LAS FILIGRANAS DE PERDER

septiembre 04, 2007

El Examen Secreto - Colaboración desde España


EL EXAMEN SECRETO
Daniel Gómez

Yo pasaba por la calle Ituzaingó, la cuadra de la iglesia. Iba por las mañanas, bien en la madrugada, a veces con lluvia. Estaba todo silencioso, siempre oscuro. Yo iba con la bicicleta de Tanque, mi patrón.

Nunca supe, dicho sea de paso, porqué le decíamos Tanque. Era un buen tipo, muy afable, muy sensible, y a mí creo que me tenía mucho aprecio. Pero también era un leche hervida, y no se andaba con miramientos si llegabas cinco minutos tarde a algo. Así que yo hacía ese reparto de diarios como dirigido por el mismo ejército prusiano, con una disciplina espartana.

Andaba, pues, por todo el barrio, antes de volver al kiosco a rendir cuentas a Tanque sobre el reparto. Toda la gente estaba durmiendo; yo dejaba los diarios y seguía con la bicicleta. Y así, en silencio, tenía tiempo para pensar, y pensaba y pensaba, y justamente se me azuzaba la imaginación en la calle Ituzaingó. Ahí, en efecto, estaba la casa de la profesora de inglés: la profesora Dina, como le decían.

No hacía muchos años que yo había aprobado aquel curso de inglés; un poco —y un poco repito— gracias a ella, aunque yo en ese tiempo todavía no lo sabía.

Su casa, en Ituzaingó, estaba a un lado de la enorme iglesia. Yo, cuando dejaba el diario, tan temprano, deseaba furtivamente que de aquella casa alguien saliera, que alguien se despertara, que alguien se diera cuenta de mi presencia. Pero nada. Yo guardaba a, pese a todo, mala conciencia.

A los pocos meses de empezar en ese trabajo de repartidor, ahí en la casa de la calle Ituzaingó, en lo de Dina, empecé a ver luces, y tan temprano. Como que alguien no podía dormir en paz. Esa luz encendida me alegró el corazón, pero después me preocupó, no sé porqué.

Un día tuve suerte. Ese día, como yo vivía cerca, fui a verlo a Tanque en el kiosco, de gaucho, de amigo, para ver qué tal le iba, porque el tipo andaba con sus cosas. A veces me agarraba para hacer algo.

—Uy, Ari, venís justo, che. Llamaron por teléfono a los muchachos del kiosco de golosinas. Quieren una revista unas cuadras más allá.

—Se ve que nos conoce.

—Es una clienta de muchos años. Se llama Dina. Así que no tardes mucho: tenés que llegar a tiempo.

—Ya está: Dina; y no hace falta que me digas la dirección.

Agarré la bicicleta del kiosco y con negros presagios, me fui para Ituzaingó, con el sol del mediodía bien alto en el cielo, mientras empezaba, mientras ya empezaba a recordar otra vez…

Era un muchacho de diecisiete años. En aquel tiempo todo era confuso para mí, incluso con sufrimiento. Sin embargo, como había pasado mucha agua bajo el puente, no eran tan desagradables los recuerdos mientras iba para la calle Ituzaingó otra vez, algunos años después…

Me recordé así de muchacho aunque no hace demasiado tiempo, con la carpeta, silbando por la calle, mirando los árboles de mora, las hojas del otoño, o el sol que se filtraba de las nubes. A veces volvía a mi casa por la noche, y la luna bien blanca, ahí arriba. Y yo que tenía la juventud en el corazón, y entonces no todo era malo, no todo.

Bueno, y la profesora Dina era muy amable conmigo: eso para empezar… Yo había notado que andaba flojo de inglés en el colegio y tenía que pasar de año. Me habían dicho de esa profesora particular; quedaba a unas cuadras de mi casa. Y yo no estaba inconforme con ella: era en verdad una buena profesora, y me atendía con consideración, con suma consideración…

Y entonces yo hacía ese camino hacia Ituzaingó, cuando tenía diecisiete años, y el mundo me latía, sí, me latía en el corazón, aunque pocos lo sabían, porque yo era más bien reservado, y con dificultades de comunicación. Sin embargo no era así, no era tan así con Dina. Ella era distante, aunque, a diferencia de muchos, me trataba con un respeto sacrosanto, si bien yo no era más que un muchacho. Y me explicaba todo con mucha seriedad, pero sin ser severa. Parecía ella, sin embargo, algo demacrada, cansada. Oí decir que una hija, hacía un año, se le había muerto de cáncer…

Yo me acuerdo de ese silencio, de ese silencio espiritual que encontraba en esa casa, mientras estudiaba mis lecciones. Todo mi ser se calmaba, y encontraba allí como un refugio, en ese respeto taciturno, en esa bienvenida respetuosa. Todavía me acuerdo de sus cabellos rubios, sus ojos celestes; tenía unos cuarenta años, pero parecía más. Su apellido, creo, era Brown.

Poco a poco se fue abriendo conmigo, y a veces me preguntaba por mis cosas, cómo me iba en el colegio. Yo contestaba cortante; yo era áspero. Pero creo que ella me entendía el aire, porque solamente se sonreía, se sonreía. Y después seguía con esa seriedad, esa seriedad puntillosa, enseñándome las lecciones y tomándome tan en serio como si estuviera dando cátedra en la Sorbona o en Oxford.

