LAS FILIGRANAS DE PERDER
Mostrando las entradas con la etiqueta Lecturas. Mostrar todas las entradas
Mostrando las entradas con la etiqueta Lecturas. Mostrar todas las entradas

julio 13, 2008

Pécora - Julián Centeya


PÉCORA
Julián Centeya

Con este idioma lunfa y bulinero
te deshojo el sover de mi chamuyo.
Pa empilcharme de afeto dominguero
me pongo en el ojal la flor de un yuyo.
Y te la parlo, Pécora, de frente
pa batir que en los pocos vos, sos uno.
No es que me chapen cosas de repente.
Pero igual como vos, no hay ninguno.
Qué te van a empardar esos manuses
que no te llegan a los camambuses
y envidian tu prontuario de Armenón.
No se hace un bobina con manija,
ni una caricia con papel de lija
ni se compra en Cacuri un corazón.

Mostrando las entradas con la etiqueta Lecturas. Mostrar todas las entradas
Mostrando las entradas con la etiqueta Lecturas. Mostrar todas las entradas

octubre 03, 2007

El Mercado de Invierno - William Gibson


Para quienes están interesados en profundizar en este texto, y para los amantes del cyberpunk, hemos publicado en este mismo Blog un "deshuese" de este cuento. Adicionalmente, nuestro miembro fundador Alex Acevedo hizo el ejercicio de escribir una segunda parte de este cuento, llamada Liz Binaria, el Webmaster Inestable y la Inmortalidad en General, que está publicada en el Blog del Taller "En la Inmunda".



EL MERCADO DE INVIERNO
William Gibson

Llueve mucho, aquí arriba; hay días de invierno en que realmente la luz no llega en absoluto, sólo un gris brillante, indeterminado. Pero en cambio hay días en que parece que corriesen de pronto una cortina para encandilar con tres minutos de montaña suspendida, iluminada por el sol, la marca de fábrica al comienzo de la propia película de Dios. Así era el día en que llamaron sus agentes, desde lo profundo del corazón de su pirámide espejada de Beverly Boulevard, para decirme que ella se había fusionado con la red, que se había pasado al otro lado definitivamente, que Reyes del sueño iba a ganar tres de platino. Yo había editado la mayor parte de Reyes, había hecho los mapas cerebrales y había repasado todo con el módulo de barrido rápido, de modo que estaba en la cola para cobrar mi parte de derechos de autor.

No, dije, no. Y luego sí, sí, y les colgué el teléfono. Agarré la chaqueta y bajé las escaleras de tres en tres, directo al bar más cercano y a un desmayo de ocho horas que terminó en un saliente de hormigón a dos metros por encima de la medianoche. Agua de False Creek. Luces de ciudad, aquel mismo cuenco de cielo gris, más pequeño ahora, iluminado por tubos de neón y de vapor de mercurio. Y nevaba, copos grandes, aunque no muchos, que al tocar el agua negra desaparecían sin dejar rastro. Miré hacia abajo y vi los dedos de mis pies que sobresalían del borde de hormigón, el agua entre ellos. Llevaba zapatos japoneses, nuevos y caros, boas de piel de Ginza con remate de caucho en las puntas. Me quedé allí de pie un buen rato antes de dar aquel primer paso atrás.

Porque ella estaba muerta, y yo la había dejado partir. Porque ahora ella era inmortal, y yo la había ayudado a encontrar ese estado. Y porque sabía que esa mañana me llamaría por teléfono.



Mi padre era ingeniero de sonido, ingeniero de grabaciones en estudio. Hacía mucho tiempo que estaba en el negocio, incluso desde antes de la tecnología digital. Los procesos en los que intervenía eran en parte mecánicos, con esa cualidad aparatosa, casi victoriana que se encuentra en la tecnología del siglo veinte. Él era ante todo operario de torno. La gente le llevaba grabaciones de audio y él pirogrababa los sonidos en surcos sobre una placa circular de laca. Luego, la placa era galvanizada y empleada en la construcción de una prensa que imprimiría discos, esas cosas negras que se ven en las tiendas de antigüedades. Y lo recuerdo una vez, pocos meses antes de morir, contándome que ciertas frecuencias –transitorias, creo que las llamó– podían fácilmente quemar la cabeza, la cabeza cortante, de un torno de grabación. Esas cabezas eran increíblemente caras, así que uno impedía que se quemasen con algo que se llamaba acelerómetro. Y en eso estaba pensando, allí de pie, con los dedos de los pies por encima del agua: la cabeza, ardiendo.

Porque eso fue lo que le hicieron.

Y eso era lo que ella quería.

Lise no tuvo acelerómetro.



Desconecté mi teléfono cuando iba hacia la cama. Lo hice con la punta de un trípode alemán de estudio cuya reparación iba a costar el sueldo de una semana.

Desperté un extraño tiempo después y tomé un taxi de regreso a Granville Island y a la casa de Rubin.

Rubin, en un sentido que nadie entiende del todo, es un maestro, un profesor, lo que los japoneses llaman un sensei. De lo que es maestro, en verdad, es de la basura, de trastos, de desechos, del mar de objetos abandonados sobre el que flota nuestro siglo. Gomi no sensei. Maestro de la basura.

Lo encontré, esta vez, sentado en cuclillas entre dos máquinas de percusión de aspecto cruel que no había visto nunca: herrumbrosas patas de araña dobladas hacia el corazón de constelaciones de latas de acero recogidas en los basureros de Richmond. Nunca llama “estudio” al sitio donde trabaja, nunca se refiere a sí mismo como “artista”. “Perder el tiempo”, dice para describir lo que hace, que aparentemente ve como una extensión de tardes infantiles perfectamente aburridas en patios traseros. Deambula por ese espacio atascado, lleno de basura, una especie de minihangar adosado a la parte del Mercado que da sobre el agua, seguido por la más inteligente y ágil de sus creaciones, como un Satanás vagamente afable empeñado en la elaboración de procesos cada vez más extraños en su continuo infierno de gomi. He visto a Rubin programar sus construcciones para identificar y atacar verbalmente a los peatones vestidos con prendas del diseñador más famoso de una estación dada; otras construcciones se ocupan de misiones más oscuras, y unas pocas parecen construidas con el único propósito de reconstruirse con el mayor ruido posible. Rubin es como un niño; también vale mucho dinero en galerías de Tokio y París.

Así que le conté lo de Lise. Me dejó hablar, sacármelo de adentro, y luego asintió con la cabeza. –Ya sé –dijo–. Un imbécil de la CBC ha llamado ocho veces. –Bebió algo de una taza abollada.– ¿Quieres un Wild Turkey sour?

–¿Por qué te llamaron?

–Porque mi nombre aparece en la contracarátula de Reyes del sueño. En la dedicatoria.

–Todavía no lo he visto.

–¿Ya trató de llamarte?

–No.

–Lo hará.

–Rubin, está muerta. Ya la cremaron.

–Ya lo sé –dijo–. Y te va a llamar.


Gomi

¿Dónde termina el gomi y empieza el mundo? Los japoneses, hace un siglo, ya habían agotado el espacio para gomi alrededor de Tokio, así que propusieron un plan para crear espacio con gomi. Hacia el año 1969 se habían construido una islita en la bahía de Tokio, hecha de gomi, y la bautizaron Isla del Sueño. Pero la ciudad seguía vertiendo nueve mil toneladas diarias, así que construyeron Nueva Isla del Sueño, y hoy coordinan todo el proceso, y nuevas niponas emergen del Pacífico. Rubin ve todo esto en los noticieros y no dice nada.

No tiene nada que decir sobre el gomi. Es su medio, el aire que respira, algo en lo que ha nadado toda la vida. Recorre Greater Van en una especie de camión decrépito construido recortando un antiguo Mercedes utilizado para llevar carga en el aeropuerto, y con el techo oculto bajo una ondulante bolsa de caucho llena de gas natural. Busca cosas que encajen en el extraño diseño garabateado dentro de su frente por lo que sea que le sirve de Musa. Trae más gomi a casa. Algunas piezas son todavía operativas. Algunas, como Lise, son humanas.

Conocí a Lise en una de las fiestas de Rubin. Rubin organizaba muchas fiestas. Nunca parecía disfrutarlas, pero eran fiestas excelentes. Perdí la cuenta, aquel otoño, de la cantidad de veces que desperté en una plancha de gomaespuma oyendo el rugido de la anticuada máquina de exprés, un deslustrado monstruo rematado con una enorme águila cromada, un ruido escandaloso que reverberaba en las paredes de metal corrugado del lugar, pero que era muy reconfortante: había café. La vida continuaría.

La primera vez que la vi: en la Zona de Cocina. No se podía llamar exactamente cocina a aquello, sólo tres refrigeradoras y una placa de calor y un horno de convección roto que había venido entre el gomi. La primera vez que la vi: tenía la refrigeradora sólo-cerveza abierta, la luz salía a raudales y alcancé a ver los pómulos y la determinación de aquella boca, pero también alcancé a ver el brillo negro del policarbono en la muñeca, y la lustrosa llaga que el exoesqueleto le había dejado allí. Estaba demasiado borracho para procesar, para saber qué era, pero sí supe que no era momento para fiestas. Así que hice lo que la gente solía hacerle a Lise, y pasé a otra película. Fui a buscar vino al mostrador junto al horno de convección. En algún momento miré hacia atrás.

Pero ella me encontró de nuevo. Fue a buscarme dos horas más tarde, zigzagueando entre los cuerpos y la basura con esa terrible gracia programada en el exoesqueleto. Supe entonces lo que era, al verla acercarse, demasiado avergonzado ahora para esquivarla, para correr, para balbucear alguna excusa y salir. Clavado allí, rodeando con el brazo la cintura de una chica que no conocía, mientras Lise avanzaba –era avanzada, con esa gracia burlona– directo hacia mí ahora, con los ojos ardiendo de wizz, y la chica se había soltado para marcharse en un silencioso pánico social, se había ido, y Lise estaba allí, frente a mí, apoyada sobre la delgadísima prótesis de policarbono. La miré a los ojos y era como si oyeras los gemidos de la sinapsis, un alarido imposiblemente agudo mientras el wizz le abría todos los circuitos del cerebro.

–Llévame a casa –dijo, y las palabras me golpearon como un látigo. Creo que sacudí la cabeza–. Llévame a casa. –Había allí niveles de dolor, y sutileza, y una crueldad asombrosa. Y supe entonces que nunca me habían odiado, nunca, tan profunda o totalmente como esa niñita perdida me odiaba ahora, me odiaba por la forma en que yo había mirado, y luego apartado la mirada, junto a la refrigeradora sólo-cerveza de Rubin.

Entonces –si ésa es la palabra– hice una de esas cosas que uno hace y nunca sabe por qué, aunque algo dentro de uno sabe que nunca podría haber hecho otra cosa.

La llevé a casa.



Tengo dos habitaciones en un viejo edificio de apartamentos en la esquina de la Cuarta y MacDonald, décimo piso. Los ascensores suelen funcionar, y si te sientas en la baranda del balcón y te inclinas hacia atrás, apoyándote en la esquina del edificio de al lado, ves una pequeña ranura vertical de mar y montaña.

Ella no había dicho una palabra en todo el camino desde la casa de Rubin, y la borrachera se me estaba pasando y yo me sentía muy incómodo mientras abría la puerta y la hacía entrar.

Lo primero que vio fue el módulo portátil de borrado rápido que yo había traído del Piloto la noche anterior. El exoesqueleto la llevó por la polvorienta alfombra con ese mismo paso, el paso de una modelo por una pasarela. Lejos del alboroto de la fiesta, oía los ruidos metálicos que ese movimiento producía. Se detuvo allí, mirando el módulo de borrado rápido. Veía las costillas cuando ella se quedaba quieta así, se las adivinaba en la espalda a través del arañado cuero negro de la chaqueta. Una de esas enfermedades. De las antiguas que nunca han identificado del todo o de las nuevas –todas ellas demasiado evidentemente ambientales– a las que ni siquiera han dado nombre. No podía moverse sin ese esqueleto extra, y lo tenía conectado directamente al cerebro, con un interfaz mioeléctrico. Los tirantes de policarbono de aspecto frágil le movían los brazos y las piernas, pero un sistema más sutil, de incrustaciones galvánicas, le controlaba las manos delgadas. Pensé en patas de rana retorciéndose en un laboratorio de biología de escuela secundaria, y en seguida me odié por pensarlo.

–Esto es un módulo de borrado rápido –dijo, con una voz que yo nunca había oído, distante, y pensé que tal vez el efecto del wizz se estaba desvaneciendo–. ¿Qué hace aquí?

–Edito –dije, cerrando la puerta a mis espaldas.

–No me digas –y se echó a reír–. ¿De verdad? ¿Dónde?

–En la Isla. Un sitio llamado el Piloto Autonómico.

Entonces se dio la vuelta, la mano sobre la cadera echada hacia adelante, se balanceó –esa cosa la balanceó– y el wizz y el odio y una terrible parodia de lujuria saltaron hacia mi como una puñalada desde aquellos descoloridos ojos grises. –¿Quieres hacerlo, editor?

Y volví a sentir el latigazo, pero no iba a tolerarlo de nuevo. Así que la miré fríamente desde algún punto del núcleo aletargado por la cerveza de mi cuerpo andante, parlante, sano y totalmente normal, y las palabras me salieron de adentro como un escupitajo: –¿Sentirías algo si lo hiciera?

Un latido. Tal vez parpadeó, pero su cara no lo registró. –No –dijo–, pero a veces me gusta mirar.



Rubin está de pie frente a la ventana, dos días después de la muerte de ella en Los Ángeles, mirando la nieve que cae en False Creek. –¿Así que nunca te acostaste con ella?

Uno de sus tente-en-pies, una lagartija Escher con ruedas, recorre la mesa delante de mí con el cuerpo encogido.

–No –digo, y es verdad. Entonces me río–. Pero nos conectamos a fondo. La primera noche.

–Estabas loco –dice, con cierta aprobación en la voz–. Te podría haber matado. Se te podría haber parado el corazón, la respiración… –Se vuelve hacia la ventana.– ¿No te ha llamado todavía?



Nos conectamos a fondo.

Nunca lo había hecho. Si me hubieras preguntado por qué, te había dicho que yo era un editor y que eso no era profesional.

La verdad sería más bien algo así.

En el oficio, en el oficio legítimo –nunca he hecho porno– llamamos al producto en bruto “sueños secos”. Los sueños secos son descargas neuronales de niveles de conciencia a los que la mayoría de las personas sólo tienen acceso durante el sueño. Pero los artistas, el tipo de artistas con los que trabajo en el Piloto Autonómico, son capaces de romper la tensión superficial, sumergirse hasta lo hondo, bajar y salir, salir al océano de Jung y traer… pues, eso, sueños. No nos compliquemos. Supongo que algunos artistas siempre lo han hecho, en el medio que sea, pero la neuroelectrónica nos permite tener acceso a la experiencia, y la red lo recoge todo en los cables, de modo que podemos empacarlo, venderlo, ver cómo se mueve en el mercado. Bueno, cuanto más cambian las cosas… Es algo que a mi padre le gustaba decir.

Por lo común recojo el producto bruto después de pasar por un estudio, filtrado a través de varios millones de dólares en pantallas acústicas, y ni siquiera tengo que ver al artista. Lo que le damos al consumidor ha sido estructurado, equilibrado, convertido en arte. Todavía hay gente suficientemente ingenua como para creer que de verdad gozarían conectándose directamente con alguien a quien aman. Creo que la mayoría de los adolescentes lo prueban alguna vez. Desde luego, es muy fácil de hacer; Radio Shack te vende la caja, los trodos y los cables. Pero yo nunca lo había hecho. Y ahora que lo pienso, no sé si podré explicar por qué. Ni siquiera sé si quiero intentarlo.

Sí sé por qué lo hice con Lise, por qué me senté a su lado en mi diván mejicano y le conecté el cable óptico en el enchufe de la columna, el liso risco dorsal del exoesqueleto. Lo tenía muy arriba, en la base de la nuca, escondido bajo el pelo oscuro.

