julio 13, 2008
El Accidente - Colaboración desde Argentina
EL ACCIDENTE
Gonzalo Martínez
Gonzalo Martínez
Aprovecho estos minutos para escribir sobre un inverosímil hecho que me mantiene sumergido en un estado confuso y aterrador.
Todo comenzó anoche, mientras volvía a casa en mi automóvil. Mi mente estaba saturada de números y cuentas, no podía sacarme de la cabeza los problemas surgidos en el trabajo, a tal punto que manejaba el auto casi maquinalmente. Como a unas cinco cuadras de mi casa, al tomar una curva, un enorme bulto apareció de la nada, lo envestí terriblemente, pegó en la capota y luego contra el parabrisas; yo apreté el pedal del freno a fondo y el auto se deslizó unos metros hasta detenerse. Cuando bajé, todavía no estaba consciente de lo que había pasado. Miré hacia todos lados y en un primer momento no encontré nada, pero cuando volví a examinar el panorama descubrí, camuflado entre las sombras de la noche, un volumen confuso a unos metros de donde me encontraba. Hice algunos pasos cautelosos para poder distinguir de qué se trataba, necesité hacer otros para verificar lo que ya espantosamente intuía, era un cuerpo humano el que yacía en un costado de la calle. Ejecuté un giro de trescientos sesenta grados para verificar que no hubiera alguien más en el lugar —en ese momento no creo haber razonado demasiado— y luego tomé la cobarde decisión de volver al auto y huir.
Al llegar a casa estacioné frente al garaje, me bajé con las llaves en las manos y al querer elegir la del portón noté que padecía un fuerte temblor. Después de un par de intentos logré abrir la puerta, entré y apreté la perilla de la luz. Como todo tubo fluorescente, antes de prender entró en un estado de intermitencia, y cada vez que titilaba me parecía ver dibujado en el vacío aquel cuerpo tirado en la calle. Una vez que el garaje se iluminó, di media vuelta y comencé a caminar hacia el auto. Fue abismal el susto que me llevé al ver que alguien se asomaba por un costado de la entrada; se me detuvo la respiración y mis piernas se paralizaron.
—¡Che, ni que hubieras visto un muerto! —me dijo una voz áspera.
Era mi vecino Víctor Alvarez, que traía en sus manos una máquina de escribir que yo le había prestado unos días atrás.
—Como te vi llegar —prosiguió— y como ya terminé el trabajo... te la devuelvo.
—Sí, no hay problema —repuse mientras me acercaba—; no había apuro.
—Lo que pasa es que no quería aprovecharme de tu...
Víctor siguió conversando, pero mis ojos se abrieron como dos lunas llenas al descubrir que la luz reflejada en la superficie del auto hacía notar desaforadamente los abollones en la capota. Entonces traté de distraerlo y ubicarlo de espaldas al auto, pero fue en vano, sus ojos y su curiosidad no pudieron evitar ver aquellos hundimientos en la chapa.
—¡Che!, ¿qué te pasó?
—Ayer... —inventé algo urgente—, atropellé a un perro.
Víctor diseñó un gesto dando la impresión de que no digería la respuesta y luego exclamó:
—¡Grande el perro!
Como mi palidez debe haber sido demasiado notoria, subí al auto y lo entré. Luego, mientras desplegaba las hojas del portón, comencé a despedirme de él, pero unos centímetros antes de cerrar la puerta, Víctor me realizó una última pregunta:
—¿Seguro que fue un perro?
—Sí —afirmé rotundamente—, estoy seguro. Nos vemos.
Antes de que se retirara pude observar en mi vecino una sonrisa indescriptible. Tenía algo de ironía, algo de burla y una pizca de sabiduría. Temí que supiera la verdad.
Estuve casi toda la noche sentado frente al auto analizando las distintas posibilidades que tenía para salir del problema, pero resultó inútil; además, ni siquiera sabía el estado de la persona que había atropellado.
Cuando los rayos del sol calentaron los primeros átomos del aire, pude percibir que los vecinos estaban alborotados por las calles haciendo ilegibles comentarios. Fui hasta el comedor, corrí la cortina de la ventana y divisé a través de una rendija que en la casa de Víctor Alvarez había demasiada gente amontonada. En ese momento creí que ya todo estaba terminado para mí. Supuse que la noticia del cuerpo tirado en la calle ya estaba en boca de todos y que mi vecino había alertado al vecindario.
En un principio dije que iba escribir sobre un inverosímil hecho, pero he llegado a un punto en el que cada lector podría contradecirme y decir que es un accidente como tantos. Sin embargo, lo que me dejó totalmente aterrado sólo sucedió hace unos minutos.
Cuando me despegué de la ventana ya tenía decidido no ir al trabajo, y aunque eso me jugara en contra debido a que tenía que inventar una excusa en el futuro, me aterraba la idea de salir y que la gente comenzara a mirarme o señalarme. Entonces prendí el televisor, puse el canal de noticias y esperé. Al dar la información el periodista explicó: “Una persona resultó muerta al ser atropellada anoche, aproximadamente a las diez, por un conductor que aún permanece prófugo.”
