julio 13, 2008
Vecinos Per Versos - Colaboración desde Rosario, Argentina
VECINOS PER VERSOS
Gustavo Marcelo Galliano
Gustavo Marcelo Galliano
El documento de identidad no es falaz. En él se puede aún leer claramente, a pesar del sepia creciente de sus hojas: Nicéfora Aquilina BEDETODO.
Pero ella se había encargado minuciosamente de que casi nadie se enterase. Decía llamarse Nissette, por sus abuelos franceses, tan lumínicos como ilustrados. Según su historia, según su histeria. Y gustaba que le llamaran Niza. Fino y delicado, tan dulce y recatado. Como la vida deseada, allá de joven, en aquellas horas de carne trémula y Corín Tellado.
Desde pequeña fue educada para cuidarse de los males de este mundo, de los vicios y sus vecinos, de la lujuria y su embrujo, de los hombres y los nombres, de las voces y los roces, de la noche y el derroche, de la mirada y la sonrisa, del qué dirán y pensarían. Y fue un enorme esfuerzo, una tarea delicada, un trabajo dedicado el mantenerse pura y recta. Es que a veces por las noches, envuelta en sus frazadas, la carne le reclamaba por las ansias reprimidas. Pero su madre le había dicho que la piel es traicionera. Que si es propia es gran pecado, más aún si es ajena.
Y los rezos, y el silencio y los ojos aprisionados, rogando una oscuridad que oscurezca hasta el llanto. Y ese manto se hizo eterno con el paso de los días, y la tersura fue ave que presurosa volando le adormeció el almanaque a cambio de sus arrugas.
Fue entonces que decidió que merecía compañía. No importa si él era bello, dulce o considerado. Su madre le había explicado que los hombres eran calcados. Que se guiaban por el deseo y no piensan demasiado. Por ello debía encontrarse a alguien mayor que ella, a más años menos llama, a menos llama menos fuego, a menos fuego más calma, y a más calma más consuelo. En lo posible honesto, o al menos parecerlo. Eso decía su madre, si lo decía ella, pues debía de ser cierto.
También que fuere propietario. Un inmueble o un negocio, respaldo de futuros años. Y ella hallar trabajo, en lo posible a diario, para estar más tranquila y no deber soportarlo. “La tempestad del tiempo termina apagando la posibilidad efímera que una brasa subsista y reavive un incendio”. Eso decía su madre... por ello, debía de ser cierto.
Y así ella fue que lo hizo y se casó con Hortensio. Trabajador y callado, conservador y sumiso, pero ante todo: converso. Tan dócil y manejable como una mascota vieja, con respetable apellido y un respaldo financiero. Distancia durante el día. A la noche solo calma. Sin velos ni más desvelos. Tranquilidad en la cama.
Pero sus problemas eran otros. Eran sus nuevos vecinos. Siempre fueron los vecinos. Hoy, los de la casa de enfrente, con sus cuatro malditos críos. Todo el día que entran y salen, y su puerta que hace ruido. Que la mayor es muy aguda y la menor estridente, que el del medio es travieso y con vozarrón agobiante, y… de padres permisivos… ¡Hay si los viera mi madre!, pensaba desconsolada. Si hasta por las noches percibe unas extraña vibraciones, casi imperceptibles salvo para su agudeza, colándose por la ventana, ¿será que acaso respiran con demasiada resonancia? Malditos nuevos vecinos, siempre vienen a destrozar la calma.
¿Y los escandalosos de al lado?, lujuriosos, pervertidos. Seguramente promiscuos que jadeantes se babean. Los gemidos por las tardes se vuelven insoportables, y por las noches terrible, pareciera no se cansan. ¿Acaso es que los jóvenes siempre gozan... y no descansan?... Y a escasos cincuenta metros, “¡Dios me salve!” un colegio mixto, bulliciosa secundaria. Adolescentes que adoran comportarse como simios. Mujercitas convertidas en hembras de la jauría. Los gritos de esos imberbes que se esparcen por el aire. Sus grotescas risotadas... sus corridas resonantes... sus burdos ecos machacando las veredas, produciendo desniveles cual riscos en la pendiente. Delincuentes en potencia que los nervios le han crispado. Viciosos, maleducados.