Porque ella aseguraba que era una artista, y porque yo sabía que estábamos trabados, por alguna razón, en combate total, y yo no iba a perder. Tal vez para ti no tenga sentido, pero es que nunca la conociste, o la conoces por Reyes del sueño, que no es lo mismo. Nunca sentiste el hambre que ella tenía, que no era más que una necesidad seca, horriblemente firme. La gente que sabe exactamente lo que quiere siempre me ha asustado, y hacía mucho tiempo que Lise sabía lo que quería, y no quería nada más. Y tuve miedo, entonces, de admitir que tenía miedo, y ya había visto suficientes sueños de desconocidos, en la sala de mezclas de Piloto Autonómico, para saber que los monstruos interiores de la mayoría de la gente no son más que tonterías, cosas absurdas a la tranquila luz de la propia conciencia. Y yo seguía borracho.

Me puse los trodos y moví el conmutador del módulo de borrado rápido. Había desconectado las funciones de estudio para convertir temporalmente ochenta mil dólares en piezas electrónicas japonesas en el equivalente de una de esas cajitas de Radio Shack. –Allá vamos –dije, y toqué el interruptor.

Las palabras. Las palabras no pueden. O quizá sólo un poco, si supiera cómo empezar a describirlo, lo que salió de ella, lo que ella hizo…

Hay un segmento en Reyes del sueño; es como si fueras en moto a medianoche, sin luces, aunque por alguna razón no las necesitas, corriendo a toda velocidad por un tramo de carretera en lo alto de un acantilado, tan rápido que vas suspendido en un cono de silencio y el trueno de la moto se pierde a tus espaldas. Todo se pierde a tus espaldas… No es más que un abrir y cerrar de ojos en Reyes, pero resulta ser una de las mil cosas que recuerdas, que visitas, se incorporan a tu vocabulario particular de sensaciones. Asombroso. Libertad y muerte, allí, el filo de la navaja, para siempre.

Lo que recibí fue la versión para adultos, una ráfaga en bruto, una cascada infernal, sin cortes, que caía estallando en un vacío que hedía a pobreza y a falta de amor y a oscuridad.

Y ésa era la ambición de Lise, esa ráfaga, vista desde adentro.

Quizá haya durado cuatro segundos.

Y, claro, había ganado ella.

Me quité los trodos y miré fijamente la pared; tenía los ojos húmedos, y los carteles enmarcados daban vueltas.

No podía mirarla. Oí que desconectaba el cable óptico. Oí cómo crujía el exoesqueleto al levantarla del diván. Oí cómo hacía tictac, con cierta coquetería, mientras la llevaba a la cocina a buscar un vaso de agua.

Y me puse a llorar.



Rubin inserta una delgada sonda en el vientre de un lento tente-en-pie y examina los circuitos a través de unas gafas lupa con diminutas luces montadas en las sienes.

–¿Y entonces? Quedaste enganchado. –Se encoge de hombros, levanta la vista. Ha oscurecido, y los haces gemelos me hieren la cara, en su granero de metal hay una humedad helada y del otro lado de las aguas ulula una solitaria sirena.– ¿Y entonces?

Ahora me encojo yo de hombros. –Lo hice, eso es todo… No parecía que pudiese hacer otra cosa.

Los haces vuelven a hundirse en el corazón de silicio de su juguete estropeado. –Entonces estás bien. Fue una verdadera elección. Lo que quiero decir es que ella estaba hecha para ser lo que es. Tú tenías tanto que ver con ese sitio donde ella está ahora como el módulo de borrado rápido. Si no te hubiera encontrado a ti, habría encontrado a otra persona…



Hice un trato con Barry, el jefe de edición, y conseguí veinte minutos a las cinco de una fría mañana de septiembre. Lise entró y me disparó con lo mismo, pero esta vez estaba preparado, con los altavoces y los mapas cerebrales, y no tuve que sentirlo. Me llevó dos semanas, juntando los minutos en la sala de edición, reducir lo que ella había hecho a algo que pudiera hacerle probar a Max Bell, propietario del Piloto.

Bell no estaba contento, nada contento, cuando le expliqué lo que había hecho. Los editores inconformistas pueden ser un problema, y la mayoría de los editores terminan por decidir que han encontrado a alguien que será el próximo monstruo, y entonces empiezan a derrochar tiempo y dinero. Asintió cuando terminé el discurso, y entonces se rascó la nariz con la tapa de su rotulador rojo.

–Ajá. Ya entendí. Lo más excitante desde que a los peces le salieron patas, ¿no es así?

Pero se conectó para probar la demostración que yo había montado, y cuando la grabación salió con un clic de la ranura de su consola Braun, se quedó mirando a la pared, sin expresión.

–¿Max?

–¿Eh?

–¿Qué te parece?

–¿Qué me parece? Yo… ¿Cómo has dicho que se llama? –Parpadeó.– ¿Lisa? ¿Quién dices que la tiene contratada?

–Lise. Nadie, Max. Todavía no la ha contratado nadie.

–Santo Dios. –Seguía inexpresivo.



–¿Sabes cómo la encontré? –pregunta Robin, esquivando destartaladas cajas de cartón para buscar el interruptor de la luz. Las cajas están llenas de gomi meticulosamente clasificado: pilas de litio, condensadores de Tántalo, conectores RF, circuitos experimentales, transformadores ferroresonantes, carretes de cable de barra colectora… Hay una caja llena de cabezas cortadas de muñecas Barbie, otra con manoplas blindadas de seguridad industrial que parecen guantes de traje espacial. La luz inunda la sala, y una especie de mantis de Kandinski hecha con lata recortada y pintada balancea su cabeza, del tamaño de una pelota de golf, hacia la bombilla iluminada. –Andaba por Granville, buscando gomi en un callejón, y la encontré allí sentada. Vi el esqueleto, y ella no tenía buen aspecto, así que le pregunté si se sentía mal. Nada. Sólo cerró los ojos. No es asunto mío, me digo. Pero vuelvo a pasar cuatro horas más tarde y ella no se ha movido. “Mira, cariño, le digo, tal vez tengas el hardware apolillado. Yo puedo ayudarte, ¿de acuerdo?” Nada. “¿Cuánto tiempo llevas ahí?” Nada. Así que me largo. –Se acerca al banco de trabajo y acaricia las delgadas patas metálicas de la mantis con un pálido dedo índice. Detrás del banco, colgados de un tablero de herramientas hinchado de humedad, hay alicates, destornilladores, pinzas de atar y envolver, un oxidado rifle Daisy BB, separadores, plegadores, sondas lógicas, pistolas de soldar, un osciloscopio de bolsillo, aparentemente todas y cada una de las herramientas de la historia humana, sin la menor intención de orden, aunque nunca he visto vacilar la mano de Rubin.

–Después volví –dice–. Dejé pasar una hora. La encontré desmayada, sin conocimiento, así que me la traje aquí e inspeccioné el exoesqueleto. Las pilas estaban secas. Se había arrastrado hasta allí cuando se le acabó la corriente y se sentó a morir de hambre, supongo.

–¿Cuándo fue eso?

–Como una semana antes de que tú te la llevaras.

–¿Y si se hubiera muerto? ¿Si no la hubieses encontrado?

–Alguien la encontraría. Ella no podía pedir nada, ¿entiendes? Sólo tomar. No soportaba un favor.



Max encontró agentes, y un trío de socios pasmosamente hábiles llegó al YVR al día siguiente. Lise no quería ir hasta el Piloto a reunirse con ellos, insistió en que los recibiésemos en casa de Rubin, donde seguía durmiendo.

–Bienvenidos a Couverville –dijo Rubin cuando cruzaron la puerta. Su rostro alargado estaba manchado de grasa, la bragueta de sus maltratados pantalones de fajina más o menos sujeta con un gancho de alambre retorcido. Los muchachos sonrieron automáticamente, pero hubo algo ligeramente más auténtico en la sonrisa de la chica.

–Señor Stark –dijo–, estuve en Londres la semana pasada. Vi su montaje en la Tate.

La fábrica de baterías de Marcello –dijo Rubin–. Dicen que es escatológica, los ingleses… –Se encogió de hombros. –Ingleses. Quiero decir, ¿quién sabe?

–Tienen razón. Además es muy graciosa.

Los muchachos, allí de pie con sus trajes, resplandecían como faros. La demostración había llegado a Los Ángeles. Sabían.

–Y tu eres Lise –dijo la chica, avanzando a duras penas por el camino abierto entre el amontonado gomi de Rubin–. Pronto vas a ser una persona muy famosa, Lise. Tenemos muchas cosas de qué hablar…

Y Lise se quedó allí, sostenida por el policarbono, y la expresión de su rostro era la que yo había visto aquella primera noche, en mi edificio, cuando me preguntó si quería acostarme con ella. Pero si la agente se dio cuenta, no lo demostró. Era una profesional.

Me dije que también yo era un profesional.

Me dije que me relajara.



El Mercado está rodeado de fogatas que arden con luz mortecina en latas de acero. Sigue nevando, y los chicos se apiñan junto a las llamas como cuervos artríticos, saltando en uno y otro pie mientras el viento les azota los abrigos oscuros. Más arriba, en las pseudoartísticas, destartaladas chabolas de Fairview se ha congelado en la cuerda la ropa de alguien; los cuadros rosados de sábanas destacan sobre el fondo de mugre y el caos de platos de antena y paneles solares. El molino de viento batidora-de-huevos de algún ecólogo da vueltas y vueltas, vueltas y vueltas a los índices hidrométricos en una burla giratoria.

Rubin camina pesadamente, calzado con zapatos de caucho. L.L. Bean salpicados de pintura, la cabeza abultada hundida en una chaqueta militar demasiado grande. A veces uno de los encorvados adolescentes lo señala mientras pasamos, el tipo ése que construye cosas disparatadas, los robots y esa mierda.

–¿Sabes cuál es tu problema? –dice cuando estamos bajo el puente, ya rumbo a la Cuarta–. Tú eres de los que siempre leen el manual. Cualquier cosa que la gente construye, cualquier clase de tecnología, va a tener una finalidad específica. Es para hacer algo que alguien ya entiende. Pero si es nueva tecnología, abrirá áreas en las que nadie había pensado antes. Tú lees el manual, hermano, y entonces no juegas, no de la misma manera. Y te asombras cuando alguien usa el chisme para hacer algo que a ti nunca se te había ocurrido. Como Lise.

–Ella no fue la primera. –El tránsito retumba encima de nosotros.

–No, pero seguro que sí es la primera persona que tú conoces que se ha traducido a un programa de hardware. ¿No perdiste el sueño cuando el fulano ese lo hizo, hace tres o cuatro años, el chico francés, el escritor?

–En realidad no pensé mucho en eso. Un artilugio. PR…

–Sigue escribiendo. Lo raro del caso es que va a seguir escribiendo, a menos que alguien le haga volar el ordenador central…

Hago una mueca, sacudo la cabeza. –Pero no es él, ¿verdad? Es sólo un programa.

–Buena pregunta. Es difícil saberlo. En cambio, con Lise lo hemos averiguado. No es escritora.



Lo tenía todo allí adentro, Reyes, encerrado en la cabeza de la misma manera que tenía el cuerpo encerrado en aquel exoesqueleto.

Los agentes le consiguieron un contrato con un sello y trajeron un equipo de producción desde Tokio. Ella les dijo que quería que yo lo editase. Yo dije que no; Max me arrastró a su despacho y me amenazó con despedirme en el acto. Si yo no intervenía, no había razón para hacer el trabajo de estudio en el Piloto. Vancouver no era precisamente el centro del mundo, y los agentes la querían llevar a Los Ángeles. Para él significaba mucho dinero, y todo eso podía poner a Piloto Autonómico en el mapa. No podía explicarle por qué me había negado. Era algo demasiado disparatado, demasiado personal: ella me estaba lanzando una última dentellada. O al menos eso fue lo que me pareció entonces. Pero Max hablaba en serio. Realmente no me dejó escoger. Ambos sabíamos que no me iba a caer otro empleo del cielo. Salí de nuevo con él y dijimos a los agentes que lo habíamos resuelto: yo trabajaría.

Los agentes nos enseñaron un montón de dientes.

Lise sacó un inhalador lleno de wizz y aspiró con todas sus fuerzas. Me pareció ver que la agente enarcaba una ceja perfecta, pero hasta allí llegaba su censura. Una vez firmados los papeles, Lizo hizo más o menos lo que quiso.

Y Lise siempre sabía lo que quería.

Hicimos Reyes en tres semanas, la grabación básica. Encontraba muchas razones para evitar la casa de Rubin, incluso me creía algunas. Ella seguía quedándose allí, aunque los agentes no estaban muy complacidos con lo que consideraron una absoluta falta de seguridad. Rubin me dijo después que había tenido que llamar a su agente para que hablase con ellos y les hiciese un escándalo, pero después de eso parece que dejaron de preocuparse. Yo no sabía que Rubin Stark era más famoso, en aquella época, que cualquier otra persona conocida, ciertamente más famoso de lo que yo pensaba que Lise pudiera alguna vez llegar a ser. Sabía que estábamos trabajando en algo fuerte, aunque uno nunca sabe cuanto puede llegar a crecer una cosa.

Pero el tiempo que pasé en el Piloto fue una experiencia. Lise era asombrosa.

Era como si hubiera nacido para la forma artística, aunque la tecnología que hacía posible esa forma ni siquiera existía cuando ella nació. Ves algo así y te preguntas cómo es posible que tantos miles, tal vez millones de artistas fenomenales hayan muerto mudos, a lo largo de los siglos, personas que jamás pudieron ser poetas, o pintores, o saxofonistas, pero que tenían esa cosa adentro, esas formas de ondas síquicas esperando los circuitos adecuados…

Aprendí algunas cosas sobre ella, cosas accesorias, en el tiempo que pasamos en el estudio. Que había nacido en Windsor. Que su padre era norteamericano y había servido en Perú y había vuelto a casa loco y medio ciego. Que lo que le faltaba en el cuerpo era congénito. Que tenía esas llagas porque se negaba a quitarse el exoesqueleto, siempre, porque empezaría a ahogarse y a morirse ante la idea de esa invalidez tan total. Que era adicta al wizz y que diariamente consumía lo suficiente para colocar a un equipo de fútbol.

Los agentes trajeron médicos que le acolcharon el policarbono con gomaespuma y cubrieron las llagas con vendajes microporosos. La fortalecieron con vitaminas y trataron de influir en su dieta, pero nadie intentó nunca quitarle el inhalador.

Trajeron también peluqueros y maquilladores, y especialistas en vestuario y asesores de imagen y pequeños hámsteres PR articulados, y ella soportó todo con algo que casi podía haber sido una sonrisa.

Y a lo largo de esas tres semanas, no hablamos. Sólo conversación de estudio, asuntos artista-editor, un código muy restringido. Sus imágenes eran tan fuertes, tan extremas, que en realidad nunca tuvo que explicarme un efecto dado. Yo tomaba lo que ella emitía y con eso trabajaba, y se lo devolvía otra vez mediante una conexión. Ella decía que sí o que no, y por lo general era sí. Los agentes notaban eso y aprobaban, y le daban a Max Bell golpecitos en la espalda y lo llevaban a cenar, y mi sueldo subió.

Y yo era un profesional, de principio a fin. Útil y minucioso y cortés. Estaba decidido a no volver a quebrarme, y nunca pensaba en la noche en que lloré, y además estaba haciendo el mejor trabajo que había hecho jamás, y lo sabía, y eso, en sí mismo, es una maravilla.

Y entonces, una mañana, a eso de las seis, tras una larga, larga sesión –cuando ella sacó por primera vez aquella secuencia del cotiledón fantasmagórico, la que los niños llaman el Baile de los Fantasmas– me habló. Uno de los dos agentes había estado allí mostrando dientes, pero ya se había marchado, y el Piloto estaba en completo silencio, apenas el zumbido de un extractor cerca del despacho de Max.

–Casey –dijo, con la voz ronca por el wizz–, siento haberte entrado tan fuerte.

Por un instante pensé que me hablaba de la grabación que acabábamos de hacer. Alcé los ojos y la vi allí, y me sorprendió que estuviéramos solos, pues no lo estábamos desde que habíamos hecho la demostración.

No se me ocurría nada que decir. Ni siquiera sabía qué sentía.