Mi semblante quedó petrificado al ver luego, en la pantalla, la foto y el nombre de la persona a la cual yo le había quitado la vida. Esa persona —esa misma que dejé morir en la calle— resultó ser mi vecino, Víctor Alvarez.
Todo comenzó anoche, mientras volvía a casa en mi automóvil. Mi mente estaba saturada de números y cuentas, no podía sacarme de la cabeza los problemas surgidos en el trabajo, a tal punto que manejaba el auto casi maquinalmente. Como a unas cinco cuadras de mi casa, al tomar una curva, un enorme bulto apareció de la nada, lo envestí terriblemente, pegó en la capota y luego contra el parabrisas; yo apreté el pedal del freno a fondo y el auto se deslizó unos metros hasta detenerse. Cuando bajé, todavía no estaba consciente de lo que había pasado. Miré hacia todos lados y en un primer momento no encontré nada, pero cuando volví a examinar el panorama descubrí, camuflado entre las sombras de la noche, un volumen confuso a unos metros de donde me encontraba. Hice algunos pasos cautelosos para poder distinguir de qué se trataba, necesité hacer otros para verificar lo que ya espantosamente intuía, era un cuerpo humano el que yacía en un costado de la calle. Ejecuté un giro de trescientos sesenta grados para verificar que no hubiera alguien más en el lugar —en ese momento no creo haber razonado demasiado— y luego tomé la cobarde decisión de volver al auto y huir.
Al llegar a casa estacioné frente al garaje, me bajé con las llaves en las manos y al querer elegir la del portón noté que padecía un fuerte temblor. Después de un par de intentos logré abrir la puerta, entré y apreté la perilla de la luz. Como todo tubo fluorescente, antes de prender entró en un estado de intermitencia, y cada vez que titilaba me parecía ver dibujado en el vacío aquel cuerpo tirado en la calle. Una vez que el garaje se iluminó, di media vuelta y comencé a caminar hacia el auto. Fue abismal el susto que me llevé al ver que alguien se asomaba por un costado de la entrada; se me detuvo la respiración y mis piernas se paralizaron.
—¡Che, ni que hubieras visto un muerto! —me dijo una voz áspera.
Era mi vecino Víctor Alvarez, que traía en sus manos una máquina de escribir que yo le había prestado unos días atrás.
—Como te vi llegar —prosiguió— y como ya terminé el trabajo... te la devuelvo.
—Sí, no hay problema —repuse mientras me acercaba—; no había apuro.
—Lo que pasa es que no quería aprovecharme de tu...
Víctor siguió conversando, pero mis ojos se abrieron como dos lunas llenas al descubrir que la luz reflejada en la superficie del auto hacía notar desaforadamente los abollones en la capota. Entonces traté de distraerlo y ubicarlo de espaldas al auto, pero fue en vano, sus ojos y su curiosidad no pudieron evitar ver aquellos hundimientos en la chapa.
—¡Che!, ¿qué te pasó?
—Ayer... —inventé algo urgente—, atropellé a un perro.
Víctor diseñó un gesto dando la impresión de que no digería la respuesta y luego exclamó:
—¡Grande el perro!
Como mi palidez debe haber sido demasiado notoria, subí al auto y lo entré. Luego, mientras desplegaba las hojas del portón, comencé a despedirme de él, pero unos centímetros antes de cerrar la puerta, Víctor me realizó una última pregunta:
—¿Seguro que fue un perro?
—Sí —afirmé rotundamente—, estoy seguro. Nos vemos.
Antes de que se retirara pude observar en mi vecino una sonrisa indescriptible. Tenía algo de ironía, algo de burla y una pizca de sabiduría. Temí que supiera la verdad.
Estuve casi toda la noche sentado frente al auto analizando las distintas posibilidades que tenía para salir del problema, pero resultó inútil; además, ni siquiera sabía el estado de la persona que había atropellado.
Cuando los rayos del sol calentaron los primeros átomos del aire, pude percibir que los vecinos estaban alborotados por las calles haciendo ilegibles comentarios. Fui hasta el comedor, corrí la cortina de la ventana y divisé a través de una rendija que en la casa de Víctor Alvarez había demasiada gente amontonada. En ese momento creí que ya todo estaba terminado para mí. Supuse que la noticia del cuerpo tirado en la calle ya estaba en boca de todos y que mi vecino había alertado al vecindario.
En un principio dije que iba escribir sobre un inverosímil hecho, pero he llegado a un punto en el que cada lector podría contradecirme y decir que es un accidente como tantos. Sin embargo, lo que me dejó totalmente aterrado sólo sucedió hace unos minutos.
Cuando me despegué de la ventana ya tenía decidido no ir al trabajo, y aunque eso me jugara en contra debido a que tenía que inventar una excusa en el futuro, me aterraba la idea de salir y que la gente comenzara a mirarme o señalarme. Entonces prendí el televisor, puse el canal de noticias y esperé. Al dar la información el periodista explicó: “Una persona resultó muerta al ser atropellada anoche, aproximadamente a las diez, por un conductor que aún permanece prófugo.”
Mi semblante quedó petrificado al ver luego, en la pantalla, la foto y el nombre de la persona a la cual yo le había quitado la vida. Esa persona —esa misma que dejé morir en la calle— resultó ser mi vecino, Víctor Alvarez.
No comments yet