LAS FILIGRANAS DE PERDER

julio 13, 2008

La Lección - Colaboración desde Argentina


LA LECCIÓN
Ligeia

“Primero fue un grito, como si hubieran pisado a alguien. Mezcla de dolor, sofoco y carcajada. Luego un murmullo suavísimo, como el zumbido de una abeja que muere; y finalmente, un escándalo en palabras que llenaba el aire del lugar”. Marcelo Birmajer, El hombre de la llave

Tomó el frasco de la estantería y lo arrojó contra el mostrador. Encendió el mechero y colocó el tubo sobre él, inundándolo todo con un olor insoportable. Miró por la ventana entreabierta y ahogó un primer alarido. Luego, golpes en la puerta y atropellados empujones en el patio trasero. Aurora temía que el almacén se incendiase, así que llamó a los otros para que la ayudaran a contenerlo y a sacarlo del lugar.

Carlitos permanecía sentado a la sombra de una planta de kinotos, esperando que alguien lo encontrara. Y así lo hicieron: lo cargaron en andas y se lo llevaron para el destacamento de policía.

El comisario Roldán, jefe de la comisaría zonal, trató de dialogar con Carlitos, pero éste se negaba a explicar lo sucedido, más que por desconfianza, por ignorancia de los motivos que lo condujeron a hacerlo. Roldán, que no se andaba con vueltas, dijo que lo encerraran en una celda hasta “que le volviera la memoria”. Y así se hizo.

El almacén había sufrido algunos daños, pero nada era irreparable y Aurora encaró para la seccional, para intervenir en la detención. Al llegar, le explicó al comisario que todo debía haber sido una confusión, que seguramente el detenido había confundido los frascos y así habían sobrevenido las complicaciones posteriores.

Roldán la escuchó con respeto, pero lentamente le explicó que Carlitos había cometido un delito y debía “escarmentar un tiempo en la cárcel”. No hubo modo de que el policía entendiera razones ajenas, al igual que Aurora, que no pensaba irse de allí.

Carlitos era bajo, de contextura mediana, labios chiquitos y nariz ancha. Cuando tenía 23 años se había recibido de farmacéutico en la Universidad de La Plata y había intentado varias veces abrir su propia farmacia. Aurora lo quería, como se quiere a un primo lejano al que hace mucho tiempo que no se ve. Los dos estaban “pasando los cincuenta” y se tenían “el uno al otro”.

Ella estaba con la cabeza gacha, sintiendo el viento que corría desde el pasillo exterior. No hablaba, su terquedad era bien conocida en el pueblo. Recordaba cuando decidió conformar esa sociedad con Carlitos, la atracción que el ejercía sobre ella y su modo de quererlo. Roldán la interrumpió diciéndole que debía retirarse, que ya era tarde y debían cerrar la oficina; se ofreció a acercarla hasta su casa. Aurora se dejó llevar…

Dentro de la celda hacía mucho calor y con la euforia del día vivido, a Carlitos le costaba descansar. Intentó diferentes posiciones sobre el catre, pero ninguna lo aquietaba. Silbó una canción de cuna, pero fue reprendido por el oficial de turno porque no lo dejaba dormir con tanta bulla. Decidió, entonces, acostarse en el suelo. Un escozor helado le recorrió la columna y un pálido placer apareció en sus mejillas. Sentía su corazón. Sus manos abrazaban el mosaico verde y amarillo del piso. Algo lo reconfortaba y sonriendo a la noche, cerró los ojos y descansó.

Por la mañana lo fueron a buscar, Roldán consideró que, dadas las características del presidiario, una noche de escarmiento era más que suficiente. Primero fue un alarido poderoso, como esos que sólo es capaz de imponer la autoridad. Luego un chillido de bicho aplastado. Cuando se asomaron a la celda lo notaron dormido, con el rostro en posición de algún tipo de agradecimiento religioso. El comisario lo empujó con el pie izquierdo para tratar de despertarlo y mando al cabo Álvarez a buscar al médico para que viera que le ocurría al preso, si no es que ya estaba muerto. Una vez sólo en el calabozo, comenzó a maldecir a la madre de Carlitos, a la tía y a toda la familia. “¿Qué hago ahora con este fiambre?”, pensó entre medio de puteadas. Allí se le ocurrió la idea de puentear al médico y dirigirse directamente al Dr. Pérez, que le debía un par de favores pasados. Se agachó para verificar que el preso realmente no respiraba. No le dio el tiempo para más.

Álvarez regresó recién a la media hora con el médico, ya que le había costado mucho trabajo localizarlo por las urgencias del momento. Se asomó al lugar para explicarle el motivo de su tardanza. Aurora, gracias a la bondad de sus vecinas, que siempre la tenían al tanto de lo importante, acababa de dar un portazo en el frente y caminaba desquiciada hacia el lugar. Un grito la detuvo en la mitad del pasillo.

En los diarios no salió toda la verdad, sólo unas pocas líneas que repetían el parte de prensa: “Adulto de mediana edad y con antecedentes de desequilibrios nerviosos, con arma blanca, provoca heridas cortantes en el cuerpo de otro adulto, miembro de la fuerza policial”.

Aurora se quedó sola, aún espera que Carlitos se comunique con ella. Él la extraña un poco y sabe que volverá a verla. Sólo debe esperar el momento en el que Roldán haya entendido su escarmiento.

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