Y para colmo de sus males, han derribado en la esquina el viejo restaurante italiano y construirán a lo breve un moderno edificio. Que de seguro será enorme, como una muralla china obstruyendo luz y el aire. Si hasta casi puede sentir el ahogo. El sofocarse de pronto. Y serán demasiadas nuevas voces, demasiadas nuevas risas, demasiados nuevos llantos. Todo ese gran gentío respirando, conversando, contaminando, dentro de esas cajitas que llaman apartamentos. Infinidad de ventanas. E infinitos pensamientos. Demasiada luz de noche, “¡qué derroche!”, demasiada sombra de día,“¿serán justos mis reproches?” Y de seguro que ahora estacionarán sus coches robándonos el espacio que nos perteneciera por años, a los antiguos, los de este lado. Se hurtan nuestros derechos, pisotean nuestro pasado. Niza suele añorar: “¡Hay si mi madre viviera!”
No termina de comprender cómo nadie se da cuenta. El por qué no se procede contra la turba infame, cómo pueden tolerar tanto desorden, tanta fanfarria. Tanta insulsa algarabía, tanta alegría por nada. No termina de entender por qué parecen felices. Ser feliz es perder tiempo, aunque el tiempo ahora no valga nada. Derrocharlo es pecado, sufrirlo es nuestro cargo.
Niza siempre está atenta. Aún al llegar el descanso; ha optado por jubilarse, no volverá al trabajo. Ahora tiene todo su tiempo para estar sola en la casa. Para cuidar de lo suyo. Para hacer suyo el cuidado. Y apostada cual vigía, parapetada y encubierta, controla a los invasores desde la trinchera de su cortinado.
Conoce todos sus horarios, los pasos y los descansos, hasta distingue los dejos de suspiros extraviados, el retumbar de tacones, el tintinear de sus llaves. Nadie podría engañarla, ella perdura atenta. Cuidándose de los perversos. Protegiéndose de los extraños. De sus vecinos. Se repite una y otra vez: “nadie debe sorprenderme”. Por ello el despuntar del alba ya la encuentra en su ventana, controlando movimientos, a los niños o los extraños. De ella nadie escapa.
Acaso sin comprender que se ha abarrotado de gula y de avaricia, de lujuria y pecado, de codicia y desidia, de maldad y de tristeza, de pensamientos extraños, de odio a los humanos. Y que el peor de sus defectos, que por años ha acrecentado, es que ante todo ha olvidado, que vida hay una sola, que soñar es algo preciado. Que la vida es mucho más simple y bella siendo cauto, y no un mal pensado. Que al buscar dobles sentidos, su soledad ha duplicado.
Mientras tanto, su esposo pasea, pasea y pasea al perro, desde hace mucho, mucho, mucho tiempo.
Si hasta ha comenzado a pensar que se ha convertido en un anciano muy, muy pero muy extraño.
Pero ella se había encargado minuciosamente de que casi nadie se enterase. Decía llamarse Nissette, por sus abuelos franceses, tan lumínicos como ilustrados. Según su historia, según su histeria. Y gustaba que le llamaran Niza. Fino y delicado, tan dulce y recatado. Como la vida deseada, allá de joven, en aquellas horas de carne trémula y Corín Tellado.
Desde pequeña fue educada para cuidarse de los males de este mundo, de los vicios y sus vecinos, de la lujuria y su embrujo, de los hombres y los nombres, de las voces y los roces, de la noche y el derroche, de la mirada y la sonrisa, del qué dirán y pensarían. Y fue un enorme esfuerzo, una tarea delicada, un trabajo dedicado el mantenerse pura y recta. Es que a veces por las noches, envuelta en sus frazadas, la carne le reclamaba por las ansias reprimidas. Pero su madre le había dicho que la piel es traicionera. Que si es propia es gran pecado, más aún si es ajena.
Y los rezos, y el silencio y los ojos aprisionados, rogando una oscuridad que oscurezca hasta el llanto. Y ese manto se hizo eterno con el paso de los días, y la tersura fue ave que presurosa volando le adormeció el almanaque a cambio de sus arrugas.
Fue entonces que decidió que merecía compañía. No importa si él era bello, dulce o considerado. Su madre le había explicado que los hombres eran calcados. Que se guiaban por el deseo y no piensan demasiado. Por ello debía encontrarse a alguien mayor que ella, a más años menos llama, a menos llama menos fuego, a menos fuego más calma, y a más calma más consuelo. En lo posible honesto, o al menos parecerlo. Eso decía su madre, si lo decía ella, pues debía de ser cierto.
También que fuere propietario. Un inmueble o un negocio, respaldo de futuros años. Y ella hallar trabajo, en lo posible a diario, para estar más tranquila y no deber soportarlo. “La tempestad del tiempo termina apagando la posibilidad efímera que una brasa subsista y reavive un incendio”. Eso decía su madre... por ello, debía de ser cierto.