Sostenida por el exoesqueleto, su aspecto era peor que el que tenía la primera noche, en casa de Rubin. El wizz se la estaba comiendo debajo del potingue que el equipo de maquilladores repasaba una y otra vez, y a veces era como ver la superficie de la cara de un muerto bajo la cara de una no muy hermosa adolescente. No tenía idea de cuál era su edad verdadera. Ni vieja ni joven.

–El efecto rampa –dije, mientras enrollaba un cable.

–¿Qué es eso?

–El modo que tiene la naturaleza de decirte que pares ya. Una especie de ley matemática, que dice que un estimulante sólo te puede hacer volar muy bien un x número de veces, incluso si aumentas la dosis. Pero nunca llegas a volar tan bien como lo hiciste las primeras veces. O no deberías poder, en todo caso. Ése es el problema con las drogas simétricas: son demasiado listas. Eso que te estás metiendo tiene una cola engañosa en una de sus moléculas, te impide convertir la adrenalina descompuesta en adrenocromo. Si no lo hiciera, a estas alturas estarías esquizofrénica. ¿Tienes algún problema, Lise? ¿Cómo apnea? ¿Se te corta la respiración a veces, al dormirte?

Pero ni siquiera estaba seguro de sentir la rabia que me oía en la voz.

Me miró con aquellos pálidos ojos grises. La gente de vestuario le había cambiado la chaqueta de tienda barata por un blusón negro mate que le escondía mejor las costillas de policarbono. Ella se lo mantenía subido hasta el cuello, siempre, aunque hacía demasiado calor en el estudio. Los peluqueros habían intentado algo nuevo el día anterior, y no había funcionado: su pelo, oscuro y rebelde, era una explosión asimétrica sobre aquel rostro triangular, macilento. Me miró fijamente y sentí aquello de nuevo: la firmeza.

–Yo no duermo, Casey.

Sólo después, mucho después, recordé que me había pedido disculpas. Nunca más lo volvió a hacer, y fue la única vez que le oí decir algo que pareciera fuera de su tono.



La dieta de Rubin consiste en bocadillos de máquina expendedora, comida rápida paquistaní, y café exprés. Nunca lo he visto comer otra cosa. Comemos samosas en un angosto local de la Cuarta que tiene una sola mesa de plástico calzada entre el mostrador y la puerta que da al retrete. Rubin se come su docena de samosas, seis de carne y seis vegetales, en total concentración, una tras otra, y no se molesta en limpiarse el mentón. Es un devoto del local. Aborrece al dependiente griego; el sentimiento es mutuo, una verdadera relación. Si el dependiente se fuera, puede que Rubin no volviese. El griego mira furioso las migas en el mentón y la chaqueta de Rubin. Entre samosa y samosa, Rubin le responde disparando dagas, los ojos entornados detrás de las manchadas lentes de las gafas con montura de acero.

Las samosas son la cena. El desayuno será ensalada de huevos con pan blanco, empacada en uno de esos triángulos de plástico lechoso, además de seis tacitas de exprés venenosamente fuerte.

–No lo viste venir, Casey. –Me mira desde las profundidades de las gafas, cubiertas de huellas digitales.– Porque no eres bueno para el pensamiento lateral. Tú lees el libro de instrucciones. ¿Qué otra cosa pensaste que buscaba? ¿Sexo? ¿Más wizz? ¿Una gira mundial? Ella estaba más allá de todo eso. Y eso era lo que la hacía tan fuerte. Estaba más allá. Por eso Reyes del sueño es tan grande, por eso los chicos lo compran, por eso creen en él. Ellos saben. Esos chicos del Mercado, esos que se calientan el culo junto a las fogatas y se preguntan si esta noche encontrarán un sitio donde dormir, esos lo creen. Es el producto de más éxito que ha salido en ocho años. Un tipo de una tienda de Granville me dijo que le roban más de esas condenadas cintas que lo que vende en total. Dice que hasta almacenarlas es un problema… Lise es grande porque era lo que ellos son, sólo que más. Ella sabía, hermano. Nada de sueños, nada de esperanza. Tú no ves las jaulas de esos chicos, Casey, pero cada vez lo entienden mejor, que no van a ninguna parte. –Se cepilla una miga grasienta de carne que tiene en el mentón, dejando otras tres.– Así que Lise lo cantó para ellos, lo dijo del modo en que ellos no pueden, les pintó un cuadro. Y empleó el dinero en comprarse una salida, eso es todo.

Miro el vapor que se condensa y rueda bajando por la ventana en gotas grandes, vetas en la condensación. Del otro lado de la ventana veo un Lada a medio desmontar, con las ruedas quitadas, los ejes en el pavimento.

–¿Cuántos lo han hecho, Rubin? ¿Tienes una idea?

–No demasiados. Es difícil saberlo, de todas formas, porque muchos de ellos probablemente son políticos que imaginamos confiada y cómodamente muertos. –Me lanza una mirada extraña.– No es un pensamiento muy agradable. En cualquier caso, primero apuntan a la tecnología. Aún cuesta demasiado para docenas de millonarios comunes, pero he oído hablar de al menos siete. Dicen que la Mitsubishi se lo hico a Weinberg antes de que su sistema inmunológico quedara por fin patas arriba. Era jefe del laboratorio de hibridomas de Okayama. En fin, sus existencias de monoclonales son aún muy altas, así que tal vez sea cierto. Y Langlais, el chico francés, el novelista… –Se encoge de hombros.– Lise no tenía el dinero para hacerlo. Ni siquiera ahora lo tendría. Pero se puso en el sitio adecuado en el momento adecuado. Estaba a punto de morirse, estaba en Hollywood, y ellos ya veían lo que Reyes iba a provocar.



El día que terminamos, la banda bajó de un aparato de la JAL que había salido de Londres: cuatro escuálidos chicos que funcionaban como una maquinaria bien lubricada y hacían gala de un hipertrofiado sentido de la moda y una absoluta falta de emotividad. Los instalé en fila en el Piloto, en idénticas sillas blancas Ikea de oficina, les unté crema salina en las sienes, les puse los trodos y pasé la versión borrador de lo que iba a convertirse en Reyes del sueño. Al salir se pusieron a hablar todos a la vez, ignorándome por completo, en la versión británica de ese lenguaje secreto que hablan todos los músicos de estudio, cuatro pares de manos que se agitaban y cortaban el aire.

Entendí lo suficiente para concluir que estaban entusiasmados. Que les parecía bueno. Así que agarré la chaqueta y me fui. Ellos podían quitarse solos la crema salina, gracias.

Y esa misma noche vi a Lise por última vez, aunque no lo tenía pensado.



Caminando de regreso al Mercado, con Rubin que digería cuidadosamente el almuerzo, las luces rojas traseras se reflejaban en los adoquines mojados, la ciudad detrás del Mercado era una límpida escultura de luz, una mentira en la que lo roto y lo perdido se esconde bajo el gomi que crece como humus al pie de las torres de vidrio…

–Mañana tengo que ir a Frankfurt a montar una instalación. ¿Quieres venir? Puedo apuntarte en calidad de técnico. –Esconde más la cabeza en la chaqueta militar.– No puedo pagarte, pero tienes pasaje gratis, ¿quieres…?

Extraña oferta, viniendo de Rubin, aunque conozco el motivo: está preocupado por mí, piensa que ando muy raro con lo de Lise, y es lo único que se le ocurre, sacarme de la ciudad.

–En Frankfurt está haciendo más frío que aquí.

–Quizás te haga falta un cambio, Casey. No sé…

–Gracias, pero Max tiene un montón de trabajo por delante. Piloto está cotizando alto, la gente viene de todas partes…

–Claro.



Después de dejar a la banda en el Piloto me fui a casa. Caminé hasta la Cuarta y allí tomé el troley, pasando frente alas vitrinas de las tiendas que veo todos los días, cada una con su iluminación chillona y lustrosa; ropa y zapatos y software, motos japonesas agazapadas como escorpiones de esmalte, muebles italianos. Las vitrinas cambian con las estaciones, las tiendas vienen y van. Ahora estábamos en temporada prevacacional, y había más gente en la calle, muchas parejas caminando de prisa y con determinación junto a los luminosos escaparates, buscando ese perfecto lo-que-sea para como-se-llame, la mitad de las chicas con esas botas de nailon acolchadas hasta el muslo que habían llegado de Nueva York el invierno anterior, esas que según Rubin les daba un aspecto de padecer elefantiasis. Sonreí al pensar en eso, y de pronto caí en la cuenta de que había realmente terminado, que yo había terminado con Lise, que ella ahora sería aspirada hacia Hollywood tan inexorablemente como si hubiera metido un dedo del pie en un agujero negro, arrastrada por la inimaginable fuerza gravitatoria del Gran Dinero. Creyendo eso, que se había ido –y probablemente para entonces se había ido– bajé una guardia en mi interior y sentí los contornos de mi lástima. Pero sólo los contornos, porque no quería que por nada se me arruinara la noche. Quería diversión. Hacía mucho tiempo que no la tenía.

Me bajé en mi esquina y el ascensor funcionó al primer intento. Buena señal, me dije. Ya arriba, me desvestí y me di una ducha, encontré una camisa limpia, puse unos burritos en el microondas. Siéntete normal, le aconsejé a mi reflejo mientras me afeitaba. Has estado trabajando demasiado. Tus tarjetas de crédito han engordado. Es hora de remediar eso.

Los burritos sabían a cartón, pero llegué a la conclusión de que me gustaban por lo agresivamente normales que eran. Mi coche estaba en Burnaby, donde le estaban reparando las fugas de la célula de hidrógeno, así que no iba a tener que molestarme en conducir. Podía salir, buscar diversión y llamar al día siguiente al trabajo para decir que me sentía enfermo. Max no se enfadaría. Estaba en deuda conmigo.

Estás en deuda conmigo, Max, le dije a la helada botella de Moskovskaya que saqué del congelador. Si lo estarás. Vengo de pasar tres semanas editando los sueños y las pesadillas de una persona que está muy pero muy jodida, Max. Para tu beneficio. Para que puedas crecer y prosperar, Max. Serví tres dedos de vodka en un vaso de plástico que había quedado de una fiesta que había dado el año anterior y volví a la sala.

Algunas veces tengo la impresión de que aquí no vive nadie en particular. No porque esté desordenado: soy un buen amo de casa, aunque un poco robótico, y hasta me acuerdo de quitar el polvo de la parte superior de los marcos de los carteles y de las cosas, pero hay momentos en que la casa me da de pronto un leve escalofrío, con su elemental acumulación de elementales bienes de consumo. No es que desee, en realidad, llenarla de gatos ni de plantas de interior ni nada, pero hay momentos en que veo que cualquiera podría estar viviendo aquí, que cualquiera podría poseer estas cosas, y todas me parecen intercambiables, mi vida y la tuya, mi vida y la de cualquiera…

Creo que también Rubin ve las cosas de ese modo, todo el tiempo, pero para él eso es una fuente de fuerza. El vive en la basura de otras personas, y todo lo que arrastra a casa debe de haber sido nuevo y reluciente alguna vez, debe de haber significado algo para alguien, por muy poco que fuera. Él lo mete todo en su camión loco y se lo lleva a casa y lo deja fermentar allí hasta que se le ocurre hacer algo nuevo con todo eso. Una vez me estaba mostrando un libro sobre el arte del siglo veinte que a él le gustaba, y había una foto de una escultura automatizada llamada Los pájaros muertos vuelven a volar, una cosa que hacía girar y girar a verdaderos pájaros muertos sujetos a un cordel, y él sonreía y asentía, y yo veía que consideraba que el artista era para él una especie de antepasado espiritual. Pero, ¿qué podría hacer Rubin con mis carteles enmarcados y mi diván mejicano traído de la Bahía y mi cama de goma espuma comprada en Ikea? Bueno, pensé, tomando un primer sorbo helado, pues algo se le ocurriría, lo cual explicaba que él fuera un artista famoso y yo no.

Me acerqué a la ventana y apreté la cara contra el vidrio cilindrado, tan frío como el vaso que tenía en la mano. Hora de salir, me dije. Estás mostrando los síntomas de ansiedad del soltero urbano. Hay remedios contra eso. Termina el trago. Sal.

Aquella noche no alcancé un estado de diversión. Tampoco di muestras de sentido común y adulto para resignarme, irme a casa, ver alguna película vieja y quedarme dormido en el diván. La tensión que aquellas tres semanas me habían acumulado adentro me impulsaba como el muelle real de un reloj mecánico, y seguí haciendo tic-tac por la ciudad nocturna, lubricando mi avance más o menos aleatorio con más tragos. Era una de esas noches, concluí rápidamente, en que te deslizas en un continuum alterno, una ciudad que se parece en todo a la ciudad en que vives, excepto por la peculiar diferencia de que no alberga a ninguna persona que ames o conozcas o con la que al menos hayas hablado antes. En noches así, puedes entrar en un bar conocido y descubrir que han cambiado el personal; entonces comprendes que el verdadero motivo para ir allí era simplemente ver una cara conocida, en una camarera o en un barman, quien sea… Se sabe que esas cosas atentan contra la diversión.

Seguí rodando, sin embargo, por unos seis y ocho sitios, y terminé por rodar hacia el interior de un club de West End que tenía aspecto de no haber sido redecorado desde los noventa. Mucho cromo descascarado sobre plástico, hologramas borrosos que te daban jaqueca si tratabas de descifrarlos. Creo que Barry me había hablado de aquel sitio, aunque no logro imaginar por qué. Miré alrededor y sonreí. Si lo que buscaba era deprimirme, había llegado al sitio ideal. Sí, me dije, mientras me sentaba en un taburete en la esquina de la barra, aquello era genuinamente triste, la depresión extrema. Lo bastante horrible para interrumpir la inercia de mi mediocre velada, lo cual era sin duda algo bueno. Me tomaría uno más para el camino, admiraría la caverna, y luego un taxi a casa.

Y entonces vi a Lise.

No me había visto todavía, y yo aún tenía el abrigo puesto, el cuello de paño alzado para protegerme del frío. Ella estaba en la otra esquina de la barra y tenía un par de copas vacías enfrente, de las grandes, de las que vienen con esas sombrillitas de Hong Kong o con una sirena de plástico adentro, y cuando alzó la mirada hacia el chico que estaba a su lado, le vi el destello de wizz en los ojos, y supe que aquellos tragos nunca habían contenido alcohol, porque los niveles de droga que estaba consumiendo no tolerarían la mezcla. El chico, en cambio, estaba ido, borracho, sonriente, entumecido y a punto de resbalarse del taburete, y diciendo algo mientras hacía repetidos intentos por enfocar los ojos y obtener una mejor imagen de Lise, sentada allí con el blusón de cuero negro del equipo de vestuario cerrado hacia el mentón y el cráneo a punto de asomar ardiendo a través de la cara blanca como una bombilla de mil vatios. Y viendo aquello, viéndola allí, supe en seguida un montón de cosas.

Que estaba muriendo de verdad, ya fuera por el wizz o por la enfermedad o por una combinación de las dos cosas. Que lo sabía de sobra. Que el chico estaba demasiado borracho para darse cuenta del exoesqueleto, pero no tan borracho como para no tomar nota de la costosa chaqueta y del dinero que ella tenía para beber. Y que lo que yo estaba viendo era exactamente lo que parecía.

Pero no podía comprender, así de golpe, no podía hacer cálculos. Algo dentro de mí se encogió.

Y ella sonreía, o al menos hacía algo que a ella le debía parecer una sonrisa, la expresión que sabía apropiada para la situación, y asentía a tiempo a las necedades que balbuceaba el chico, y aquella horrible frase suya me vino a la memoria, aquello de que le gustaba mirar.

Y ahora sé algo. Sé que si no hubiera pasado por allí, si no los hubiera visto, habría podido aceptar todo lo que vino después. Hasta podría haber encontrado un modo de disfrutarlo en su nombre, o encontrar una forma de creer en lo que ahora se ha convertido, sea lo que sea, o lo que ha formado su imagen, un programa que finge ser Lise hasta tal punto que cree ser ella misma. Podría haber creído lo que cree Rubin, que ella estaba verdaderamente más allá, nuestra Juana de Arco hi-tech que ardía por la unión con aquella divinidad de Hollywood, que nada le importaba salvo la hora de la partida. Que arrojaba ese cuerpo pobre y triste con un gemido de alivio, liberada de los lazos de policarbono y carne aborrecida. Bueno, después de todo quizá lo logró. Quizá haya sido así. Estoy seguro de que ella esperaba que fuese de esa forma.

