LAS FILIGRANAS DE PERDER

julio 13, 2008

La Piel del Jazz - Colaboración desde Bogotá, Colombia


LA PIEL DEL JAZZ
Héctor ”El Perro Vagabundo” Cediel

Los versos se desprenden de la piel de los sonidos cuando se desnudan, para sentir los labios de la brisa, recorriéndoles el cuerpo como una caricia delicada, sensual pero atrevida. Poco a poco las notas se transforman en imágenes que se aferran a los hilos invisibles que las sostienen, como sueños con alas o suspiros azules. He contemplado a los sonidos cabalgando con la pasión del fuego o de los potros salvajes, sobre la pradera de un pentagrama invisible, que recoge la memoria de ese frenesí, de ese éxtasis que brota como un orgasmo de la batería. Las baquetas desesperadas intentan arrancarle hasta el último grito de goce al redoblante; deliran las escobillas golpeando con fogoso apasionamiento los platillos y a un redoblante que me recuerda a los gritos de placer de un alma delirando y mordiéndole los pezones a las estrellas que están al alcance de las manos de sus labios. El piano gime como una hembra esposada al delirio, intentando alcanzar la cima casi imposible de la culminación del esplendor amoroso que la humedece, cuando rompe los límites normales que pueden soportar nuestros sentidos, cuando las caricias nos arrancan con una pasión irreverente y violenta, aquellas sensaciones que creíamos olvidadas o imposibles de volver a disfrutar, después de coexistir con esos absurdos y largos inviernos, que el desencanto nos obliga a vivir cuando nos condena al infortunio o se apodera de la inocencia verde o azul de nuestros espíritus.

Cuando cierro los ojos, vivo una orgía de policromáticas sensaciones de fanáticos dorados y una fantástica lluvia deliciosa de pequeñas muertes multiorgásmicas. La voluntad se extiende como una hembra desnuda, para sentir a la brisa acariciándole el cabello, el cuerpo, los senos, los pezones y ese pubis que vibra como las cuerdas de un bajo, intentando llevarle el ritmo a ese delicioso apareamiento entre las almas y los fantasmas que nos acompañan o que se han convertido en nuestros Ángeles de la Guarda. Me fascina contemplar ese instante en que las alas de las notas las ponen a navegar a la deriva; mientras la realidad se transforma en una fiesta de sonidos, en un carnaval para los sentidos. Todas las bandas poseen sus propios estilos y demonios. Aquí los elementos se abrazan con esa placentera y dulce irreverencia impúdica, que sólo las trompetas y los contrabajos conocen, porque he llegado a creer que una mujer apasionada como el carmín ígneo de los púrpuras es la mejor metáfora de ellas, cuando son esculpidas por las manos o los lengüetazos del fuego pagano. ¿Será al contrario? Un trombón siempre será la reencarnación de las sombras de una pareja de amantes sobre el espejo voyerista y eunuco, que los contempla sin expresar la más mínima sensación y sin juzgarlos en lo más mínimo; simplemente los mira y se los come con la vista como un mirón cegato o un prudente celestino. Se penetran una y otra vez, como perros o bestias en celo. Una y otra vez, otra y otra vez, al ritmo de los gemidos de las notas, que se muerden los labios con desespero, se comen hasta la raíz las uñas con angustia, con rabia ante la impotencia de no poder un poco más. Es como si desearan ir más allá de las estrellas o unos pasos más allá de la cima del delirio o de un grito rojo, cuando a los cristales se les destemplan los dientes por morder el filo de un cuchillo o las cuerdas de la guitarra eléctrica. Siento gatos copulando sobre el tejado. Me encanta que nos ignoren y armen una fiesta donde el amor es su principal invitado. Fiesta de trópico y de delirantes soles, bacanal desenfrenada de escandalosas imágenes. De nubes verdes, de centellas que se desprenden evaporando las gotas amargas que estaban suicidando mi alma. Siento un carnaval donde la alegría baila sin máscaras carnales y desfila todo un jolgorio jubiloso de extrañas sensaciones por los laberintos de mis venas. Desearía poder besar una vagina con la misma pasión de un solo de trompeta. Quizás el amor sea un drogo trompetista como el Dios en el que creo y al que le atribuyo toda la demencia de la locura con la que convivimos; o tal vez sea un flautista de sentimientos, un percusionista capaz de arrastrar nuestras tristezas, para sepultarlas en el olvido.

Ahora las ciudades tienen su propia voz, su propio canto. Aquí se amalgaman todas las expresiones de los sentidos y de los sentimientos. A veces me siento en un carnaval nudista de blancos y negros, más embriagados que una cabeza con cinco botellas de ron y por qué no, embrujados por esa rumba que nos permite escapar de esa absurda realidad que nos apresa dentro de paredes invisibles, que nos condena a destinos absurdos, a vagar como barcos ebrios a la deriva o al vaivén de una morbosa voluntad invisible, que escriben las rutas que deben tomar nuestros destinos, por haber ofendido a Changó con la danza de las sombras de nuestras desnudeces.

Qué importa que no podamos interpretar todos los sonidos de la vida. El hoy y el ahora también tienen su propia música y cada instante improvisa sus propios versos. La felicidad de los negros siempre se transformará en una deliciosa y sensual fiesta. Sabrosa como una hembra con salero moreno, con sabor a intimidad, a fatiga de entrepierna entrecruzada o a una fiesta de piernas abiertas. Aquí la imaginación se goza con una licencia, que le permite crear con las manos libres o como si leyéramos con los ojos vendados partituras invisibles. La imaginación vuela desesperada como un pájaro intentando huir o un amor intentando entrar dentro de un corazón, atragantado con un nardo que lo asfixia, hasta alcanzar la inconsciencia.

La tarde se ha bañado con deliciosos sonidos, es como si el saxo se hubiese empeñado en regalarle versos patinados de amor, hasta embriagarla para acceder más fácil a sus favores. Nunca he podido saber, aunque he intentado adivinar, cuántos decibeles alcanzamos a resistir antes de expresar el primer gemido o caer noqueados. Me fascina observar cómo copulan los sonidos con pureza y armonía, con una respetuosa irreverencia con los sentimientos y esas notas que se desprenden de la cordura gracias al delirio de las cuerdas de las guitarras y de los ecos de los tambores de la batería que delira como una sacerdotisa del vudú o una princesa Masai, bañada con la sangre del amoroso holocausto.

Un recuerdo nostálgico de New Orleáns, San Luis, Nashville, de Missouri, Mississippi o Luisiana, sobrevivió como una sombra sobre nuestras almas.

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