julio 13, 2008
El Ojón - Colaboración desde México
EL OJÓN
Eduardo Lucio Molina y Vedia
Eduardo Lucio Molina y Vedia
“Así le decían al huerfanito porque casi no tenía cara. Todos lo quisieron, tan desamparado como vino. Había llegado de por ahí cuando estaba chamaco y luego luego se lo consintió. Nunca pedía nada y siempre tuvo lo que quiso. Menos padres, pues...”
Estaba lleno el local esa tarde soleada y me instalé a esperar con paciencia mientras el peluquero terminaba de podar una tupida melena negra y contaba su historia al viejito sentado junto a mí. Era como si estuviera amasando el relato en la cabeza muda del cliente mientras estiraba y medía el cabello con mirada experta para enseguida rebanarlo de un tijeretazo.
“Callado el muchacho pero rápido de entendederas. Hacía los mandados a los vecinos del mercado y dormía entre los costales. Ahí le hizo su lugarcito un puestero al que apodaban Miserias, por lo tacaño, a cambio de limpiar en la madrugada mientras descargaban la fruta nueva. Y «la pisaba», como decía el argentino de la parrilla. Agregaba «no se crea», que quería decir «aunque no lo crea». Así hablan ellos, pues... En las cascaritas el Ojón siempre metía algún gol y el che lo seguía con la mirada moviendo la cabeza: «La lleva atada... », decía, pero eso sí no sé decirle lo que quiere decir.”
El sol se iba acostando, filtrándose por las cortinas, y entraba ya gratamente moteado de sombras. Se adivinaba el viento entre el ramaje de la arboleda florida acompañando la voz del maestro y el chasquido de las tijeras. Afuera, como en película muda, hervía algo más lejos el infierno de la avenida.
“La verdad, no sé por qué carambas un día lo llevamos al río. Queríamos que nuestros hijos vieran cómo uno solito se hace hombre. Desde abajo, chingao... Entonces fue el resbalón ése que lo metió en la mera crecida. Y ahí va dando marometas entre las piedras. Y nosotros corre y corre por la orilla cortando camino. Que si no se estrangula la corriente en el Socavón de Ánimas, se lo lleva la cascada. Lo vi rebotar en los escollos como si el mismo demonio estuviera jugando a desarmarle el cuerpo, pero quedó enterito trabado en unos troncos. Habrán sido cinco, diez minutos, quién sabe. A mí se me hizo un siglo cuando lo perdí de vista en medio de la maleza. Porque es sabido que el tiempo hace lo que quiere con uno. Se junta y se estira como chicle, amigo, y cuando nos damos cuenta ya pasó y ni cuenta nos dimos. Pero yo confiaba en el estrechamiento de las ánimas, ahí donde angosta el cauce. Y que voy teniendo razón. Una felicidad cuando lo abrazamos. Temblaba de frío y miedo, los ojos reteabiertos, más grandotes que nunca.”
Bordes carcomidos del espejo diluían siluetas de indeciso contorno. Junto a la puerta el cilindro acaramelado del antiguo gremio de los barberos (blanco, azul, rojo) parecía girar en espiral como bailarina de agua.
“Cuando se fue del pueblo lo extrañamos. Al año se supo que lo habían matado quién sabe cómo ni por qué, en la quebrada de Nativitas.”
La voz del peluquero se fue haciendo más clara y pausada. Reverberó contra espejos y paredes sin ruido de fondo, ya no vi al viejito que esperaba turno a mi lado. Ahora el público era yo. Solo, increíblemente solo, me vi de pronto en ese espacio aromado de reflejos, talco y tinieblas. Pensé entonces que había llegado mi turno, pero el de la tijera ni en cuenta. Limpiaba peines, navajas, brochas, metía bandejas de metal en las gavetas y barría los mechones negros, güeros, canos, todo mezclado, a la basura.
Cayó la noche y no sé a santo de qué yo seguía ahí. Apenas se vislumbraban unos contornos como fosforescentes que no acertaban a configurar cosa alguna y un murmullo en borbotón de sílabas con que las palabras del peluquero se atropellaban unas a otras encabalgándose y comiéndose los bordes del sentido, pariendo en curiosas conjunciones significados truncos, hebras de discurso que desafiaban al entendimiento. Un lenguaje oblicuo, medio torcido, como tijeretazos del inconsciente. Así buscaba el pensamiento callejones sin salida. Se precipitaba, pensé, hacia un desenlace insinuado más que presentido.
Supe entonces que no me había puesto el destino en ese lugar para entender lo que estaba pasando sino para vivirlo. Sin juzgar, toreando el riesgo de sus complicidades, de sus ambiguas aproximaciones. Pero toda confusión acaba siendo claridad en el desafío del tiempo que se agota. Es cuando ya no importa porvenir ni memoria, momento desamparado de trascendencia, opaco, vacío de todo registro y prestigio, instancia desnuda.