Pero viéndola allí, con la mano de aquel borrachito en la suya, aquella mano que ni siquiera podía sentir, supe, de una vez por todas, que ningún motivo humano es completamente puro. Hasta Lise, con ese corrosivo y demencial impulso hacia el estrellato y la inmortalidad cibernética, tenía debilidades. Era humana de una forma que me costaba mucho admitir.

Había salido aquella noche, supe, para darse el beso de despedida. Para encontrar a alguien que estuviera lo bastante borracho como para hacerlo por ella. Porque, supe entonces, era cierto: le gustaba mirar.

Creo que me vio, al salir. Y salí corriendo. Si me vio, supongo que me habrá odiado más que nunca, por el horror y la lástima que había en mi cara.

No la vi nunca más.



Un día le voy a preguntar a Rubin por qué el Wild Turkey sour es el único trago que sabe preparar. Fuerza industrial, esos sours de Rubin. Me pasa la taza de aluminio abollada mientras su casa hace tictac y se agita a nuestro alrededor con la furtiva actividad de sus creaciones más pequeñas.

–Deberías venir a Frankfurt –dice otra vez.

–¿Por qué, Rubin?

–Porque dentro de muy poco ella te va a llamar. Y creo que quizás no estás preparado para eso. Todavía estás confundido, y esa cosa va a sonar como ella y pensar como ella, y tú te vas a poner muy raro. Ven conmigo a Frankfurt para que puedas respirar un poco. Ella no sabrá que estás allá…

–Ya re lo he dicho –insisto, recordándola en la barra de aquel club–: mucho trabajo. Max…

–A la mierda con Max. Hiciste rico a Max. Max puede sentarse a esperar. Tú mismo eres rico, con los derechos de autor de Reyes, pero eres demasiado terco para informarte sobre tu cuenta bancaria. Puedes permitirte unas vacaciones.

Lo miro y me pregunto cuando le contaré lo de la última imagen de ella. –Rubin, te lo agradezco de verdad, hermano, pero es que…

Suspira, bebe. –¿Pero qué?

–Rubin, si ella me llama, ¿es ella?

Me mira un buen rato. –Sólo Dios lo sabe. –La taza hace clic en la mesa.– Mira, Casey, la tecnología está ahí, ¿entonces quién, quién puede saberlo?

–Y tu piensas que me debería ir contigo a Frankfurt?

Se quita las gafas de montura de acero y las pule con eficiencia con la parte delantera de la camisa de franela a cuadros. –Sí. Necesitas ese descanso. Quizá no lo necesites ahora, pero lo necesitarás más adelante.

–¿Cómo es eso?

–Cuando tengas que editar su próxima grabación. Cosa que no tardará en ocurrir, sin duda, porque ella necesita dinero con urgencia. Está contratando un montón de ROM en la computadora central de alguna corporación, y sus derechos por Reyes no le van a alcanzar para pagar lo que tienen que ponerle allí. Y tú eres su editor, Casey. ¿Quién más?

Y yo sólo lo miro mientras vuelve a ponerse las gafas, como si no pudiera moverme.

–¿Quién más, hermano?

Y justo entonces una de sus construcciones hace clic, un ruido limpio y diminuto, y me doy cuenta de que Rubin tiene razón.

Mostrando las entradas con la etiqueta Lecturas. Mostrar todas las entradas
Mostrando las entradas con la etiqueta Lecturas. Mostrar todas las entradas

septiembre 21, 2007

El Pecho Desnudo - Italo Calvino



EL PECHO DESNUDO
Italo Calvino

El señor Palomar camina por una playa solitaria. Encuentra unos pocos bañistas. Una joven tendida en la arena toma el sol con el pecho descubierto. Palomar, hombre discreto, vuelve la mirada hacia el horizonte marino. Sabe que en circunstancias análogas, al acercarse un desconocido, las mujeres se apresuran a cubrirse, y eso no le parece bien: porque es molesto para la bañista que tomaba el sol tranquila; porque el hombre que pasa se siente inoportuno; porque el tabú de la desnudez queda implícitamente confirmado; porque las convenciones respetadas a medias propagan la inseguridad e incoherencia en el comportamiento, en vez de libertad y franqueza. Por eso, apenas ve perfilarse desde lejos la nube rosa-bronceado de un torso desnudo de mujer, se apresura a orientar la cabeza de modo que la trayectoria de la mirada quede suspendida en el vacío y garantice su cortés respeto por la frontera invisible que circunda las personas. Pero -piensa mientras sigue andando y, apenas el horizonte se despeja, recuperando el libre movimiento del globo ocular- yo, al proceder así, manifiesto una negativa a ver, es decir, termino también por reforzar la convención que considera ilícita la vista de los senos, o sea, instituyo una especie de corpiño mental suspendido entre mis ojos y ese pecho que, por el vislumbre que de él me ha llegado desde los límites de mi campo visual, me parece fresco y agradable de ver. En una palabra, mi no mirar presupone que estoy pensando en esa desnudez que me preocupa; ésta sigue siendo en el fondo una actitud indiscreta y retrógrada.

De regreso, Palomar vuelve a pasar delante de la bañista, y esta vez mantiene la mirada fija adelante, de modo de rozar con ecuánime uniformidad la espuma de las olas que se retraen, los cascos de las barcas varadas, la toalla extendida en la arena, la henchida luna de piel más clara con el halo moreno del pezón, el perfil de la costa en la calina, gris contra el cielo. Sí -reflexiona, satisfecho de sí mismo, prosiguiendo el camino-, he conseguido que los senos quedaran absorbidos completamente por el paisaje, y que mi mirada no pesara más que la mirada de una gaviota o de una merluza. ¿Pero será justo proceder así? -sigue reflexionando-. ¿No es aplastar la persona humana al nivel de las cosas, considerarla un objeto, y lo que es peor, considerar objeto aquello que en la persona es específico del sexo femenino? ¿No estoy, quizá, perpetuando la vieja costumbre de la supremacía masculina, encallecida con los años en insolencia rutinaria? Gira y vuelve sobre sus pasos. Ahora, al desliza su mirada por la playa con objetividad imparcial, hace de modo que, apenas el pecho de la mujer entra en su campo visual, se note una discontinuidad, una desviación, casi un brinco. La mirada avanza hasta rozar la piel tensa, se retrae, como apreciando con un leve sobresalto la diversa consistencia de la visión y el valor especial que adquiere, y por un momento se mantiene en mitad del aire, describiendo una curva que acompaña el relieve de los senos desde cierta distancia, elusiva, pero también protectora, para reanudar después su curso como si no hubiera pasado nada. Creo que así mi posición resulta bastante clara -piensa Palomar-, sin malentendidos posibles. ¿Pero este sobrevolar de la mirada no podría al fin de cuentas entenderse como una actitud de superioridad, una depreciación de lo que los senos son y significan, un ponerlos en cierto modo aparte, al margen o entre paréntesis? Resulta que ahora vuelvo a relegar los senos a la penumbra donde los han mantenido siglos de pudibundez sexomaníaca y de concupiscencia como pecado...

Tal interpretación va contra las mejores intenciones de Palomar que, pese a pertenecer a la generación madura para la cual la desnudez del pecho femenino iba asociada a la idea de intimidad amorosa, acoge sin embargo favorablemente este cambio en las costumbres, sea por lo que ello significa como reflejo de una mentalidad más abierta de la sociedad, sea porque esa visión en particular le resulta agradable. Este estímulo desinteresado es lo que desearía llegar a expresar con su mirada. Da media vuelta. Con paso resuelto avanza una vez más hacia la mujer tendida al sol. Ahora su mirada, rozando volublemente el paisaje, se detendrá en los senos con cuidado especial, pero se apresurará a integrarlos en un impulso de benevolencia y de gratitud por todo, por el sol y el cielo, por los pinos encorvados y la duna y la arena y los escollos y las nubes y las algas, por el cosmos que gira en torno a esas cúspides nimbadas. Esto tendría que bastar para tranquilizar definitivamente a la bañista solitaria y para despejar el terreno de inferencias desviantes. Pero apenas vuelve a acercarse, ella se incorpora de golpe, se cubre, resopla, se aleja encogiéndose de hombros con fastidio como si huyese de la insistencia molesta de un sátiro. El peso muerto de una tradición de prejuicios impide apreciar en su justo mérito la intenciones más esclarecidas, concluye amargamente Palomar.

Mostrando las entradas con la etiqueta Lecturas. Mostrar todas las entradas
Mostrando las entradas con la etiqueta Lecturas. Mostrar todas las entradas

Cómo el padre de casó con la hija y cómo el hijo se casó con la madre - Anónimo


CÓMO EL PADRE DE CASÓ CON LA HIJA Y CÓMO EL HIJO SE CASÓ CON LA MADRE
Anónimo, India, siglo 11 d.C.

Vivía en el Deján un príncipe llamado Dharma, jefe de distrito, que encabezaba a los hombres de bien; por desgracia tenía demasiados parientes. Su mujer que se llamaba Candravati y que era oriunda del Malaya, era el adorno de las mujeres más hermosas y procedía de una gran familia. De aquella unión nació una hija a la que llamaron Lavanyavati, nombre que le cuadraba muy bien.

Cuando la hija hubo alcanzado la edad de casarse, el rey fue destronado por sus parientes quo se habían conjurado para repartirse el reino. El rey tuvo que huir y abandono el país una noche con su mujer y su hija llevándose todas las joyas que pudo. Decidió dirigirse al Malava donde vivía su suegro, y aquella misma noche llegó a la selva de los montes Vindhyas acompañado por la mujer y la hija.

La noche, que la había escoltada, quedó atrás cuando el rey penetró en la selva. Parecía que ésta llorara con las gotas de roció que dejaba caer al suelo. El sol había escalado la montaña del Oriente y proyectaba sus rayos, cual dedos, como para disuadir al príncipe de penetrar en aquella selva poblada de forajidos. Sin embargo, el rey prosiguió su marcha con la mujer y la hija, mientras las espinas de kusha le herían los pies. Llegaron así a una aldea fortificada de los bhillas. Era aquella una aldea de bandidos que quitan a los forasteros sus bienes y hasta la vida; la gente virtuosa la evita como la ciudad misma de la muerte.

Cuando aquellos hombres descubrieron desde lejos al rey con sus vestimentas y adornos reales, enviaron a una cuadrilla de shabaras armados para que le arrebataran sus bienes. Al verlos, el rey Dharma dijo a su mujer y a su hija: “Entraos en la selva antes de que estos bárbaros se apoderen de vosotras’’. Obedeciendo la arden del rey, la reina Candravati se internó en el bosque, llena de ansiedad, con su hija Lavanyavati y el rey, armado con una espada y una coraza, hizo frente como un héroe a los asaltantes. Dio muerte a muchos de aquellas shabaras que le enviaban lluvias de flechas. Pero el jefe de los bandidos, recurriendo a todos los hombres do la aldea, se precipitó sobre el rey que luchaba solo; entre todos le perforaron la coraza y le dieron muerte. La cuadrilla de salvajes se apoderó de los ornamentos reales y desapareció. La reina Candravati, oculta detrás de un arbusto, había visto como daban muerte a su marido. Desesperada por la aflicción emprendió la fuga con su hija y llegó a otra profunda selva, que se extendía a buena distancia de aquel lugar A mediodía, la Sombra se retraía, como los mismos viajeros, hacia el pie de los árboles, donde se sentía mayor frescura, como si el ardor del sol le hiciera daño. La reina y su hija se sentaron bajo Un árbol ashoka que crecía a orillas de una laguna de lotos. Agotada y enferma de pena, la reina no cesaba de llorar.

En aquel momento un varón importante de los alrededores pasaba, montado a caballo en compañía de su hijo con el fin de entregarse a la caza en aquel bosque. Llamábase el caballero Candasimha y su hijo llevaba el nombre de Simhaparakrama. Al ver las dos hileras de huellas impresas en la arena, el caballero dijo a su hijo; “Sigamos estos pasos tan bien dibujados, que parecen de buen augurio. Si encontrarnos a las dos mujeres a las que pertenecen, tomarás a la que más te guste”.

El joven Simhaparakrama dijo entonces; “La que me gustará por mujer es l que tiene los pies pequeños; con seguridad es joven, y a mi juicio es la que me conviene. La que tiene los pies grandes debe de ser de mayor edad y será apropiada para ti.

Al oír estas palabras, Candasimha exclamó; “¿Qué estás diciendo? No hace mucho que tu madre se ha ido al cielo. Habiendo perdido a tan buena esposa, ¿podría desear otra?”

“No digas eso” le replicó el hijo. “La casa del jefe de una familia está vacía cuando en ella no hay una mujer. ¿No conoces esta estrofa de Muladeva?

‘Una casa en la que no hay una mujer amada,
de caderas y pechos poderosos y que mire al camino,
es una cárcel sin cadenas. ¿Quién querría entrar en ella
de no estar loco?’

Tendrás la pena de verme morir, padre, si no tomas por esposa a la mujer que acompaña a la que yo elegí.”

Candasimha consintió por fin y fue siguiendo lentamente las huellas. Así llegaron junto a la laguna donde vieron a la reina Candravati y a su hija Lavanyavati. La reina era de tez oscura y, con las numerosas perlas del más bello oriente que la adornaban, resplandecía como el cielo nocturno en pleno día, cielo que iluminaba a hija semejante a un brillante claro do Puna. La reina descansaba a la sombra de un árbol. Lleno de curiosidad, Candasimha se le acercó en compañía de su hijo. Al verlo y temiendo que fuera un ladrón, la reina se puso en pie toda temblorosa.

“No tengas miedo", le dijo la hija: “éstos no son ladrones. Tienen aspecto amable y van bien vestidos. Sin duda vinieron aquí para cazar.

La reina aún vacilaba. Entonces, apeándose del caballo, Candasimha dijo a ambas mujeres: “¿Por qué os turbáis? Hemos llegado hasta aquí por inclinación hacia vosotras. Tened confianza y decidnos sin temor quiénes sois. Os parecéis a la Voluptuosidad y a la Alegría como si se hubieran refugiado en esta selva para llorar a dios Amor, quemado por el fuego que lanzaba el ojo de Shiva. ¿Cómo habéis llegado a esta selva desierta? Vuestras personas son dignas de morar en un palacio guarnecido de piedras preciosas. ¿Cómo han podido hollar este suelo lleno de espinas vuestros pies que merecen ser cuidados por hermosas criadas? Esto nos desconcierta. ¡Oh maravilla! Este polvo que, levantado por el viento, ha venido a dar en vuestro rostro arrebata su brillo al nuestro. Y este intenso calor del astro de resplandor violento, esos rayos que juguetean sobre vuestros delicados cuerpos… ¡a nosotros mismos nos consume! Decidnos pues, lo que os ha ocurrido. Tenemos el corazón afligido. No podríamos dejaros permanecer en esta selva llena de animales feroces.”

Después de oír estas palabras, la reina lanzó un suspiro y con lentitud se puso a contar su historia, afligida por la vergüenza y el dolor. Comprendiendo Candasimha que ambas mujeres estaban desprovistas de todo protector, trató de tranquilizarlas y por fin con sus suaves palabras les ganó el corazón; luego las hizo montar en su caballo y en el de su hijo y las condujo a su rica residencia de Vittapuri. Como carecía de todo recurso, la reina se sometió a la voluntad del caballero y fue como si hubiera cambiado de existencia. ¿Qué puede hacer una mujer sin protección cuando cae en el infortunio en un país extranjero?

Simhapararana, hijo de Candasimha tomó por esposa a la reina Candravati, porque ésta era la que tenía los pies pequeños: Candasimha se casó con la hija, Lavanyavati, porque tenía los pies grandes. Así lo habían convenido padre e hijo antes, cuando examinaran las dos clases de huellas, una de pies pequeños y a otra de pies algo mayores. ¿Puede violarse semejante compromiso?