Y así ella fue que lo hizo y se casó con Hortensio. Trabajador y callado, conservador y sumiso, pero ante todo: converso. Tan dócil y manejable como una mascota vieja, con respetable apellido y un respaldo financiero. Distancia durante el día. A la noche solo calma. Sin velos ni más desvelos. Tranquilidad en la cama.
Pero sus problemas eran otros. Eran sus nuevos vecinos. Siempre fueron los vecinos. Hoy, los de la casa de enfrente, con sus cuatro malditos críos. Todo el día que entran y salen, y su puerta que hace ruido. Que la mayor es muy aguda y la menor estridente, que el del medio es travieso y con vozarrón agobiante, y… de padres permisivos… ¡Hay si los viera mi madre!, pensaba desconsolada. Si hasta por las noches percibe unas extraña vibraciones, casi imperceptibles salvo para su agudeza, colándose por la ventana, ¿será que acaso respiran con demasiada resonancia? Malditos nuevos vecinos, siempre vienen a destrozar la calma.
¿Y los escandalosos de al lado?, lujuriosos, pervertidos. Seguramente promiscuos que jadeantes se babean. Los gemidos por las tardes se vuelven insoportables, y por las noches terrible, pareciera no se cansan. ¿Acaso es que los jóvenes siempre gozan... y no descansan?... Y a escasos cincuenta metros, “¡Dios me salve!” un colegio mixto, bulliciosa secundaria. Adolescentes que adoran comportarse como simios. Mujercitas convertidas en hembras de la jauría. Los gritos de esos imberbes que se esparcen por el aire. Sus grotescas risotadas... sus corridas resonantes... sus burdos ecos machacando las veredas, produciendo desniveles cual riscos en la pendiente. Delincuentes en potencia que los nervios le han crispado. Viciosos, maleducados.
Y para colmo de sus males, han derribado en la esquina el viejo restaurante italiano y construirán a lo breve un moderno edificio. Que de seguro será enorme, como una muralla china obstruyendo luz y el aire. Si hasta casi puede sentir el ahogo. El sofocarse de pronto. Y serán demasiadas nuevas voces, demasiadas nuevas risas, demasiados nuevos llantos. Todo ese gran gentío respirando, conversando, contaminando, dentro de esas cajitas que llaman apartamentos. Infinidad de ventanas. E infinitos pensamientos. Demasiada luz de noche, “¡qué derroche!”, demasiada sombra de día,“¿serán justos mis reproches?” Y de seguro que ahora estacionarán sus coches robándonos el espacio que nos perteneciera por años, a los antiguos, los de este lado. Se hurtan nuestros derechos, pisotean nuestro pasado. Niza suele añorar: “¡Hay si mi madre viviera!”
No termina de comprender cómo nadie se da cuenta. El por qué no se procede contra la turba infame, cómo pueden tolerar tanto desorden, tanta fanfarria. Tanta insulsa algarabía, tanta alegría por nada. No termina de entender por qué parecen felices. Ser feliz es perder tiempo, aunque el tiempo ahora no valga nada. Derrocharlo es pecado, sufrirlo es nuestro cargo.
Niza siempre está atenta. Aún al llegar el descanso; ha optado por jubilarse, no volverá al trabajo. Ahora tiene todo su tiempo para estar sola en la casa. Para cuidar de lo suyo. Para hacer suyo el cuidado. Y apostada cual vigía, parapetada y encubierta, controla a los invasores desde la trinchera de su cortinado.
Conoce todos sus horarios, los pasos y los descansos, hasta distingue los dejos de suspiros extraviados, el retumbar de tacones, el tintinear de sus llaves. Nadie podría engañarla, ella perdura atenta. Cuidándose de los perversos. Protegiéndose de los extraños. De sus vecinos. Se repite una y otra vez: “nadie debe sorprenderme”. Por ello el despuntar del alba ya la encuentra en su ventana, controlando movimientos, a los niños o los extraños. De ella nadie escapa.
Acaso sin comprender que se ha abarrotado de gula y de avaricia, de lujuria y pecado, de codicia y desidia, de maldad y de tristeza, de pensamientos extraños, de odio a los humanos. Y que el peor de sus defectos, que por años ha acrecentado, es que ante todo ha olvidado, que vida hay una sola, que soñar es algo preciado. Que la vida es mucho más simple y bella siendo cauto, y no un mal pensado. Que al buscar dobles sentidos, su soledad ha duplicado.
Mientras tanto, su esposo pasea, pasea y pasea al perro, desde hace mucho, mucho, mucho tiempo.
Si hasta ha comenzado a pensar que se ha convertido en un anciano muy, muy pero muy extraño.
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