del nordeste es una escoba loca”, dice Sierra Ipuana, sonriente, mientras recibe el vaso de chicha que le trajo su hija. Cuando la muchacha se aleja, la manta le tiembla en el cuerpo.

Sierra Ipuana añada que si no fuera por el viento, la tierra ya se habría ahogado de calor. Su madre, otra criatura de metáforas, afirmaba que en la Guajira las sequías eran tan intensas que a veces las plantas salvajes se retorcían de sed y los sapos se morían sin saber nadar.

En esta ranchería, como en todas las de Manaure, los días fluyen lentos, sin sobresaltos. Sierra Ipuana explica que el Wayúu puede vivir a su ritmo porque no tiene ninguna deuda pendiente con el cielo.

Tanto él como su mujer son hijos de Wayúu con Alijuna. Los mestizos como ellos les enseñan a sus herederos la lengua nativa, pero además los obligan a aprender castellano para que puedan entender lo que dice la gente que vive más allá del desierto. A veces los muchachos repiten en español palabras que a sus padres no les causan ninguna gracia, como “jean descaderado” y “condón”.

—¡Apaguen ese puñetero televisor! —chilla entonces Arminda, por enésima vez.

Terminada la chicha, Sierra Ipuana pide a gritos un vaso de agua, para hacer buches y sacarse los granos de maíz que le quedaron atrancados entre los dientes. Después dice que no se cansa de agradecer el poder transformador de la palabra. Una palabra bien dicha desarma al enemigo, acerca al que se encuentra lejos, abre las puertas clausuradas, alegra al que está triste y apaga los incendios alevosos. En cambio cuando pronuncias una palabra altanera, las palomas se vuelven halcones, los ríos se salen de madre, los mares se enfurecen y hasta el problema más inútil adquiere de repente la fuerza suficiente para destruirte.

La tradición del palabrero es explicable porque en la cultura Wayúu la palabra es ley sagrada que no se lleva el viento. Además, en una etnia quisquillosa y competidora por naturaleza, siempre es bienvenido el que sabe calmar los ánimos. Cada conciliador ostenta una autoridad indiscutible. Tiene las llaves de la vida y de la muerte.

Sierra Ipuana considera que cumple bien con su trabajo porque logra que el ofendido reciba lo que se merece y el agresor no pague más de lo que debe. Así el problema muere en el acto, sin ninguna consecuencia lamentable.

Yo le digo que si nosotros, los Alijunas, pusiéramos en práctica ese ritual, con seguridad lo dañaríamos: el palabrero tendría tres secretarias y dos asistentes, los periodistas publicaríamos los insultos secretos de las partes durante el proceso de concertación y además habría que autenticar mil papeles en una notaría. Si alguna vez se lograra un arreglo no sería en menos de cinco años. Y al final la indemnización sólo alcanzaría para pagar las comisiones de los intermediarios.

Sierra Ipuana sonríe con malicia, pero casi en seguida adopta un rostro grave para reconocer que la justicia Wayúu, como todo lo que maneja el hombre, es falible. A veces la palabra se queda corta para curar las heridas y acercar a los enemigos. Entonces, se arma una matazón en la que corre sangre inocente.

La esposa le dirige una mirada tan severa como la que le envió a sus hijas hace un momento, cuando tenían prendido el televisor, y dice que hay ciertos problemas de la vida que no se pueden solucionar.

—Tampoco hay quien pueda acabar con la fiebre amarilla —exclama.

Viéndolo allí, con la camisa trepidante por la brisa del nordeste, pienso que Sierra Ipuana, hombre de metáforas, no tendría cabida en un mundo civilizado como el nuestro, en el que muchos pretenden cobrar a la brava hasta lo que no se les debe, pero nadie parece dispuesto a escuchar la palabra.

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