De manera que, a causa del error en que incurrieron tocante a los pies, el padre se casó con la hija y el hijo se casó con la madre, de suerte que la madre vino a ser la nuera de su hija y la hija vino a ser la suegra de su madre. Con el tiempo, las dos mujeres tuvieron con sus dos maridos hijos e hijas, los cuales a su vez engendraron otros hijos. Y así vivieron largo tiempo Candasimha y Simhapararana, con sus esposas Lavanyavati y Candravati.

Mostrando las entradas con la etiqueta Lecturas. Mostrar todas las entradas
Mostrando las entradas con la etiqueta Lecturas. Mostrar todas las entradas

La Murcielagosis - Julio Arenas


LA MURCIELAGOSIS
Julio Arenas


«Y pienso que es mejor acabar como un ave espléndida surcando el cielo abierto que como un gusano asfixiado».
La virgen de los sicarios (Fernando Vallejo)


A diferencia de Gregorio, desperté siendo murciélago. Lo supe porque al abrir los ojos, hace dos minutos, luchaba aún medio dormido por desenterrar mis dientes de tu cuello. Ahora todo está rojo de sangre y no me acuerdo de nada. Mis brazos no parecen brazos, sino un par de largas alas que al desplegarse forman un semicírculo cuyo arco comienza en esta ausencia de clavícula y finaliza en mis puntiagudas uñas de ratón ciego. Sé de mi imperfección por la imperfección misma de los orificios en tu cuello, que no son ni siquiera tales sino múltiples llagas desordenadas, confusas y malolientes. Deben ser alrededor de las nueve o diez de la mañana de este domingo pesado y lento, porque la luz que me llega desde las persianas cerradas casi hasta el tope es brillante, como si viniera desde el sol que a veces sale en invierno en la mañana y me hiere con el reflejo que golpea de costado sobre la pared de la habitación. No recuerdo nada de lo sucedido anoche.

El día de ayer se borró absolutamente de mi memoria, salvo algunas imágenes confusas que ahora comienzan a nacer tal vez detrás de la ventana entreabierta que mira al comedor; si estuvieras despierta, las verías. Aquí vienen, subiéndose de una en una por la pared, arqueándose sobre el marco de madera de la ventana, deslizándose por el suelo hasta nuestra cama, escurriéndose entre las arrugas de las cobijas desordenadas y bordeando tu cuerpo hasta meterse en mis ojos. No sé si duermes o te mueres. No sé si debería saberlo. No sé si vives, Raquel. Tal vez no, porque aquí está el rastro seco de la sangre que escapó de tu garganta y que contuvo su lento descenso en la mitad de las vertientes que ella misma inició desde tu cuello -quizás sólo hace unas horas- y que siguió su camino sobre mi vientre ovalado y sobre la geografía de la cama en desorden. Todo está tan lleno de silencio... no hay un movimiento diferente del temblor de la membrana de mis alas ateridas por el frío.

Así como están las cosas, en medio de este desmayo del mundo no encontraré auxilio y la sequedad en mi garganta me cortará el paso del aire en cualquier momento; la muerte, entonces, podrá ocuparse de mí con tranquilidad, sin que nadie proteste. Intentaré levantarme y caminar. Sé que puedo hacerlo, si voy despacio. Dentro de mí las cosas siguen cambiando y eso es una buena señal, supongo, aunque si no bebo agua ya mismo me muero. Aquí voy; muy bien… despacio… poco a poco; mejor no me apresuro. Iré al lavabo y beberé una gota de agua; es todo lo que necesito. ¡Bien! Estoy de pie. A pesar de ser murciélago, la dimensión de las cosas no parece haber cambiado para mí, y creo que tengo casi el mismo tamaño que tenía mi cuerpo humano, aunque me siento empequeñecer lentamente. ¿O todo me lo invento? Me gusta presentir mi sombra de Batman proyectándose por todas partes.

Eso está bien. Parece que la vida tiende a mejorar y pienso que deberías despertar para conversar sobre todas estas cosas, para reírnos de mi torpeza al andar con estos pasos nuevos. De nuevo vienen estas sombras necias deslizándose por la pared, y otra vez mis ojos brillando en la penumbra me miran aterrados desde el suelo. ¡Ahora recuerdo! Algo me despertó antes de la madrugada. Mi mandíbula temblaba y mis dedos se clavaban rígidos en la carne de mis piernas. Todo estaba oscuro y quieto, menos tu cuello que palpitaba y palpitaba. Después, la niebla y el sonido sordo del mundo. Sé que no has muerto. Sólo duermes, quieta y callada, sin sangre pero con vida, como si hubieras decidido dormir y amarme para siempre. Tal vez luego de besarte sin descanso me dormí también con mi beso desgarrándose sobre tu blanco cuello, y el ámbar negro de tu sangre en mi paladar enamorado. Sin embargo, no sé si todo está bien. No es fácil esto en la mañana. El rojo de las sábanas blancas, la luz opaca, el ambiente turbio, tu sombra horizontal flotando en la pared, tu sangre seca en las comisuras arrugadas de mi hocico… tu sombra en la pared…, tu sombra en la pared ¡Dios mío!, tu horizontalidad, tu cuerpo frío y callado; tu vientre que ahora desnudo despacio para sentir en mis labios secos la lana invisible que lo cubre y lo oxigena y lo enternece; y éste tu hermoso pubis de humedad de tierra que ayer respiraba con fuerza y hoy está tan quieto y tan lejano como si hubiera muerto. No es fácil esto en la mañana de un domingo. Nadie va a creerme. Deberías salir de donde estés y venir aquí conmigo, a disfrutar estas cosas nuevas. Mírame caminar como lo haría un ratón sobre las patas traseras, temblando como una hoja de papel entre la pared y el viento. Si no supiera que podré volar me sentiría desgraciado por completo y me ocultaría de ti, aun estando así dormida. Pero, está bien. Cuando despiertes flotaré sobre tu cuerpo sin tocarte, paralelo a la línea ondulada de tu piel desnuda; dirás «¿Qué pasa?», y reiré sin contestarte, hasta que el mundo se te vaya despertando. Mientras tanto, caminaré por el corredor, estiraré mis coyunturas. Ah, no… la sed; lo había olvidado. Tomaré un poco de agua en el lavabo; aliviaré mi garganta reseca; mojaré mis labios y volveré para besarte de nuevo. ¡Dios, es verdad! En el espejo hay un murciélago gigante en mi lugar. No estaba seguro, pero ahora puedo verlo claramente. Todo en mí es diferente y puntiagudo. Me reconocerás, lo sé; sólo que al principio tal vez te asustarás un poco. Estas fantásticas orejas, estos ojos brillantes y pequeños, esta arrugada frente y este movimiento intranquilo de mi cabeza no parecen pertenecerme todavía. Soy nuevo, existo y transito, pero no acabo de hacerme aún, como un feto de canguro. Qué curioso… No veo mis alas en el espejo, pero sé que penden de mis omoplatos, pues siento cómo se despliegan mientras crecen, y cómo sus extremos me cosquillean en las nalgas. Ya está bien. No más agua, porque al gotear fría sobre el estómago vacío me recuerda el hambre. Y ahora… Bueno. Debe ser mediodía y aquí está de nuevo el cansancio. Habré dormido un par de horas, quizás. Supongo que es mejor dejar que todo en mí suceda a este ritmo natural y cósmico, como si el universo se estuviera creando apenas. Entre otras, creo haber escuchado, mientras dormía, algunos golpes en la puerta y el timbre del teléfono. Pero de ayer a hoy creo tantas cosas; creo, por ejemplo, que esto podría no estar sucediendo; creo que podría estar muerto a tu lado y ser el sueño de otro ser que sueña cosas antiguas y ruinas circulares; creo que simplemente he perdido la razón y ahora la vida no es también lo que veo sino sólo lo que presiento; creo… imagino que estos pelos, estas finas y oscuras cerdas que nacen y nacen en mi vientre y que acaricio sin escrúpulos, existen. Tu cuerpo sigue frío, rígido, hermoso y lejano. Caminaré otro poco para desentumecer mis pequeñas patas de ratón y mis hermosas alas negras de pájaro antiguo. Los últimos músculos, supongo, se estarán tejiendo, y se entrelazarán para permitirme el vuelo. ¡Otra vez el teléfono! Que no nos importunen con su morbo fétido, con sus miradas curiosas que puedo adivinar al otro lado de la puerta, con tantos golpes, con esa agresividad sobre la madera.

Despierta aunque sea por un momento para mirarte a los ojos, y vuelve a dormir si quieres. Podrás ver cómo he trocado en ave mi cuerpo para el vuelo. Vuelven a llamar. ¡Dios! Parecen querer tumbar a golpes la puerta. También el teléfono. Ahora suena todo al tiempo. ¿Qué hacemos? Dicen que es la policía. ¿A qué vendrán a nuestra casa? ¿Qué quieren saber? Nunca hablamos con nadie. ¿Será eso? Si quisieras despertar, me ayudarías a pensar. Incluso les gritaría que nos dejen en paz; pero así, mientras duermes, me siento abandonado y tan sólo me atrevo a permanecer impávido como un anciano desdichado. Preguntan que si estamos bien; dicen que llevamos más de tres días sin dejarnos ver. Si es así, ¿a quién le importa? Además estamos bien. ¿Tú estás bien? Yo te veo hermosa, dormida y feliz. Dicen que tumbarán la puerta; que van a entrar. No pueden; no contra nuestra voluntad. Despiértate y diles que se vayan a gritar a otro lugar, que se vayan con su bulla a cualquier otro lado. ¿Ves que soy cada vez más pequeño? Están tumbando la puerta a golpes. ¿Los oyes? ¿Te parece bien que me vaya, y que nos pongamos de acuerdo para vernos después en algún lugar? Al fin y al cabo no podrán retenerte mucho tiempo. Cuando despiertes sentirás, como yo, un hormigueo en las axilas; entenderás que puedes volar, y sabrás dónde buscarme.

Recuerda que estaré junto al mar, tal vez colgado de una cornisa en lo alto de esa torre vieja que dejaron hace tanto tiempo inacabada. Me gusta ese sitio porque está muy cerca de los acantilados donde nos sentábamos a mirar el paisaje, en esas tardes tranquilas del otoño pasado. ¿Te acuerdas? Si no estoy ahí, búscame en la montaña, más arriba del monasterio que brota de las penúltimas rocas, que desde ahí veremos cómo toda esa naturaleza se desprende hacia abajo como un tapiz irregular verde y marrón que parece que buscara también el mar. Ya casi están aquí. ¿Es verdad que me ves como yo me veo? Dame otro beso, hasta que volvamos a vernos. Sabes que te quiero como nadie a nadie, y si acaso no me encuentras… no dejaré de buscarte. Me tocó volar sin ensayar, pero no te preocupes: no me pasará nada, ya verás. Estas cosas ni siquiera hay que aprenderlas; al contacto con el viento, sin usar siquiera mi voluntad, se extenderán mis alas, y podré flotar en el aire como una paloma pequeña y tranquila. Acá vienen, y yo me voy. Tal vez sientas frío si abro la ventana, pero debo hacerlo. Todo saldrá bien, ya verás. ¡Uff! Aquí estoy, parado y feliz en mi ventana, como un pájaro divino. Como un murciélago. ¡Dios, esto es alto! Allá voy; a ver…

Mostrando las entradas con la etiqueta Lecturas. Mostrar todas las entradas
Mostrando las entradas con la etiqueta Lecturas. Mostrar todas las entradas

El Horla - Guy de Maupassant


EL HORLA
Guy de Maupassant

8 de mayo

¡Qué hermoso día! He pasado toda la mañana tendido sobre la hierba, delante de mi casa, bajo el enorme plátano que la cubre, la resguarda y le da sombra. Adoro esta región, y me gusta vivir aquí porque he echado raíces aquí, esas raíces profundas y delicadas que unen al hombre con la tierra donde nacieron y murieron sus abuelos, esas raíces que lo unen a lo que se piensa y a lo que se come, a las costumbres como a los alimentos, a los modismos regionales, a la forma de hablar de sus habitantes, a los perfumes de la tierra, de las aldeas y del aire mismo.

Adoro la casa donde he crecido. Desde mis ventanas veo el Sena que corre detrás del camino, a lo largo de mi jardín, casi dentro de mi casa, el grande y ancho Sena, cubierto de barcos, en el tramo entre Ruán y El Havre.

A lo lejos y a la izquierda, está Ruán, la vasta ciudad de techos azules, con sus numerosas y agudas torres góticas, delicadas o macizas, dominadas por la flecha de hierro de su catedral, y pobladas de campanas que tañen en el aire azul de las mañanas hermosas enviándome su suave y lejano murmullo de hierro, su canto de bronce que me llega con mayor o menor intensidad según que la brisa aumente o disminuya.

¡Qué hermosa mañana!

A eso de las once pasó frente a mi ventana un largo convoy de navíos arrastrados por un remolcador grande como una mosca, que jadeaba de fatiga lanzando por su chimenea un humo espeso.

Después, pasaron dos goletas inglesas, cuyas rojas banderas flameaban sobre el fondo del cielo, y un soberbio bergantín brasileño, blanco y admirablemente limpio y reluciente. Saludé su paso sin saber por qué, pues sentí placer al contemplarlo.

11 de mayo

Tengo algo de fiebre desde hace algunos días. Me siento dolorido o más bien triste.

¿De dónde vienen esas misteriosas influencias que trasforman nuestro bienestar en desaliento y nuestra confianza en angustia? Diríase qué el aire, el aire invisible, está poblado de lo desconocido, de poderes cuya misteriosa proximidad experimentamos. ¿Por qué al despertarme siento una gran alegría y ganas de cantar, y luego, sorpresivamente, después de dar un corto paseo por la costa, regreso desolado como si me esperase una desgracia en mi casa? ¿Tal vez una ráfaga fría al rozarme la piel me ha alterado los nervios y ensombrecido el alma? ¿Acaso la forma de las nubes o el color tan variable del día o de las cosas me ha perturbado el pensamiento al pasar por mis ojos? ¿Quién puede saberlo? Todo lo que nos rodea, lo que vemos sin mirar, lo que rozamos inconscientemente, lo que tocamos sin palpar y lo que encontramos sin reparar en ello, tiene efectos rápidos, sorprendentes e inexplicables sobre nosotros, sobre nuestros órganos y, por consiguiente, sobre nuestros pensamientos y nuestro corazón.

¡Cuán profundo es el misterio de lo Invisible! No podemos explorarlo con nuestros mediocres sentidos, con nuestros ojos que no pueden percibir lo muy grande ni lo muy pequeño, lo muy próximo ni lo muy lejano, los habitantes de una estrella ni los de una gota de agua... con nuestros oídos que nos engañan, trasformando las vibraciones del aire en ondas sonoras, como si fueran hadas que convierten milagrosamente en sonido ese movimiento, y que mediante esa metamorfosis hacen surgir la música que trasforma en canto la muda agitación de la naturaleza... con nuestro olfato, más débil que el del perro... con nuestro sentido del gusto, que apenas puede distinguir la edad de un vino.

¡Cuántas cosas descubriríamos a nuestro alrededor si tuviéramos otros órganos que realizaran para nosotros otros milagros!

16 de mayo

Decididamente, estoy enfermo. ¡Y pensar que estaba tan bien el mes pasado! Tengo fiebre, una fiebre atroz, o, mejor dicho, una nerviosidad febril que afecta por igual el alma y el cuerpo. Tengo continuamente la angustiosa sensación de un peligro que me amenaza, la aprensión de una desgracia inminente o de la muerte que se aproxima, el presentimiento suscitado por el comienzo de un mal aún desconocido que germina en la carne y en la sangre.

18 de mayo

Acabo de consultar al médico pues ya no podía dormir. Me ha encontrado el pulso acelerado, los ojos inflamados y los nervios alterados, pero ningún síntoma alarmante. Debo darme duchas y tomar bromuro de potasio.