La voz del fígaro sonaba ahora hueca, recortada en un hoyo de silencio. Entre un restallar de filos sentenció: “El pelo crece siempre, amigo, hasta en los muertos. Por eso nunca descansamos.”
Estaba lleno el local esa tarde soleada y me instalé a esperar con paciencia mientras el peluquero terminaba de podar una tupida melena negra y contaba su historia al viejito sentado junto a mí. Era como si estuviera amasando el relato en la cabeza muda del cliente mientras estiraba y medía el cabello con mirada experta para enseguida rebanarlo de un tijeretazo.
“Callado el muchacho pero rápido de entendederas. Hacía los mandados a los vecinos del mercado y dormía entre los costales. Ahí le hizo su lugarcito un puestero al que apodaban Miserias, por lo tacaño, a cambio de limpiar en la madrugada mientras descargaban la fruta nueva. Y «la pisaba», como decía el argentino de la parrilla. Agregaba «no se crea», que quería decir «aunque no lo crea». Así hablan ellos, pues... En las cascaritas el Ojón siempre metía algún gol y el che lo seguía con la mirada moviendo la cabeza: «La lleva atada... », decía, pero eso sí no sé decirle lo que quiere decir.”
El sol se iba acostando, filtrándose por las cortinas, y entraba ya gratamente moteado de sombras. Se adivinaba el viento entre el ramaje de la arboleda florida acompañando la voz del maestro y el chasquido de las tijeras. Afuera, como en película muda, hervía algo más lejos el infierno de la avenida.
“La verdad, no sé por qué carambas un día lo llevamos al río. Queríamos que nuestros hijos vieran cómo uno solito se hace hombre. Desde abajo, chingao... Entonces fue el resbalón ése que lo metió en la mera crecida. Y ahí va dando marometas entre las piedras. Y nosotros corre y corre por la orilla cortando camino. Que si no se estrangula la corriente en el Socavón de Ánimas, se lo lleva la cascada. Lo vi rebotar en los escollos como si el mismo demonio estuviera jugando a desarmarle el cuerpo, pero quedó enterito trabado en unos troncos. Habrán sido cinco, diez minutos, quién sabe. A mí se me hizo un siglo cuando lo perdí de vista en medio de la maleza. Porque es sabido que el tiempo hace lo que quiere con uno. Se junta y se estira como chicle, amigo, y cuando nos damos cuenta ya pasó y ni cuenta nos dimos. Pero yo confiaba en el estrechamiento de las ánimas, ahí donde angosta el cauce. Y que voy teniendo razón. Una felicidad cuando lo abrazamos. Temblaba de frío y miedo, los ojos reteabiertos, más grandotes que nunca.”
Bordes carcomidos del espejo diluían siluetas de indeciso contorno. Junto a la puerta el cilindro acaramelado del antiguo gremio de los barberos (blanco, azul, rojo) parecía girar en espiral como bailarina de agua.
“Cuando se fue del pueblo lo extrañamos. Al año se supo que lo habían matado quién sabe cómo ni por qué, en la quebrada de Nativitas.”
La voz del peluquero se fue haciendo más clara y pausada. Reverberó contra espejos y paredes sin ruido de fondo, ya no vi al viejito que esperaba turno a mi lado. Ahora el público era yo. Solo, increíblemente solo, me vi de pronto en ese espacio aromado de reflejos, talco y tinieblas. Pensé entonces que había llegado mi turno, pero el de la tijera ni en cuenta. Limpiaba peines, navajas, brochas, metía bandejas de metal en las gavetas y barría los mechones negros, güeros, canos, todo mezclado, a la basura.
Cayó la noche y no sé a santo de qué yo seguía ahí. Apenas se vislumbraban unos contornos como fosforescentes que no acertaban a configurar cosa alguna y un murmullo en borbotón de sílabas con que las palabras del peluquero se atropellaban unas a otras encabalgándose y comiéndose los bordes del sentido, pariendo en curiosas conjunciones significados truncos, hebras de discurso que desafiaban al entendimiento. Un lenguaje oblicuo, medio torcido, como tijeretazos del inconsciente. Así buscaba el pensamiento callejones sin salida. Se precipitaba, pensé, hacia un desenlace insinuado más que presentido.
Supe entonces que no me había puesto el destino en ese lugar para entender lo que estaba pasando sino para vivirlo. Sin juzgar, toreando el riesgo de sus complicidades, de sus ambiguas aproximaciones. Pero toda confusión acaba siendo claridad en el desafío del tiempo que se agota. Es cuando ya no importa porvenir ni memoria, momento desamparado de trascendencia, opaco, vacío de todo registro y prestigio, instancia desnuda.
La voz del fígaro sonaba ahora hueca, recortada en un hoyo de silencio. Entre un restallar de filos sentenció: “El pelo crece siempre, amigo, hasta en los muertos. Por eso nunca descansamos.”
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