LAS FILIGRANAS DE PERDER

febrero 26, 2007

Amnemónico - Colaboración desde Bogotá


AMNEMÓNICO
Pablo Estrada


Dicen, yo no sé, que los consumidores habituales de cannabis tienen mala memoria. Aunque no fumo hierba, mi capacidad para recordar no es una de mis cualidades, si es que acaso tengo alguna. Hay que advertir que la memoria es algo complicado. Siempre existen muchos recuerdos que por una razón traumática o algo semejante, quizá mera aversión a lo que se relacione con ellos, se reprimen. Es mucho, especialmente los detalles, lo que se nos escapa a la hora de recordar. Somos poco observadores y eso que lo que más se los queda son las imágenes visuales. Podría decirse que, en general y al contrario de lo que afirma Saramago para justificar su más reciente libro, sufrimos de amnesia sensitiva, no recordamos hedores, sabores, texturas, gemidos. De vez en cuando detectamos un perfume, una acritud, una suavidad, una risa que nos llama la atención pero no conseguimos relacionarla con algo concreto. Olvidamos rostros y melodías. Es por eso que no recuerdo cómo y dónde nos vimos aquel lunes. Lo demás se conserva en mi memoria, a pesar de todo, como las manchas en las sábanas de los moteles.

Terminamos esa noche en un legendario cuchitril con un casi sórdido ornato, una especie de vintage gore, que muchos decoradores de interiores estarían dispuestos a plagiar. Un cuadro de una pareja que es como extraída de algún relato de Bukowski y puesta en un parque de barrio bogotano me sobrecogía cada vez que la veía. Es como ese deteriorado tramp steamer donde mata su soledad, en un desvencijado camarote de la embarcación, Maqroll el Gaviero: el personaje más ficticio de la literatura colombiana. Ese lugar y su viejo regente, llamado curiosamente Homero –uno que parece jamás regresó de su odisea– me hacían pensar en un nazi que se quedó a vivir en un búnker después del final de la segunda guerra mundial. Un damnificado que permanece entre los escombros para siempre. Un capitán que se hunde con su barco. Es como una oda al estropicio. Una obra hecha de estragos del tiempo y jirones de la historia. Una escultura elaborada intencionalmente para que se oxide. Fuimos allá gracias a que es uno de los pocos sitios donde se abren las puertas a esa puta que casi nadie quiere, que muchos toman y dejan, explotan, maltratan y niegan, de la que todos hablan y casi ninguno realmente conoce y, ¡ay!, sólo unos cuantos tontos aman: la poesía. Y como nos creemos, a ratos, poetas pues...

El día lo recuerdo y también la fecha: septiembre once. Se celebraban los cinco años del hermoso espectáculo televisivo conocido popularmente como 9-11, que fue mejor que la miniserie sobre la guerra del golfo o la transmisión en directo de la captura y en diferido de la ejecución de Sadam Hussein. También se conmemoraba la funesta fecha de la toma del poder y el inicio de la sangrienta y cruel —como todas— dictadura militar de Pinochet. Y la no menos lamentable muerte de Peter Tosh, en oscuras circunstancias a la larga muy claras excepto para las autoridades —probables perpetradoras subrepticias del crimen. Pero dejando de lado política e historia para no ensuciar más el texto y volviendo a la puta poesía: se leyó un poema ‘comprometido’ de Federico García Lorca —no le digo Lorca porque soy muy conservador en cuestiones patronímicas y no me gusta llamar a alguien por su segundo apellido, el materno, por más gay o feminista que sea— que no me gustó en lo absoluto. Tenía visos de anti-imperialismo hecho desde Nueva York, el verdadero vientre de la bestia, al estilo Martí: me cago en USA después de haber disfrutado de los privilegios de la ‘libertad americana’ hasta donde el bolsillo lo permite…

Luego un tipo que estaba en la mesa, donde nos reunimos varios, leyó lo suyo. Igualmente malo, para mi gusto. Después vino el monólogo de mi amigo: una buena muestra de su talento como actor y como locuaz hombre de letras sin academia, sobre todo porque se suponía parte de una conversación. Entonces apareció en escena un cantautor de antaño, con voz de ángel, una preciosa y costosa guitarra y puñados de historias al lado de los más reconocidos, antes o después de su momento de gloria, en la aurora o en el ocaso, jamás en esa plenitud entre el mediodía y las tres de la tarde. También yo leí y arranqué risas a ese grupo de escépticos, cínicos e ilusos romanticotes perdedores. Y yo era uno de ellos, con la diferencia de que no tenía nada que contar, o sea nada que perder o que hubiera perdido (excepto un padre muerto y una novia ingrata); en cambio ellos, incluido mi amigo, habían estado cerca o sobre la cresta de la ola pero su tabla de surf había tambaleado y habían caído y tragado agua y mordido la arena y ahora trataban de esforzarse para conseguir recordar con precisión un nombre, un lugar, una canción perdidos en el tiempo. Sabiendo que la memoria es la más traicionera de las hembras.