25 de mayo

¡No siento ninguna mejoría! Mi estado es realmente extraño. Cuando se aproxima la noche, me invade una inexplicable inquietud, como si la noche ocultase una terrible amenaza para mí. Ceno rápidamente y luego trato de leer, pero no comprendo las palabras y apenas distingo las letras. Camino entonces de un extremo a otro de la sala sintiendo la opresión de un temor confuso e irresistible, el temor de dormir y el temor de la cama. A las diez subo a la habitación. En cuanto entro, doy dos vueltas a la llave y corro los cerrojos; tengo miedo... ¿de qué?... Hasta ahora nunca sentía temor por nada... abro mis armarios, miro debajo de la cama; escucho... escucho... ¿qué?... ¿Acaso puede sorprender que un malestar, un trastorno de la circulación, y tal vez una ligera congestión, una pequeña perturbación del funcionamiento tan imperfecto y delicado de nuestra máquina viviente, convierta en un melancólico al más alegre de los hombres y en un cobarde al más valiente? Luego me acuesto y espero el sueño como si esperase al verdugo. Espero su llegada con espanto; mi corazón late intensamente y mis piernas se estremecen; todo mi cuerpo tiembla en medio del calor de la cama hasta el momento en que caigo bruscamente en el sueño como si me ahogara en un abismo de agua estancada. Ya no siento llegar como antes a ese sueño pérfido, oculto cerca de mí, que me acecha, se apodera de mi cabeza, me cierra los ojos y me aniquila.

Duermo durante dos o tres horas, y luego no es un sueño sino una pesadilla lo que se apodera de mí. Sé perfectamente que estoy acostado y que duermo... lo comprendo y lo sé... y siento también que alguien se aproxima, me mira, me toca, sube sobre la cama, se arrodilla sobre mi pecho y tomando mi cuello entre sus manos aprieta y aprieta... con todas sus fuerzas para estrangularme.

Trato de defenderme, impedido por esa impotencia atroz que nos paraliza en los sueños: quiero gritar y no puedo; trato de moverme y no puedo; con angustiosos esfuerzos y jadeante, trato de liberarme, de rechazar ese ser que me aplasta y me asfixia, ¡pero no puedo!

Y de pronto, me despierto enloquecido y cubierto de sudor. Enciendo una bujía. Estoy solo.

Después de esa crisis, que se repite todas las noches, duermo por fin tranquilamente hasta el amanecer.

2 de junio

Mi estado se ha agravado. ¿Qué es lo que tengo? El bromuro y las duchas no me producen ningún efecto. Para fatigarme más, a pesar de que ya me sentía cansado, fui a dar un paseo por el bosque de Roumare. En un principio me pareció que el aire suave, ligero y fresco, lleno de aromas de hierbas y hojas, vertía una sangre nueva en mis venas y nuevas energías en mi corazón. Caminé por una gran avenida de caza y después por una estrecha alameda, entre dos filas de árboles desmesuradamente altos que formaban un techo verde y espeso, casi negro, entre el cielo y yo.

De pronto sentí un estremecimiento, no de frío sino un extraño temblor angustioso. Apresuré el paso, inquieto por hallarme solo en ese bosque, atemorizado sin razón por el profundo silencio. De improviso, me pareció que me seguían, que alguien marchaba detrás de mí, muy cerca, muy cerca, casi pisándome los talones.

Me volví hacia atrás con brusquedad. Estaba solo. Únicamente vi detrás de mí el recto y amplio sendero, vacío, alto, pavorosamente vacío; y del otro lado se extendía también hasta perderse de vista de modo igualmente solitario y atemorizante.

Cerré los ojos, ¿por qué? Y me puse a girar sobre un pie como un trompo. Estuve a punto de caer; abrí los ojos: los árboles bailaban, la tierra flotaba, tuve que sentarme. Después ya no supe por dónde había llegado hasta allí. ¡Qué extraño! Ya no recordaba nada. Tomé hacia la derecha, y llegué a la avenida que me había llevado al centro del bosque.

3 de junio

He pasado una noche horrible. Voy a irme de aquí por algunas semanas. Un viaje breve sin duda me tranquilizará.

2 de julio

Regreso restablecido. El viaje ha sido delicioso. Visité el monte Saint-Michel, que no conocía.

¡Qué hermosa visión se tiene al llegar a Avranches, como llegué yo al caer la tarde! La ciudad se halla sobre una colina. Cuando me llevaron al jardín botánico, situado en un extremo de la población, no pude evitar un grito de admiración. Una extensa bahía se extendía ante mis ojos hasta el horizonte, entre dos costas lejanas que se esfumaban en medio de la bruma, y en el centro de esa inmensa bahía, bajo un dorado cielo despejado, se elevaba un monte extraño, sombrío y puntiagudo en las arenas de la playa. El sol acababa de ocultarse, y en el horizonte aún rojizo se recortaba el perfil de ese fantástico acantilado que lleva en su cima un fantástico monumento.

Al amanecer me dirigí hacia allí. El mar estaba bajo como la tarde anterior y a medida que me acercaba veía elevarse gradualmente a la sorprendente abadía. Luego de varias horas de marcha, llegué al enorme bloque de piedra en cuya cima se halla la pequeña población dominada por la gran iglesia. Después de subir por la calle estrecha y empinada, penetré en la más admirable morada gótica construida por Dios en la tierra, vasta como una ciudad, con numerosos recintos de techo bajo, como aplastados por bóvedas y galerías superiores sostenidas por frágiles columnas. Entré en esa gigantesca joya de granito, ligera como un encaje, cubierta de torres, de esbeltos torreones, a los cuales se sube por intrincadas escaleras, que destacan en el cielo azul del día y negro de la noche sus extrañas cúpulas erizadas de quimeras, diablos, animales fantásticos y flores monstruosas, unidas entre sí por finos arcos labrados.

Cuando llegué a la cumbre, dije al monje que me acompañaba:

—¡Qué bien se debe estar aquí, padre!

—Es un lugar muy ventoso, señor —me respondió. Y nos pusimos a conversar mientras mirábamos subir el mar, que avanzaba sobre la playa y parecía cubrirla con una coraza de acero.

El monje me refirió historias, todas las viejas historias del lugar, leyendas, muchas leyendas.

Una de ellas me impresionó mucho. Los nacidos en el monte aseguran que de noche se oyen voces en la playa y después se perciben los balidos de dos cabras, una de voz fuerte y la otra de voz débil. Los incrédulos afirman que son los graznidos de las aves marinas que se asemejan a balidos o a quejas humanas, pero los pescadores rezagados juran haber encontrado merodeando por las dunas, entre dos mareas y alrededor de la pequeña población tan alejada del mundo, a un viejo pastor cuya cabeza nunca pudieron ver por llevarla cubierta con su capa, y delante de él marchan un macho cabrío con rostro de hombre y una cabra con rostro de mujer; ambos tienen largos cabellos blancos y hablan sin cesar: discuten en una lengua desconocida, interrumpiéndose de pronto para balar con todas sus fuerzas.

—¿Cree usted en eso? —pregunté al monje.

—No sé —me contestó.

Yo proseguí:

—Si existieran en la tierra otros seres diferentes de nosotros, los conoceríamos desde hace mucho tiempo; ¿cómo es posible que no los hayamos visto usted ni yo?

—¿Acaso vemos —me respondió— la cienmilésima parte de lo que existe? Observe por ejemplo el viento, que es la fuerza más poderosa de la naturaleza; el viento, que derriba hombres y edificios, que arranca de cuajo los árboles y levanta montañas de agua en el mar, que destruye los acantilados y que arroja contra ellos a las grandes naves, el viento que mata, silba, gime y ruge, ¿acaso lo ha visto alguna vez? ¿Acaso lo puede ver? Y sin embargo existe.

Ante este sencillo razonamiento opté por callarme. Este hombre podía ser un sabio o tal vez un tonto. No podía afirmarlo con certeza, pero me llamé a silencio. Con mucha frecuencia había pensado en lo que me dijo.

3 de julio

Dormí mal; evidentemente, hay una influencia febril, pues mi cochero sufre del mismo mal que yo. Ayer, al regresar, observé su extraña palidez. Le pregunté:

—¿Qué tiene, Jean?

—Ya no puedo descansar; mis noches desgastan mis días. Desde la partida del señor parece que padezco una especie de hechizo.

Los demás criados están bien, pero temo que me vuelvan las crisis.

4 de julio

Decididamente, las crisis vuelven a empezar. Vuelvo a tener las mismas pesadillas. Anoche sentí que alguien se inclinaba sobre mí y con su boca sobre la mía, bebía mi vida. Sí, la bebía con la misma avidez que una sanguijuela. Luego se incorporó saciado, y yo me desperté tan extenuado y aniquilado, que apenas podía moverme. Si eso se prolonga durante algunos días volveré a ausentarme.

5 de julio

¿He perdido la razón? Lo que pasó, lo que vi anoche, ¡es tan extraño que cuando pienso en ello pierdo la cabeza!

Había cerrado la puerta con llave, como todas las noches, y luego sentí sed; bebí medio vaso de agua y observé distraídamente que la botella estaba llena.

Me acosté en seguida y caí en uno de mis espantosos sueños del cual pude salir cerca de dos horas después con una sacudida más horrible aún. Imagínense ustedes un hombre que es asesinado mientras duerme, que despierta con un cuchillo clavado en el pecho, jadeante y cubierto de sangre, que no puede respirar y que muere sin comprender lo que ha sucedido.

Después de recobrar la razón, sentí nuevamente sed; encendí una bujía y me dirigí hacia la mesa donde había dejado la botella. La levanté inclinándola sobre el vaso, pero no había una gota de agua. Estaba vacía, ¡completamente vacía! Al principio no comprendí nada, pero de pronto sentí una emoción tan atroz que tuve que sentarme o, mejor dicho, me desplomé sobre una silla. Luego me incorporé de un salto para mirar a mi alrededor. Después volví a sentarme delante del cristal trasparente, lleno de asombro y terror. Lo observaba con la mirada fija, tratando de imaginarme lo que había pasado. Mis manos temblaban. ¿Quién se había bebido el agua? Yo, yo sin duda. ¿Quién podía haber sido sino yo? Entonces... yo era sonámbulo, y vivía sin saberlo esa doble vida misteriosa que nos hace pensar que hay en nosotros dos seres, o que a veces un ser extraño, desconocido e invisible anima, mientras dormimos, nuestro cuerpo cautivo que le obedece como a nosotros y más que a nosotros.

¡Ah! ¿Quién podrá comprender mi abominable angustia? ¿Quién podrá comprender la emoción de un hombre mentalmente sano, perfectamente despierto y en uso de razón al contemplar espantado una botella que se ha vaciado mientras dormía? Y así permanecí hasta el amanecer sin atreverme a volver a la cama.

6 de julio

Pierdo la razón. ¡Anoche también bebieron el agua de la botella, o tal vez la bebí yo!

10 de julio

Acabo de hacer sorprendentes comprobaciones. ¡Decididamente estoy loco! Y sin embargo...

El 6 de julio, antes de acostarme puse sobre la mesa vino, leche, agua, pan y fresas. Han bebido —o he bebido— toda el agua y un poco de leche. No han tocado el vino, ni el pan ni las fresas.

El 7 de julio he repetido la prueba con idénticos resultados.

El 8 de julio suprimí el agua y la leche, y no han tocado nada.

Por último, el 9 de julio puse sobre la mesa solamente el agua y la leche, teniendo especial cuidado de envolver las botellas con lienzos de muselina blanca y de atar los tapones. Luego me froté con grafito los labios, la barba y las manos y me acosté.

Un sueño irresistible se apoderó de mí, seguido poco después por el atroz despertar. No me había movido; ni siquiera mis sábanas estaban manchadas. Corrí hacia la mesa. Los lienzos que envolvían las botellas seguían limpios e inmaculados. Desaté los tapones, palpitante de emoción . ¡Se habían bebido toda el agua y toda la leche! ¡Ah! ¡Dios mío!...

Partiré inmediatamente hacia París.

12 de julio

París. Estos últimos días había perdido la cabeza. Tal vez he sido juguete de mi enervada imaginación, salvo que yo sea realmente sonámbulo o que haya sufrido una de esas influencias comprobadas, pero hasta ahora inexplicables, que se llaman sugestiones. De todos modos, mi extravío rayaba en la demencia, y han bastado veinticuatro horas en París para recobrar la cordura. Ayer, después de paseos y visitas, que me han renovado y vivificado el alma, terminé el día en el Théatre-Francais. Representábase una pieza de Alejandro Dumas hijo. Este autor vivaz y pujante ha terminado de curarme. Es evidente que la soledad resulta peligrosa para las mentes que piensan demasiado. Necesitamos ver a nuestro alrededor a hombres que piensen y hablen. Cuando permanecemos solos durante mucho tiempo, poblamos de fantasmas el vacío.

Regresé muy contento al hotel, caminando por el centro. Al codearme con la multitud, pensé, no sin ironía, en mis terrores y suposiciones de la semana pasada, pues creí, sí, creí que un ser invisible vivía bajo mi techo. Cuán débil es nuestra razón y cuán rápidamente se extravía cuando nos estremece un hecho incomprensible.

En lugar de concluir con estas simples palabras: "Yo no comprendo porque no puedo explicarme las causas", nos imaginamos en seguida impresionantes misterios y poderes sobrenaturales.

14 de julio

Fiesta de la República. He paseado por las calles. Los cohetes y banderas me divirtieron como a un niño. Sin embargo, me parece una tontería ponerse contento un día determinado por decreto del gobierno. El pueblo es un rebaño de imbéciles, a veces tonto y paciente, y otras, feroz y rebelde. Se le dice: "Diviértete". Y se divierte. Se le dice: "Ve a combatir con tu vecino". Y va a combatir. Se le dice: "Vota por el emperador". Y vota por el emperador. Después: "Vota por la República". Y vota por la República.

Los que lo dirigen son igualmente tontos, pero en lugar de obedecer a hombres se atienen a principios, que por lo mismo que son principios sólo pueden ser necios, estériles y falsos, es decir, ideas consideradas ciertas e inmutables, tan luego en este mundo donde nada es seguro y donde la luz y el sonido son ilusorios.

16 de julio

Ayer he visto cosas que me preocuparon mucho. Cené en casa de mi prima, la señora Sablé, casada con el jefe del regimiento 76 de cazadores de Limoges. Conocí allí a dos señoras jóvenes, casada una de ellas con el doctor Parent que se dedica intensamente al estudio de las enfermedades nerviosas y de los fenómenos extraordinarios que hoy dan origen a las experiencias sobre hipnotismo y sugestión.

Nos refirió detalladamente los prodigiosos resultados obtenidos por los sabios ingleses y por los médicos de la escuela de Nancy. Los hechos que expuso me parecieron tan extraños que manifesté mi incredulidad.

—Estamos a punto de descubrir uno de los más importantes secretos de la naturaleza —decía el doctor Parent—, es decir, uno de sus más importantes secretos aquí en la tierra, puesto que hay evidentemente otros secretos importantes en las estrellas. Desde que el hombre piensa, desde que aprendió a expresar y a escribir su pensamiento, se siente tocado por un misterio impenetrable para sus sentidos groseros e imperfectos, y trata de suplir la impotencia de dichos sentidos mediante el esfuerzo de su inteligencia. Cuando la inteligencia permanecía aún en un estado rudimentario, la obsesión de los fenómenos invisibles adquiría formas comúnmente terroríficas. De ahí las creencias populares en lo sobrenatural. Las leyendas de las almas en pena, las hadas, los gnomos y los aparecidos; me atrevería a mencionar incluso la leyenda de Dios, pues nuestras concepciones del artífice creador de cualquier religión son las invenciones más mediocres, estúpidas e inaceptables que pueden salir de la mente atemorizada de los hombres. Nada es más cierto que este pensamiento de Voltaire: "Dios ha hecho al hombre a su imagen y semejanza pero el hombre también ha procedido así con él".

"Pero desde hace algo más de un siglo, parece percibirse algo nuevo. Mesmer y algunos otros nos señalan un nuevo camino y, efectivamente, sobre todo desde hace cuatro o cinco años, se han obtenido sorprendentes resultados."

Mi prima, también muy incrédula, sonreía. El doctor Parent le dijo:

—¿Quiere que la hipnotice, señora?

—Sí; me parece bien.

Ella se sentó en un sillón y él comenzó a mirarla fijamente. De improviso, me dominó la turbación, mi corazón latía con fuerza y sentía una opresión en la garganta. Veía cerrarse pesadamente los ojos de la señora Sablé, y su boca se crispaba y parecía jadear.

