LAS FILIGRANAS DE PERDER

junio 16, 2007

Simulacro - Colaboración desde México


SIMULACRO
Eduardo Lucio Molina y Vedia

El inicio de mi inclusión paulatina en el espanto de la muerte, la primera noticia de la finitud de las formas, fue esa imagen que no me abandona desde la infancia, hace medio siglo. Una enorme yegua insolada de pelaje rojizo oscuro, boqueando, tendida a todo su largo sobre la vereda de la ochava, a la que daba la ventana del cuarto donde me despertaron de la siesta las voces y los baldazos, el castañetear de los cascos desesperados sobre las baldosas.

Belfos anhelantes, desenfrenada dentadura equina, agua inútil brillando entre las crines bajo el sol vertical del verano porteño, fuelles abriendo y cerrando costillares, afán de los hombres por salvar a la bestia.

La escena atravesó las décadas asomándose por los entresijos de la conciencia como una señal cruda y diáfana, sin énfasis.

Fue preciso que la idea de los finales, del propio fin, encarnara en la región de las certidumbres, para que la tácita interrogación sobre ese acotado destino animal, como el mío, sobre ese episodio que el recuerdo rescató de entre olvidos y memorias familiares, tuviera su ambigua respuesta.

Murió allí la yegua insolada, que unos evocaban blanca y otros overa. Hacía unos meses, me contaron con el tiempo, habían pavimentado las calles de tierra con unas maderitas duras que devolvían el calor. Una causa plausible: la bestia y los hombres que la manejaban no midieron los efectos combinados del trabajo de tiro, el sol calcinante y el reflejo del calor del suelo, arrastrando quizá un carro con frutas o verduras por las calles de Villa Ortúzar.

Pero a aquel niño de dos años y medio en ese enero del 42 la imagen le había dicho otra cosa, algo más de fondo. Que tras las causas está una causa, elusiva, desconcertante, inverosímil.

Se lo siguió diciendo, persuasiva, a través de los años, las geografías, las amistades y las discordias del mundo y de la gente, de un modo discreto y tenaz, como disculpando el exabrupto, fijándolo a aquella ochava como al lugar de su destino, soleado y letal.

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