Un día tuve una señal de ella. Yo me olvidé mi carpeta en su casa, y pensé que tendría que conformarme con ir a buscarla al día siguiente, cuando fuera a las lecciones particulares. Pero aquella tarde —una tarde gris, opresiva— la profesora Brown apareció por mi casa, porque sabía mi dirección; y había venido caminando para darme la carpeta.

—Te la olvidaste —me dijo sencillamente, en el umbral de la puerta, antes de irse sin pasar adentro.

Parecía querer decirme algo más, pero no dijo nada. Y yo se lo noté, se lo noté. Además estaba delgada, muy delgada; y algo triste: demasiado triste, sí, tenía los ojos…

Al día siguiente estaba yo allá, con mi cabecita llena de las imágenes de los serenos árboles de mora de esa cuadra, y las hojas del otoño como bailándome en la mente, y todos los sabores de la juventud en mi sangre.

Pero ella me despertó, de pronto, de todo eso:

—Vení a decirme si aprobaste o no el curso.

Lo dijo de forma muy seria y un poco dulce. Yo se lo prometí solemnemente, aunque no le di demasiada importancia al asunto.

—¿Cuándo tenés el segundo y último examen para pasar el curso? —me preguntó, cuando yo juntaba mis cosas para irme. Y se lo dije.

—Bien —dijo—, llegamos a tiempo. Yo me opero recién al mes siguiente.

Yo me quedé quieto, así muy tenso, pesaroso y ominoso. Y ella me entendió, me entendió otra vez el aire.

—Andá —me dijo—. Andá tranquilo.

A la semana, estaba yo caminando hacia la calle Ituzaingó, sin preocuparme demasiado por el asunto, más bien por inercia; y escuchando la brisa del otoño y oliendo a mora, y viendo las nubes grises.

Había dado el primer examen, solamente el primer examen: no era necesario decírselo. Pero había algo que me hacía ir para allá. Entonces llegué a la casa y ella estaba en el jardín exterior regando las plantas, y apenas me vio, puso como una cara de interrogación. Y yo dije, con algo de indiferencia:

—Profesora, aprobé el primer examen.

Pensé que no iba a reaccionar de ninguna manera especial, y ya estaba arrepentido, pensando en decirle que solamente pasaba por ahí como de casualidad. Pero para mi sorpresa, después de un instante, ella soltó una risa muy sincera y muy simpática, muy de corazón. Y pegó también dos saltos, dos saltos en el aire nomás.

Bueno, eso me puso inquieto. Yo no le conocía ese carácter. Pero después se serenó, aunque no podía borrarse la sonrisa de la cara, mientras yo pensaba, pensaba esa frase: Me aprecia, me aprecia de en serio.

Y me preguntaba cómo había sido el examen, y yo, claro, estaba ya tenso e incómodo, pero ella me entendía, ella me entendía.

—Andá —me dijo—. Andá nomás.

El segundo exámen no lo aprobé, y repetí el año…

No me acerqué más a la calle Ituzaingó, y en mi dolor ya no me daba ni para arrimar la sombra por ahí. Pero al año siguiente, cuando por fin aprobé ese curso de inglés, el primer examen nuevamente y el segundo examen también —ese último examen secreto en fin—, me hice cargo:

Yo tendría también mis culpas. Y se me ocurrió entonces ir a decirle que, de todas maneras, al fin y al cabo, y a la larga, sí que había aprobado el curso. Pero… por alguna razón no lo hacía. Por alguna razón no lo hacía.
No sé si me entienden…

Y yo me acordaba, y me acordaba de todo eso; mientras tenía todavía el aire de mora como en el aliento, y el sol en la piel. Entonces, ya algunos años después, nadie contestaba al timbre en aquella casa.

Dejé tiradas la bicicleta y la revista en el césped de la vereda. No sé porqué me acerqué a la iglesia que estaba a un lado. Vi la puerta como entreabierta y tuve un presentimiento. Así que entré.

Siempre las iglesias me parecieron un lugar de lo más pacífico, piadoso. Yo me hice la cruz, y en efecto adelante, casi sobre el altar y parada, había una figura humana. Estaba con una simple bata, y sola, porque no había oficio. No parecía rezar; solamente miraba, miraba fijamente al altar, y con la luz del mediodía filtrándose por las ventanas.

Yo me acerqué lentamente. Entonces ella se dio vuelta, la profesora Brown se dio vuelta: estaba flaca, flaca y pálida, y algo se me habrá notado, porque ella, sin mostrar que ya me había reconocido, me sonrió con dulzura cuando yo me acerqué por fin, y señalándose el rostro me dijo con sencillez:

—Es que me estoy muriendo.

Y yo, rápido como un segundo, rápido como un relámpago, le dije:

—Profesora, ya aprobé el segundo examen.

Ella sonrió, con esa dulzura suya tan respetuosa, y un aire resignado, cansado, raramente feliz. Y yo, con el corazón temblando entre esas imágenes piadosas, me fui de ahí sin esperar más y agarré la bicicleta, dejando a la revista tirada en el césped. Y me fui por la calle, como quien deja algo que muy en secreto había querido y guardado durante muchos años en el corazón.

Y me fui, en fin, pensando en Tanque; siempre tan puntilloso con los horarios. Y pensaba en decirle: “Creo que llegué a tiempo, Tanque, creo que llegué a tiempo…”

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