Al cabo de diez minutos dormía.

—Póngase detrás de ella —me dijo el médico.

Obedecí su indicación, y él colocó en las manos de mi prima una tarjeta de visita al tiempo que le decía: "Esto es un espejo; ¿qué ve en él?"

—Veo a mi primo —respondió.

—¿Qué hace?

—Se atusa el bigote.

—¿Y ahora ?

—Saca una fotografía del bolsillo.

—¿Quién aparece en la fotografía?

—Él, mi primo.

¡Era cierto! Esa misma tarde me habían entregado esa fotografía en el hotel.

—¿Cómo aparece en ese retrato?

—Se halla de pie, con el sombrero en la mano. Evidentemente, veía en esa tarjeta de cartulina lo que hubiera visto en un espejo.

Las damas decían espantadas: "¡Basta! ¡Basta, por favor!"

Pero el médico ordenó: "Usted se levantará mañana a las ocho; luego irá a ver a su primo al hotel donde se aloja, y le pedirá que le preste los cinco mil francos que le pide su esposo y que le reclamará cuando regrese de su próximo viaje". Luego la despertó.

Mientras regresaba al hotel pensé en esa curiosa sesión y me asaltaron dudas, no sobre la insospechable, la total buena fe de mi prima a quien conocía desde la infancia como a una hermana, sino sobre la seriedad del médico. ¿No escondería en su mano un espejo que mostraba a la joven dormida, al mismo tiempo que la tarjeta?

Los prestidigitadores profesionales hacen cosas semejantes.

No bien regresé, me acosté.

Pero a las ocho y media de la mañana me despertó mi sirviente y me dijo:

—La señora Sablé quiere hablar inmediatamente con el señor.

Me vestí de prisa y la hice pasar.

Sentóse muy turbada y me dijo sin levantar la mirada ni quitarse el velo:

—Querido primo, tengo que pedirle un gran favor.

—¿De qué se trata, prima?

—Me cuesta mucho decirlo, pero no tengo más remedio. Necesito urgentemente cinco mil francos.

—Pero cómo, ¿tan luego usted?

—Sí, yo, o mejor dicho mi esposo, que me ha encargado conseguirlos.

Me quedé tan asombrado que apenas podía balbucear mis respuestas. Pensaba que ella y el doctor Parent se estaba burlando de mí, y que eso podía ser una mera farsa preparada de antemano y representada a la perfección.

Pero todas mis dudas se disiparon cuando la observé con atención. Temblaba de angustia. Evidentemente esta gestión le resultaba muy penosa y advertí que apenas podía reprimir el llanto.

Sabía que era muy rica y le dije:

—¿Cómo es posible que su esposo no disponga de cinco mil francos? Reflexione. ¿Está segura de que le ha encargado pedírmelos a mí?

Vaciló durante algunos segundos como si le costara mucho recordar, y luego respondió:

—Sí... sí... estoy segura.

—¿Le ha escrito?

Vaciló otra vez y volvió a pensar. Advertí el penoso esfuerzo de su mente. No sabía. Sólo recordaba que debía pedirme ese préstamo para su esposo. Por consiguiente, se decidió a mentir.

—Sí, me escribió.

—¿Cuándo? Ayer no me dijo nada.

—Recibí su carta esta mañana.

—¿Puede enseñármela?

—No, no... contenía cosas íntimas... demasiado personales... y la he... la he quemado.

—Así que su marido tiene deudas.

Vaciló una vez más y luego murmuró:

—No lo sé.

Bruscamente le dije:

—Pero en este momento, querida prima, no dispongo de cinco mil francos.

Dio una especie de grito de desesperación:

—¡Ay! ¡Por favor! Se lo ruego! Trate de conseguirlos...

Exaltada, unía sus manos como si se tratara de un ruego. Su voz cambió de tono; lloraba murmurando cosas ininteligibles, molesta y dominada por la orden irresistible que había recibido.

—¡Ay! Le suplico... si supiera cómo sufro... los necesito para hoy. Sentí piedad por ella.

—Los tendrá de cualquier manera. Se lo prometo.

—¡Oh! ¡Gracias, gracias! ¡Qué bondadoso es usted !

—¿Recuerda lo que pasó anoche en su casa? —le pregunté entonces.

—Sí.

—¿Recuerda que el doctor Parent la hipnotizó?

— Sí..

—Pues bien, fue él quien le ordenó venir esta mañana a pedirme cinco mil francos, y en este momento usted obedece a su sugestión.

Reflexionó durante algunos instantes y luego respondió:

—Pero es mi esposo quien me los pide.

Durante una hora traté infructuosamente de convencerla. Cuando se fue, corrí a casa del doctor Parent. Me dijo:

—¿Se ha convencido ahora?

—Sí, no hay más remedio que creer.

—Vamos a ver a su prima.

Cuando llegamos dormitaba en un sofá, rendida por el cansancio. El médico le tomó el pulso, la miró durante algún tiempo con una mano extendida hacia sus ojos que la joven cerró debido al influjo irresistible del poder magnético.

Cuando se durmió, el doctor Parent le dijo:

—¡Su esposo no necesita los cinco mil francos! Por lo tanto, usted debe olvidar que ha rogado a su primo para que se los preste, y si le habla de eso, usted no comprenderá.
Luego le despertó. Entonces saqué mi billetera.

—Aquí tiene, querida prima. Lo que me pidió esta mañana .

Se mostró tan sorprendida que no me atreví a insistir. Traté, sin embargo, de refrescar su memoria, pero negó todo enfáticamente, creyendo que me burlaba, y poco faltó para que se enojase.

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

Acabo de regresar. La experiencia me ha impresionado tanto que no he podido almorzar.

19 de julio

Muchas personas a quienes he referido esta aventura se han reído de mí. Ya no sé qué pensar. El sabio dijo: "Quizá".

21 de julio

Cené en Bougival y después estuve en el baile de los remeros. Decididamente, todo depende del lugar y del medio. Creer en lo sobrenatural en la isla de la Grenouillère sería el colmo del desatino... pero ¿no es así en la cima del monte Saint-Michel, y en la India? Sufrimos la influencia de lo que nos rodea. Regresaré a casa la semana próxima.

30 de julio

Ayer he regresado a casa. Todo está bien.

2 de agosto

No hay novedades. Hace un tiempo espléndido. Paso los días mirando correr el Sena.

4 de agosto

Hay problemas entre mis criados. Aseguran que alguien rompe los vasos en los armarios por la noche. El sirviente acusa a la cocinera y ésta a la lavandera quien a su vez acusa a los dos primeros. ¿Quién es el culpable? El tiempo lo dirá.

6 de agosto

Esta vez no estoy loco. Lo he visto... ¡lo he visto! Ya no tengo la menor duda... ¡lo he visto! Aún siento frío hasta en las uñas... el miedo me penetra hasta la médula... ¡Lo he visto!...

A las dos de la tarde me paseaba a pleno sol por mi rosedal; caminaba por el sendero de rosales de otoño que comienzan a florecer.

Me detuve a observar un hermoso ejemplar de géant des batailles, que tenía tres flores magníficas, y vi entonces con toda claridad cerca de mí que el tallo de una de las rosas se doblaba como movido por una mano invisible: ¡luego, vi que se quebraba como si la misma mano lo cortase! Luego la flor se elevó, siguiendo la curva que habría descrito un brazo al llevarla hacia una boca, y permaneció suspendida en el aire trasparente, muy sola e inmóvil, como una pavorosa mancha a tres pasos de mí.

Azorado, me arrojé sobre ella para tomarla. Pero no pude hacerlo: había desaparecido. Sentí entonces rabia contra mí mismo, pues no es posible que una persona razonable tenga semejantes alucinaciones .

Pero, ¿tratábase realmente de una alucinación? Volví hacia el rosal para buscar el tallo cortado e inmediatamente lo encontré, recién cortado, entre las dos rosas que permanecían en la rama. Regresé entonces a casa con la mente alterada; en efecto, ahora estoy convencido, seguro como de la alternancia de los días y las noches, de que existe cerca de mí un ser invisible, que se alimenta de leche y agua, que puede tocar las cosas, tomarlas y cambiarlas de lugar; dotado, por consiguiente, de un cuerpo material aunque imperceptible para nuestros sentidos, y que habita en mi casa como yo...

7 de agosto

Dormí tranquilamente. Se ha bebido el agua de la botella pero no perturbó mi sueño.

Me pregunto si estoy loco. Cuando a veces me paseo a pleno sol, a lo largo de la costa, he dudado de mi razón; no son ya dudas inciertas como las que he tenido hasta ahora, sino dudas precisas, absolutas. He visto locos. He conocido algunos que seguían siendo inteligentes, lúcidos y sagaces en todas las cosas de la vida menos en un punto. Hablaban de todo con claridad, facilidad y profundidad, pero de pronto su pensamiento chocaba contra el escollo de la locura y se hacía pedazos, volaba en fragmentos y se hundía en ese océano siniestro y furioso, lleno de olas fragorosas, brumosas y borrascosas que se llama "demencia".

Ciertamente, estaría convencido de mi locura, si no tuviera perfecta conciencia de mi estado, al examinarlo con toda lucidez. En suma, yo sólo sería un alucinado que razona. Se habría producido en mi mente uno de esos trastornos que hoy tratan de estudiar y precisar los fisiólogos modernos, y dicho trastorno habría provocado en mí una profunda ruptura en lo referente al orden y a la lógica de las ideas. Fenómenos semejantes se producen en el sueño, que nos muestra las fantasmagorías más inverosímiles sin que ello nos sorprenda, porque mientras duerme el aparato verificador, el sentido del control, la facultad imaginativa vigila y trabaja. ¿Acaso ha dejado de funcionar en mí una de las imperceptibles teclas del teclado cerebral? Hay hombres que a raíz de accidentes pierden la memoria de los nombres propios, de las cifras o solamente de las fechas. Hoy se ha comprobado la localización de todas las partes del pensamiento. No puede sorprender entonces que en este momento se haya disminuido mi facultad de controlar la irrealidad de ciertas alucinaciones.

Pensaba en todo ello mientras caminaba por la orilla del río. El sol iluminaba el agua, sus rayos embellecían la tierra y llenaban mis ojos de amor por la vida, por las golondrinas cuya agilidad constituye para mí un motivo de alegría, por las hierbas de la orilla cuyo estremecimiento es un placer para mis oídos.

Sin embargo, paulatinamente me invadía un malestar inexplicable. Me parecía que una fuerza desconocida me detenía, me paralizaba, impidiéndome avanzar, y que trataba de hacerme volver atrás. Sentí ese doloroso deseo de volver que nos oprime cuando hemos dejado en nuestra casa a un enfermo querido y presentimos una agravación del mal.

Regresé entonces, a pesar mío, convencido de que encontraría en casa una mala noticia, una carta o un telegrama. Nada de eso había, y me quedé más sorprendido e inquieto aún que si hubiese tenido una nueva visión fantástica.

8 de agosto

Pasé una noche horrible. Él no ha aparecido más, pero lo siento cerca de mí. Me espía, me mira, se introduce en mí y me domina. Así me resulta más temible, pues al ocultarse de este modo parece manifestar su presencia invisible y constante mediante fenómenos sobrenaturales.

Sin embargo he podido dormir.

9 de agosto

Nada ha sucedido. pero tengo miedo.

10 de agosto

Nada: ¿qué sucederá mañana?

11 de agosto

Nada, siempre nada; no puedo quedarme aquí con este miedo y estos pensamientos que dominan mi mente; me voy.

12 de agosto, 10 de la noche

Durante todo el día he tratado de partir, pero no he podido. He intentado realizar ese acto tan fácil y sencillo —salir, subir en mi coche para dirigirme a Ruán— y no he podido. ¿Por qué?

13 de agosto

Cuando nos atacan ciertas enfermedades nuestros mecanismos físicos parecen fallar. Sentimos que nos faltan las energías y que todos nuestros músculos se relajan; los huesos parecen tan blandos como la carne y la carne tan líquida como el agua. Todo eso repercute en mi espíritu de manera extraña y desoladora. Carezco de fuerzas y de valor; no puedo dominarme y ni siquiera puedo hacer intervenir mi voluntad. Ya no tengo iniciativa; pero alguien lo hace por mí, y yo obedezco.

14 de agosto

¡Estoy perdido! ¡Alguien domina mi alma y la dirige! Alguien ordena todos mis actos, mis movimientos y mis pensamientos. Ya no soy nada en mí; no soy más que un espectador prisionero y aterrorizado por todas las cosas que realizo. Quiero salir y no puedo. Él no quiere y tengo que quedarme, azorado y tembloroso, en el sillón donde me obliga a sentarme. Sólo deseo levantarme, incorporarme para sentirme todavía dueño de mí. ¡Pero no puedo! Estoy clavado en mi asiento, y mi sillón se adhiere al suelo de tal modo que no habría fuerza capaz de movernos.

De pronto, siento la irresistible necesidad de ir al huerto a cortar fresas y comerlas. Y voy. Corto fresas y las como. ¡Oh, Dios mío! ¡Dios mío! ¿Será acaso un Dios? Si lo es, ¡salvadme! ¡Libradme! ¡Socorredme! ¡Perdón! ¡Piedad! ¡Misericordia! ¡Salvadme! ¡Oh, qué sufrimiento! ¡Qué suplicio! ¡Qué horror!

15 de agosto

Evidentemente, así estaba poseída y dominada mi prima cuando fue a pedirme cinco mil francos. Obedecía a un poder extraño que había penetrado en ella como otra alma, como un alma parásita y dominadora. ¿Es acaso el fin del mundo? Pero, ¿quién es el ser invisible que me domina? ¿Quién es ese desconocido, ese merodeador de una raza sobrenatural?

Por consiguiente, ¡los invisibles existen! ¿Pero cómo es posible que aún no se hayan manifestado desde el origen del mundo en una forma tan evidente como se manifiestan en mí? Nunca leí nada que se asemejara a lo que ha sucedido en mi casa. Si pudiera abandonarla, irme, huir y no regresar más, me salvaría, pero no puedo.

16 de agosto

Hoy pude escaparme durante dos horas, como un preso que encuentra casualmente abierta la puerta de su calabozo. De pronto, sentí que yo estaba libre y que él se hallaba lejos. Ordené uncir los caballos rápidamente y me dirigí a Ruán. Qué alegría poder decirle a un hombre que obedece: "¡Vamos a Ruán!"

Hice detener la marcha frente a la biblioteca donde solicité en préstamo el gran tratado del doctor Hermann Herestauss sobre los habitantes desconocidos del mundo antiguo y moderno.

Después, cuando me disponía a subir a mi coche, quise decir: "¡A la estación!" y grité —no dije, grité— con una voz tan fuerte que llamó la atención de los transeúntes: "A casa", y caí pesadamente, loco de angustia, en el asiento. Él me había encontrado y volvía a posesionarse de mí.

17 de agosto

¡Ah! ¡Qué noche! ¡Qué noche! Y sin embargo me parece que debería alegrarme. Leí hasta la una de la madrugada. Hermann Herestauss, doctor en filosofía y en teogonía, ha escrito la historia y las manifestaciones de todos los seres invisibles que merodean alrededor del hombre o han sido soñados por él. Describe sus orígenes, sus dominios y sus poderes. Pero ninguno de ellos se parece al que me domina. Se diría que el hombre, desde que pudo pensar, presintió y temió la presencia de un ser nuevo más fuerte que él —su sucesor en el mundo— y que como no pudo prever la naturaleza de este amo, creó, en medio de su terror, todo ese mundo fantástico de seres ocultos y de fantasmas misteriosos surgidos del miedo. Después de leer hasta la una de la madrugada, me senté junto a mi ventana abierta para refrescarme la cabeza y el pensamiento con la apacible brisa de la noche.

Era una noche hermosa y tibia, que en otra ocasión me hubiera gustado mucho. No había luna. Las estrellas brillaban en las profundidades del cielo con estremecedores destellos.