De pronto, Homero —que no tiene nada de Homer Simpson y me refiero al personaje de la novela El día de la langosta de Natahanael West— gritó, en medio de charla y rememoraciones fallidas:

—¡AHÍ!—Y señalaba un punto exacto, como si hubiese visto asomarse una indiscreta rata o el Sr. Spock y el Capitán Kirk de Star Trek repentinamente se materializaran en un antro del centro de una de las ciudades más peligrosas y raras del planeta Tierra, 2600 metros más cerca de su bitácora habitual de viaje.

El viejo logró inquietarme. Pensé que se había chalado definitivamente. Habló entonces y explicó que ‘ahí’ mismo era donde se había sentado Raúl Gómez Jattin —no le digo Jattin porque soy muy conservador en cuestiones patronímicas y no me gusta llamar a alguien por su segundo apellido, el materno, por más gay o feminista que sea. Entonces el cantautor del que no recuerdo el nombre mencionó esa especie de leyenda urbana sobre Gómez Jattin (insigne poeta maldito que tanto psiquiatras como críticos literarios no dudarían en calificar de enfermo mental o más prosaicamente loco, igual que a Van Gogh o a Dalí, y quien escribió algunos de los poemas obscenos y malsanos más bellos de nuestra literatura y se suicidó en medio de la angustia, la desesperación, el hambre y la miseria arrojándose a un bus), Kid Pambelé (Antonio Cervantes, antiguo boxeador campeón mundial en la categoría welter, caído y vuelto a caer en la desgracia, la pobreza y el vicio, el olvido no: reconocidos baluartes de la costa atlántica, coterráneos suyos, como Carlos Vives o Efraim Medina le consideran un héroe de carne y hueso) y Joe Arroyo (el cantante de música tropical de nuestro país más reconocido en el mundo entero, no sólo el tercero —es ampliamente difundido y aplaudido en África— sino en los países desarrollados), los tres ídolos costeños reunidos en El Cartucho, el epicentro nacional de expendio y consumo de estupefacientes: la Dite de este infierno, nada divino pero muy cómico, eso sí. La gran ‘olla’, hoy supuestamente desmontada gracias al continuo esfuerzo de las últimas administraciones locales. Con lo cual dejaron a la ciudad desprovista de una importante atracción turística: cada europeo, gringo o japonés ávido de drogas quería, estando en el país de las maravillas, atravesar el espejo y comprar alegría en polvo o liada en forma de pitillo. Ya los otros habían oído aquel relato de realismo mágico convertido en realismo sucio y con personajes venidos directamente de las inmediaciones de Macondo a la fría capital, pero ahora el cantautor agregaba que conocía personalmente a un testigo presencial del acontecimiento: lo indispensable para ponerle ese sabor de verosimilitud a la leyenda.

Se contaron más pero las he olvidado o ni presté atención mientras las contaban, en medio de poemas y canciones, anécdotas y ficciones, pues especulaba acerca de cuántos turbios antros, mohosos cuchitriles, sórdidos tugurios, mezquinos arrabales, desolados parques, deprimentes plazas, ocultos callejones, oscuros pasajes, exiguos bares, inmundas cantinas, sombrías tabernas, horripilantes tascas, míseros cafetines, ridículos chiringuitos, kioscos desvencijados, grotescos garitos, casas de citas deprimentes, maltrechos burdeles, vulgares lupanares, fétidas fondas, lóbregas pocilgas, pensiones de mala muerte, roñosos albergues, sótanos espeluznantes, lúgubres buhardillas, deslucidos desvanes, cuartuchos mugrientos, pringosas mazmorras, tétricas trincheras, patéticas barracas, pútridos agujeros, pozos infectos, fosas comunes y corrientes, cuevas barranquilleras y grutas simbólicas habrían albergado alguna vez a la fauna literaria desde Villon hasta Bukowski, pasando por Rabelais, Baudelaire y Rimbaud, Genet y Cocteau, Burroughs y Kerouac, Hamsun, Fante, Jim Thompson, Hart Crane, Cavafis, Li Po, Dylan Thomas, Jack London, toda la bohemia de Henri Murger a Céline y Miller, nuestros Barba-Jacob y Gonzalo Arango… y qué majestuosas monstruosidades no habrían visto la luz y la oscuridad al tiempo allí y no en ningún McDonald’s, ni Hard Rock Café o Juan Valdez, ni Hotel Ritz-Carlton. Cuando dejé de divagar me di bruscamente cuenta que estaba inmerso sin quererlo en lo que profanos e iniciados, propios y extraños, llamarían tertulia. Y no me sentía muy cómodo que digamos, afortunadamente sabía que seguramente iba a olvidar todo aquello: estábamos bebiendo y el licor es buen antídoto contra la memoria.

No comments yet

 
Theme By Arephyz, Modified By: §en§ei Magnu§ and Powered by NEO