¿Quién vive en aquellos mundos? ¿Qué formas, qué seres vivientes, animales o plantas, existirán allí? Los seres pensantes de esos universos, ¿serán más sabios y más poderosos que nosotros? ¿Conocerán lo que nosotros ignoramos? Tal vez cualquiera de estos días uno de ellos atravesará el espacio y llegará a la tierra para conquistarla, así como antiguamente los normandos sometían a los pueblos más débiles.

Somos tan indefensos, inermes, ignorantes y pequeños, sobre este trozo de lodo que gira disuelto en una gota de agua.

Pensando en eso, me adormecí en medio del fresco viento de la noche.

Pero después de dormir unos cuarenta minutos, abrí los ojos sin hacer un movimiento, despertado por no sé qué emoción confusa y extraña. En un principio no vi nada, pero de pronto me pareció que una de las páginas del libro que había dejado abierto sobre la mesa acababa de darse vuelta sola. No entraba ninguna corriente de aire por la ventana. Esperé, sorprendido. Al cabo de cuatro minutos, vi, sí, vi con mis propios ojos que una nueva página se levantaba y caía sobre la otra, como movida por un dedo. Mi sillón estaba vacío, aparentemente estaba vacío, pero comprendí que él estaba leyendo allí, sentado en mi lugar. ¡Con un furioso salto, un salto de fiera irritada que se rebela contra el domador, atravesé la habitación para atraparlo, estrangularlo y matarlo! Pero antes de que llegara, el sillón cayó delante de mí como si él hubiera huido... la mesa osciló, la lámpara rodó por el suelo y se apagó, y la ventana se cerró como si un malhechor sorprendido hubiese escapado por la oscuridad, tomando con ambas manos los batientes.

Había escapado; había sentido miedo, ¡miedo de mí!

Entonces, mañana... pasado mañana o cualquiera de estos... podré tenerlo bajo mis puños y aplastarlo contra el suelo. ¿Acaso a veces los perros no muerden y degüellan a sus amos?

18 de agosto

He pensado durante todo el día. ¡Oh!, sí, voy a obedecerle, seguiré sus impulsos, cumpliré sus deseos, seré humilde, sumiso y cobarde. Él es más fuerte. Hasta que llegue el momento...

19 de agosto

¡Ya sé... ya sé todo! Acabo de leer lo que sigue en la Revista del Mundo Científico: "Nos llega una noticia muy curiosa de Río de Janeiro. Una epidemia de locura, comparable a las demencias contagiosas que asolaron a los pueblos europeos en la Edad Media, se ha producido en el Estado de San Pablo. Los habitantes despavoridos abandonan sus casas y huyen de los pueblos, dejan sus cultivos, creyéndose poseídos y dominados, como un rebaño humano, por seres invisibles aunque tangibles, por especies de vampiros que se alimentan de sus vidas mientras los habitantes duermen, y que además beben agua y leche sin apetecerles aparentemente ningún otro alimento.

"El profesor don Pedro Henríquez, en compañía de varios médicos eminentes, ha partido para el Estado de San Pablo a fin de estudiar sobre el terreno el origen y las manifestaciones de esta sorprendente locura, y poder aconsejar al Emperador las medidas que juzgue convenientes para apaciguar a los delirantes pobladores."

¡Ah! ¡Ahora recuerdo el hermoso bergantín brasileño que pasó frente a mis ventanas remontando el Sena, el 8 de mayo último! Me pareció tan hermoso, blanco y alegre. Allí estaba él que venía de lejos, ¡del lugar de donde es originaria su raza! ¡Y me vio! Vio también mi blanca vivienda, y saltó del navío a la costa. ¡Oh, Dios mío!

Ahora ya lo sé y lo presiento: el reinado del hombre ha terminado.

Ha venido aquel que inspiró los primeros terrores de los pueblos primitivos. Aquel que exorcizaban los sacerdotes inquietos y que invocaban los brujos en las noches oscuras, aunque sin verlo todavía. Aquel a quien los presentimientos de los transitorios dueños del mundo adjudicaban formas monstruosas o graciosas de gnomos, espíritus, genios, hadas y duendes. Después de las groseras concepciones del espanto primitivo, hombres más perspicaces han presentido con mayor claridad. Mesmer lo sospechaba, y hace ya diez años que los médicos han descubierto la naturaleza de su poder de manera precisa, antes de que él mismo pudiera ejercerlo. Han jugado con el arma del nuevo Señor, con una facultad misteriosa sobre el alma humana. La han denominado magnetismo, hipnotismo, sugestión... ¡qué sé yo! ¡Los he visto divertirse como niños imprudentes con este terrible poder! ¡Desgraciados de nosotros! ¡Desgraciado del hombre! Ha llegado el... el... ¿cómo se llama?... el... parece que me gritara su nombre y no lo oyese... el... sí... grita... Escucho... ¿cómo?... repite... el... Horla... He oído... el Horla... es él... ¡el Horla... ha llegado!...

¡Ah! El buitre se ha comido la paloma, el lobo ha devorado el cordero; el león ha devorado el búfalo de agudos cuernos: el hombre ha dado muerte al león con la flecha, el puñal y la pólvora, pero el Horla hará con el hombre lo que nosotros hemos hecho con el caballo y el buey: lo convertirá en su cosa, su servidor y su alimento, por el solo poder de su voluntad. ¡Desgraciados de nosotros!

No obstante, a veces el animal se rebela y mata a quien lo domestica... yo también quiero... yo podría hacer lo mismo... pero primero hay que conocerlo, tocarlo y verlo. Los sabios afirman que los ojos de los animales no distinguen las mismas cosas que los nuestros... Y mis ojos no pueden distinguir al recién llegado que me oprime. ¿Por qué? ¡Oh! Recuerdo ahora las palabras del monje del monte Saint-Michel: "¿Acaso vemos la cienmilésima parte de lo que existe? Observe, por ejemplo, el viento que es la fuerza más poderosa de la naturaleza, el viento que derriba hombres y edificios, que arranca de cuajo los árboles, y levanta montañas de agua en el mar, que destruye los acantilados y arroja contra ellos a las grandes naves; el viento, que silba, gime y ruge. ¿Acaso lo ha visto usted alguna vez? ¿Acaso puede verlo? ¡Y sin embargo existe!"

Y yo seguía pensando: mis ojos son tan débiles e imperfectos que ni siquiera distinguen los cuerpos sólidos cuando son trasparentes como el vidrio. . . Si un espejo sin azogue obstruye mi camino chocaré contra él como el pájaro que penetra en una habitación y se rompe la cabeza contra los vidrios. Por lo demás, mil cosas nos engañan y desorientan. No puede extrañar entonces que el hombre no sepa percibir un cuerpo nuevo que atraviesa la luz.

¡Un ser nuevo! ¿Por qué no? ¡No podía dejar de venir! ¿ Por qué nosotros íbamos a ser los últimos? Nosotros no los distinguimos pero tampoco nos distinguían los seres creados antes que nosotros. Ello se explica porque su naturaleza es más perfecta, más elaborada y mejor terminada que la nuestra, tan endeble y torpemente concebida, trabada por órganos siempre fatigados, siempre forzados como mecanismos demasiado complejos, que vive como una planta o como un animal, nutriéndose penosamente de aire, hierba y carne, máquina animal acosada por las enfermedades, las deformaciones y las putrefacciones; que respira con dificultad, imperfecta, primitiva y extraña, ingeniosamente mal hecha, obra grosera y delicada, bosquejo del ser que podría convertirse en inteligente y poderoso.

Existen muchas especies en este mundo, desde la ostra al hombre. ¿Por qué no podría aparecer una más, después de cumplirse el período que separa las sucesivas apariciones de las diversas especies?

¿Por qué no puede aparecer una más? ¿Por qué no pueden surgir también nuevas especies de árboles de flores gigantescas y resplandecientes que perfumen regiones enteras? ¿Por qué no pueden aparecer otros elementos que no sean el fuego, el aire, la tierra y el agua? ¡Sólo son cuatro, nada más que cuatro, esos padres que alimentan a los seres! ¡Qué lástima! ¿Por qué no serán cuarenta, cuatrocientos o cuatro mil? ¡Todo es pobre, mezquino, miserable! ¡Todo se ha dado con avaricia, se ha inventado secamente y se ha hecho con torpeza! ¡Ah! ¡Cuánta gracia hay en el elefante y el hipopótamo! ¡Qué elegante es el camello!

Se podrá decir que la mariposa es una flor que vuela. Yo sueño con una que sería tan grande como cien universos, con alas cuya forma, belleza, color y movimiento ni siquiera puedo describir. Pero lo veo... va de estrella a estrella, refrescándolas y perfumándolas con el soplo armonioso y ligero de su vuelo... Y los pueblos que allí habitan la miran pasar, extasiados y maravillados...

¿Qué es lo que tengo? Es el Horla que me hechiza, que me hace pensar esas locuras. Está en mí, se convierte en mi alma. ¡Lo mataré!

19 de agosto

Lo mataré. ¡Lo he visto! Anoche yo estaba sentado a la mesa y simulé escribir con gran atención. Sabía perfectamente que vendría a rondar a mi alrededor, muy cerca, tan cerca que tal vez podría tocarlo y asirlo. ¡Y entonces!... Entonces tendría la fuerza de los desesperados; dispondría de mis manos, mis rodillas, mi pecho, mi frente y mis dientes para estrangularlo, aplastarlo, morderlo y despedazarlo.

Yo acechaba con todos mis sentidos sobreexcitados.

Había encendido las dos lámparas y las ocho bujías de la chimenea, como si fuese posible distinguirlo con esa luz.

Frente a mí está mi cama, una vieja cama de roble, a la derecha la chimenea; a la izquierda la puerta cerrada cuidadosamente, después de dejarla abierta durante largo rato a fin de atraerlo; detrás de mí un gran armario con espejos que todos los días me servía para afeitarme y vestirme y donde acostumbraba mirarme de pies a cabeza cuando pasaba frente a él.

Como dije antes, simulaba escribir para engañarlo, pues él también me espiaba. De pronto, sentí, sentí, tuve la certeza de que leía por encima de mi hombro, de que estaba allí rozándome la oreja. Me levanté con las manos extendidas, girando con tal rapidez que estuve a punto de caer. Pues bien... se veía como si fuera pleno día, ¡y sin embargo no me vi en el espejo!... ¡Estaba vacío, claro, profundo y resplandeciente de luz! ¡Mi imagen no aparecía y yo estaba frente a él! Veía aquel vidrio totalmente límpido de arriba abajo. Y lo miraba con ojos extraviados; no me atrevía a avanzar, y ya no tuve valor para hacer un movimiento más. Sentía que él estaba allí, pero que se me escaparía otra vez, con su cuerpo imperceptible que me impedía reflejarme en el espejo. ¡Cuánto miedo sentí! De pronto, mi imagen volvió a reflejarse pero como si estuviese envuelta en la bruma, como si la observase a través de una capa de agua. Me parecía que esa agua se deslizaba lentamente de izquierda a derecha y que paulatinamente mi imagen adquiría mayor nitidez. Era como el final de un eclipse. Lo que la ocultaba no parecía tener contornos precisos; era una especie de trasparencia opaca, que poco a poco se aclaraba.

Por último, pude distinguirme completamente como todos los días.

¡Lo había visto! Conservo el espanto que aún me hace estremecer.

20 de agosto

¿Cómo podré matarlo si está fuera de mi alcance?

¿Envenenándolo? Pero él me verá mezclar el veneno en el agua y tal vez nuestros venenos no tienen ningún efecto sobre un cuerpo imperceptible. No... no... decididamente no. Pero entonces... ¿qué haré entonces?

21 de agosto

He llamado a un cerrajero de Ruán y le he encargado persianas metálicas como las que tienen algunas residencias particulares de París, en la planta baja, para evitar los robos. Me haré además una puerta similar. Me debe haber tomado por un cobarde, pero no importa...

10 de septiembre

Ruán, Hotel Continental. Ha sucedido... ha sucedido... pero, ¿habrá muerto? Lo que vi me ha trastornado.

Ayer, después que el cerrajero colocó la persiana y la puerta de hierro, dejé todo abierto hasta medianoche a pesar de que comenzaba a hacer frío. De improviso, sentí que estaba aquí y me invadió la alegría, una enorme alegría. Me levanté lentamente y caminé en cualquier dirección durante algún tiempo para que no sospechase nada. Luego me quité los botines y me puse distraídamente unas pantuflas. Cerré después la persiana metálica y regresé con paso tranquilo hasta la puerta, cerrándola también con dos vueltas de llave. Regresé entonces hacia la ventana, la cerré con un candado y guardé la llave en el bolsillo.

De pronto, comprendí que se agitaba a mi alrededor, que él también sentía miedo, y que me ordenaba que le abriera. Estuve a punto de ceder, pero no lo hice. Me acerqué a la puerta y la entreabrí lo suficiente como para poder pasar retrocediendo, y como soy muy alto mi cabeza llegaba hasta el dintel. Estaba seguro de que no había podido escapar y allí lo acorralé solo, completamente solo. ¡Qué alegría! ¡Había caído en mi poder! Entonces descendí corriendo a la planta baja; tomé las dos lámparas que se hallaban en la sala situada debajo de mi habitación, y, con el aceite que contenían rocié la alfombra, los muebles, todo. Luego les prendí fuego, y me puse a salvo después de cerrar bien, con dos vueltas de llave, la puerta de entrada.

Me escondí en el fondo de mi jardín tras un macizo de laureles. ¡Qué larga me pareció la espera! Reinaba la más completa oscuridad, gran quietud y silencio; no soplaba la menor brisa, no había una sola estrella, nada más que montañas de nubes que aunque no se veían hacían sentir su gran peso sobre mi alma.

Miraba mi casa y esperaba. ¡Qué larga era la espera! Creía que el fuego ya se había extinguido por sí solo o que él lo había extinguido. Hasta que vi que una de las ventanas se hacía astillas debido a la presión del incendio, y una gran llamarada roja y amarilla, larga, flexible y acariciante, ascender por la pared blanca hasta rebasar el techo. Una luz se reflejó en los árboles, en las ramas y en las hojas, y también un estremecimiento, ¡un estremecimiento de pánico! Los pájaros se despertaban; un perro comenzó a ladrar; parecía que iba a amanecer. De inmediato, estallaron otras ventanas, y pude ver que toda la planta baja de mi casa ya no era más que un espantoso brasero. Pero se oyó un grito en medio de la noche, un grito de mujer horrible, sobreagudo y desgarrador, al tiempo que se abrían las ventanas de dos buhardillas. ¡Me había olvidado de los criados! ¡Vi sus rostros enloquecidos y sus brazos que se agitaban!...

Despavorido, eché a correr hacia el pueblo gritando: "¡Socorro! ¡Socorro! ¡Fuego! ¡Fuego!" Encontré gente que ya acudía al lugar y regresé con ellos para ver.

La casa ya sólo era una hoguera horrible y magnífica, una gigantesca hoguera que iluminaba la tierra, una hoguera donde ardían los hombres, y él también. Él, mi prisionero, el nuevo Ser, el nuevo amo, ¡el Horla!

De pronto el techo entero se derrumbó entre las paredes y un volcán de llamas ascendió hasta el cielo. Veía esa masa de fuego por todas las ventanas abiertas hacia ese enorme horno, y pensaba que él estaría allí, muerto en ese horno...

¿Muerto? ¿Será posible? ¿Acaso su cuerpo, que la luz atravesaba, podía destruirse por los mismos medios que destruyen nuestros cuerpos?

¿Y si no hubiera muerto? Tal vez sólo el tiempo puede dominar al Ser Invisible y Temido. ¿Para qué ese cuerpo trasparente, ese cuerpo invisible, ese cuerpo de Espíritu, si también está expuesto a los males, las heridas, las enfermedades y la destrucción prematura?

¿La destrucción prematura? ¡Todo el temor de la humanidad procede de ella! Después del hombre, el Horla. Después de aquel que puede morir todos los días, a cualquier hora, en cualquier minuto, en cualquier accidente, ha llegado aquel que morirá solamente un día determinado en una hora y en un minuto determinado, al llegar al límite de su vida.

No... no... no hay duda, no hay duda... no ha muerto. . . Entonces, tendré que suicidarme...

No comments yet

 
Theme By Arephyz, Modified By: §en§ei Magnu§ and Powered by NEO